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Editado por Harlequin Ibérica.
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28001 Madrid
© 1999 Jeanne Allan
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Camino del altar, n.º 1536 - septiembre 2020
Título original: One Man to the Altar
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-1348-770-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 1
QUINT Damian quería aporrear la bocina y espantar a los turistas que marchaban delante de él por la Autopista 82 de Colorado. Por el solo hecho de que pagaban mucho dinero para visitar Aspen, creían que eran dueños del camino. ¿Por qué no estaban en la montaña asombrados por la nieve sucia que quedaba del invierno? Los turistas de la ciudad actuaban como si un poco de nieve no derretida en junio fuera la octava maravilla del mundo.
¿Dónde estaba el desvío al rancho? No disponía de todo el día.
Tenía dos semanas.
A Big Ed deberían examinarlo de la cabeza. Casarse con una buscadora de dinero como Fern Kelly. Y luego decían que los ancianos eran sabios.
Cuando al fin apareció el desvío de Roaring Fork River, el vehículo se aferró con tenacidad a las curvas cerradas entre las altas paredes rojas del cañón antes de que el camino de tierra saliera a las colinas. Hileras de alambre de espino lo separaban de los monótonos campos de cultivo y de los pastizales donde los potrillos seguían a sus madres.
Se obligó a entrar a velocidad moderada. Un letrero viejo pegado a la puerta ponía Valle de la Esperanza con pintura descolorida. Hizo una mueca cínica. La esperanza era para los tontos que esperaban que en su camino aparecieran cosas buenas. Él no creía en la esperanza. Creía en ir en pos de lo que querías.
Y Quint quería a Greeley Lassiter.
Greeley oyó el potente motor mucho antes de que el coche deportivo bajo y aerodinámico entrara en el patio del rancho. Sintió un escalofrío en la espalda. Debía ser por la envidia. Las premoniciones eran para aquellos con una imaginación demasiado activa.
El visitante salió del vehículo. Desde donde se hallaba debajo de la furgoneta, ella solo pudo ver sus bien planchados pantalones negros.
Su madre había ido a Glenwood Springs, y su hermano y los vaqueros del rancho se hallaban diseminados por la propiedad.
Las piernas se dirigieron hacia la casa. Los zapatos, similares a los caros mocasines italianos que usaba su cuñado, levantaron leves nubes de polvo en el patio.
Algo de polvo llegó hasta su nariz, amenazándola con un estornudo. Se la apretó con dedos manchados de aceite.
El desconocido regresó a su coche.
–¿Hola? ¿Hay alguien?
La voz profunda y masculina encajaba con el vehículo. Tonos suaves y afables con poder contenido. Seguro hasta la arrogancia. Una amiga de Greeley insistía en que los hombres conducían coches deportivos caros para compensar las inseguridades sexuales.
Ese hombre no parecía tener ninguna.
Quint se apoyó en el coche e inspeccionó el entorno. Nadie había salido a la puerta de la casa antigua de dos plantas pintada de blanco. El patio y el granero también parecían desiertos, si se descartaban a algunos caballos en el corral y a un gato enorme cuyos ojos brillaban con animosidad.
Presentarse en el rancho sin haber llamado primero había sido un riesgo calculado. Quería ver dónde habían criado a Greeley Lassiter. El entorno de una persona hablaba mucho sobre ella. Habría preferido encontrar un lugar menos próspero. Una mujer que necesitara dinero sería más fácil de persuadir.
Se llevó las manos a la boca y volvió a llamar. Un movimiento en una de las estructuras adyacentes captó su atención. Tendido junto a una furgoneta, un Labrador negro alzó la cabeza y movió un poco el rabo sobre el suelo de cemento.
Preparado para esperar hasta que apareciera algún miembro de la familia Lassiter, Quint se acercó al perro.
–Debes ser tan viejo como el abuelo –comentó al ver el hocico blanco del animal–. Y con igual sentido común. ¿Y si he venido para robar el oro de la familia?
El viejo Labrador olisqueó la mano de Quint y con dificultad se tumbó de espaldas. Él se agachó y le acarició el vientre.
–¿Qué os pasa a los viejos? ¿Por el solo hecho