Como solo. Luego me echo una siesta. El de la última noche fue un sueño inquieto, de los que no procuran verdadero descanso. Me tumbo en el sofá con Muerte de un apicultor entre las manos. La novela me gusta pero aun así el sueño me doblega antes de acabar la lectura de la página.
Sueño con un camino en medio del bosque. La sensación que me envuelve es apacible. Cantan invisibles los pájaros mientras camino entre los árboles. El sonido de los pájaros es reemplazado por el entrechocar de las hojas de los árboles, o tal vez sea agua. Ambos ruidos se confunden, como si los árboles hubiesen decidido en algún momento de la evolución del planeta imitar el canto de las aguas, o quizás fuera a la inversa. La naturaleza tiende a deleitarnos por medio de una red de analogías de las que es posible extraer un puñado de leyes y, sobre todo, de belleza. El sendero se estrecha y ahora camino entre rocas. Atisbo sin embargo el final del recorrido que, en efecto, desemboca en una impresionante cascada. El fragor del agua es tan intenso que se confunde con el ruido blanco. Miro la cortina de agua como miraría una pantalla de televisión a la espera de que regrese la señal. Poco a poco centro mi atención en el agua y, resignado a la insignificancia, dejo de esperar nada más.
Despierto con la convicción de que el significado está sobrevalorado. Esta certeza, lejos de incomodarme, me produce una enorme sensación de bienestar.
El lenguaje resulta inútil para describir los sueños. Por eso nos aburren los sueños de los demás, como asistir al esfuerzo de alguien que intenta poner en órbita un cohete usando un tirachinas. En el sueño uno es al mismo tiempo el actor, el espectador, el director, el cámara, el guionista y el escenógrafo. Y cómo contar toda esa mezcla de tareas usando la mera posición de un narrador. Imposible. El lenguaje fracasa normalmente al describir la realidad. En el caso del sueño ese fracaso es doble o quíntuple.
El de la cascada es un sueño recurrente, como las olas del mar. Es un sueño que, por tanto, quiere decirme algo.
Paso la tarde frente al teclado, tratando de atraer a unas cuantas palabras que, sin embargo, me rehúyen.
Bruno me dice que tal vez necesito probar con otras mujeres, que Marta está muy bien pero que posiblemente mi polla necesite más estimulación. He quedado con él en un bar de Malasaña aprovechando que Marta se había citado con unas amigas. Nuestros gin-tónics se vacían al unísono. Bebemos, hablamos, bebemos, hablamos, completamos un ciclo que se repite siguiendo una precisa y espontánea sincronía. Los ciclos y las repeticiones son el leitmotiv (valga la redundancia) del día. Su idea es que la polla es una especie de aparato que funciona solo a partir de cierto voltaje. Luego me pide que piense en mi polla como en un electrón atrapado en un orbital (el de la flaccidez), ansioso de recibir la suficiente energía como para pasar al siguiente (el de la erección). Bruno me obliga a imaginar mi miembro viril a través de oscuras metáforas científicas. Está claro (eso opina él) que Marta no me excita lo suficiente. Es normal, continúa, lleváis mucho tiempo juntos; os queréis pero habéis perdido tensión sexual; os conocéis demasiado bien, y para que haya atracción se necesita cierta distancia, diferencia de potencial, eso es; y lo dice como si en verdad estuviese convencido de ello y yo fuese un alumno de bachillerato que atiende las explicaciones de su profesor de física. Puede que en el fondo tenga razón. Fumo tabaco sin boquilla. Me gusta el picante y las especias. Necesito estímulos fuertes para reaccionar, para sacarme de la insensibilidad en la que a veces me adormezco. Si fuera un aparato eléctrico supongo que necesitaría una corriente de 400V. No sería un microondas sino una nevera industrial o un láser. Tal vez podríais recurrir a la lencería, prosigue Bruno, o echar mano de un juguete sexual, algo que rompa la monotonía de vuestros encuentros. O las páginas de contactos, añado yo de manera casi inconsciente, dejándome llevar por el lugar común, que es el responsable de las charlas de ascensor y de las malas novelas. Eso es. Puedo inscribirme en Ashley Madison o en Meetic. No es necesario consumar, aunque eso tampoco hay que descartarlo. A Bruno le brillan los ojos, en un claro efecto de transferencia emocional. Bruno piensa que el hecho de chatear y lanzar flechazos a mujeres que no conozco y muy probablemente indeseables será suficiente para elevar mi nivel de testosterona y recuperar la frescura y el cachondeo de los inicios. Yo no me siento con fuerzas de refutar su tesis que intuyo convencional y confusa, así que me dedico a asentir como si en realidad tuviese que meditar sobre el asunto y le invito a otra ronda como recompensa por sus esfuerzos. En realidad, insiste, no es distinto a entrar a un bar lleno de mujeres, más o menos guapas, más o menos listas. La única diferencia es que ahí todas quieren ligar, sobre todo las que tienen una lucecita verde prendida encima de la cabeza. La cosa, tal y como la cuenta Bruno, tiene su gracia. Lo cierto es que ya estuve abonado a uno de esos sitios antes de conocer a Marta, en parte por curiosidad y en parte para documentarme si en algún momento tenía que hablar del tema en alguna de mis novelas. Recuerdo las estériles sesiones de chat y los mensajes de preciosidades anglosajonas o eslavas, en realidad programas virtuales, robots diseñados para satisfacer nuestra infantil fantasía de hombres seductores. Éramos 31 millones de hombres en una dura competición para atraer a 5,5 millones de mujeres, de las cuales solo 12.000 eran reales. Intentaba contactar con mujeres muy jóvenes que se burlaban (con toda lógica) de mis pretensiones, y puedo decir que llegué a tomarle el gusto a aquel papel de cuarentón patético despreciado (no mames, huevón) por procaces bellezas de veinte años. El patetismo es un rasgo del carácter asequible para cualquiera. Le cuento todo eso a Bruno y sonríe y me dice que pasaba lo mismo en los scouts. El qué, indago. La desproporción de chicos y chicas, responde. Y nos reímos con ganas.
Tras agotar la tercera ronda me despido de Bruno. La noche es fría pero aun así decido regresar dando un paseo para despejarme. Cruzo la plaza de Callao, dejándome bombardear por los luminosos que anuncian obras de teatro y zapatillas deportivas y compañías eléctricas. Llego hasta Sol y paso junto a la inscripción del kilómetro cero, el monumento más abstracto de la Capital. Subo por Carretas hasta Jacinto Benavente, luego Tirso de Molina… Caminar por la ciudad es enhebrar plazas. Finalmente llego a casa. Marta no ha regresado todavía. Aprovecho para sentarme frente al ordenador y echar un vistazo al correo. Ignoro la publicidad y me detengo en uno de los mensajes que lleva como asunto Invitación I Congreso de Literatura Duques de Soria. Abro el mensaje. Como el propio asunto anticipa, se trata de una invitación a participar en el primer congreso Duques de Soria que tendrá lugar en dicha ciudad dentro de un par de meses, en concreto durante la segunda semana de abril. Se me anima a hablar de mi obra en el contexto de la literatura actual en España. El tema me resulta interesante y los honorarios son más que aceptables. Además, nunca he estado en Soria y creo que este congreso puede resultar una oportunidad inmejorable para conocer la ciudad y, de paso, para dar a conocer mi propia obra, en particular mi hipótesis sobre la prescindencia de los personajes (acabo de bautizarla así). ¿Es que no conoce la obra de Georges Perec? Adivino la intervención capciosa de algún miembro del público. Precisamente porque la conozco reivindico su herencia, respondería. ¿Acaso la historia de las marinas que son enviadas desde Australia a Francia, convertidas en puzle y (una vez recompuestas sus piezas) devueltas por procesos químicos a su naturaleza original de cuadros, y remitidas de nuevo al pintor de cuyas manos salieron, no es tanto o más emocionante que esa otra historia de muerte y resurrección que es la de Madeleine en Vértigo? La conferencia llevaría por título Tomar partido por las cosas, un homenaje más que evidente a la poesía de Francis Ponge. Y así, fabulando un coloquio con una audiencia imaginaria, dejo pasar el tiempo hasta que oigo abrirse la puerta de casa. Debe de ser Marta. En efecto, Marta hace su aparición en el salón. Nos besamos. Nuestro alientos viciados de alcohol se entremezclan y confunden. Me ofrezco a prepararle algo de cena pero ella me dice que ya ha cenado, que si no me he dado cuenta de la hora que es. Miro mi reloj y compruebo que son casi las doce. Espero que me diga algo, de dónde viene, con quién ha quedado. Normalmente solemos comentar nuestros encuentros con los amigos con la única condición de que el otro esté sobrio, y hoy ambos lo estamos. Pero hoy se pierde en el baño para quitarse los restos de maquillaje. Aprovecho para entrar a la cocina y prepararme un sándwich. Cuando sale, cubierta con su camiseta de dormir, le doy un beso y ella responde con frialdad. La abrazo e intento dar más intensidad a mis besos pero ella se limita a escabullirse y decirme