Una vez vi a una gaviota atacando a un dron. Fue en la playa de Benidorm.
Por la noche lo intentamos de nuevo, hacer el amor. Con idéntico resultado. No hablamos del tema. Tal vez ambos intuyamos (mejor dicho, confiamos) que se trata de algo pasajero, como un esguince o un grano en la mejilla. No aclares que oscurece, dicen que dicen los argentinos, esos doctorados en psicología. Luego le enseño mi máscara de Hombre Lobo. Le digo que con esa máscara me convertiré en el mejor escritor del mundo. Que la literatura es un bosque encantado y que yo he decidido desempeñar el papel de Lobo. Me cito a mí mismo y le digo que con ella me merendaré a las caperucitas de la poesía y a los cerditos de la novela. Marta se ríe sobre la cama. Me coloco la máscara y me abalanzo sobre su cuerpo desnudo. La masturbo con mis garras y escucho sus gemidos con mis orejas de lobo. Lamo su clítoris con mi palpitante lengua de lobo. Cuando llega el momento aullamos al unísono.
El aullido es una grieta del lenguaje donde caben todas las palabras. O por donde huyen despavoridas.
Tumbado de espaldas acaricio mi miembro inerte y descubro una protuberancia en la base del pene. Un garbanzo bajo la piel, la inquietante señal de una metamorfosis.
REDUNDANCIAS
Al día siguiente decido pedir cita con el urólogo. Parece fácil, pero pronto empiezo a darme cuenta de que la urología es una ciencia compleja; que el pene, ese ser proteico y polifuncional exige condignas especialidades, a cual más bizantina. Existen los urólogos, pero también los urólogos andrólogos, y yo, al parecer, tengo necesidad de lo segundo. Tras media hora de indagaciones y malentendidos, consigo una cita con un verdadero urólogo andrólogo. Una redundancia esdrújula que lo convierte en un ser casi mitológico.
Me preparo un café, una manera de procrastinar como cualquier otra. Llamo a Bruno. Necesito hablar con alguien de mi problema y Bruno es el amigo idóneo. Quedamos en vernos por la noche.
Me encuentro con un montón de tiempo sin saber muy bien qué hacer con él. Me coloco la máscara de Hombre Lobo a modo de exorcismo. Los rituales son importantes. La repetición y la redundancia es la manera que tienen las cosas de revestirse de un sentido. Su balbuceo. Qué es el mar acaso sino la insistencia de la ola. Es una buena idea, válida para un aforismo pero también para un poema. Abro mi archivo de poesía y esbozo un poema a modo de tentativa:
Se repite el mar en la ola como
todo aquello que quiere decirnos algo
Millones de años de redundancia
desgastando rocas, pieles y castillos
de arena, y todavía
no hallamos su significado.
Hay cosas que ocurren una única vez en la vida (una aventura amorosa, un viaje…) y que, por tanto, a diferencia de lo que se repite, aportan a la memoria un material insuficiente. Algunas admiten la categoría de accidente y por nada del mundo desearíamos volver a revivirlas. Sin embargo hay otras cuya excepcionalidad resulta dolorosa por el placer que recibimos y cuyo carácter irrepetible nos golpea como el nevermore del cuervo de Poe. La memoria trata de rastrear, cava como un arqueólogo enloquecido en busca del resto deseado, sin ser consciente del todo de que aquello que busca ya penetró en las capas más profundas del olvido, que la experiencia ya solo puede figurarse usando los materiales de la ficción.
Podríamos catalogar, de hecho, los sucesos de nuestra vida en sucesos que se repiten (con leves diferencias) y sucesos que solo ocurren una vez. Hay verbos rotundos y definitivos como nacer o morir que no admiten segundas partes. Los sueños y la mayoría de nuestras lecturas resultan irrepetibles. Al igual que algunos amores. Lo que no se repite pareciera condenado al olvido pero, al mismo tiempo, es el material idóneo del que se abastece la ficción.
Me doy cuenta de que los dos párrafos anteriores repiten su final y que en esa repetición encuentran precisamente su sentido.
Imagino la historia de un hombre de una sensibilidad enfermiza en lo referente a la memoria. Ese hombre experimenta una melancolía infinita al rememorar escenas de su pasado en compañía de personas que ya no están, personas cuya amistad o cuyo amor se extinguió. Cree ese hombre que si consiguiera regresar a esos lugares donde fue dichoso en compañía de los nuevos amigos o los nuevos amores conseguiría mitigar ese dolor, como si la memoria pudiese reescribirse o, al menos, adecuar su naturaleza a la de un palimpsesto. Así se dedica a viajar por todos aquellos lugares que forman parte de su pasado. Se aloja en los mismos hoteles y apartamentos. Come en los mismos restaurantes. Visita los mismos museos. Posa en un fotomatón con la pose desconcertada de sus dieciocho años con la intención de confundir a aquel otro de su pasado y arrebatarle la soberanía estéril de su juventud. Solo cambian los amigos y amantes que le acompañan en su extraño periplo. Trata de vivir intensamente el presente y, a veces, lo consigue. Sin embargo ni siquiera en esos raros momentos logra eclipsar por completo el recuerdo. Más bien ocurre lo contrario: las impresiones del presente remueven el pasado, avivándolo. Es –piensa– como si a la actualidad le brotase una sombra para teñirla de ridículo, como si cada gesto interpretase la parodia de una intensidad ya extinguida. ¿Acaso regiría para la experiencia –se preguntaría ese hombre– una ley similar a la de la termodinámica? ¿Amenazaba a la experiencia un declive semejante al que afectaba al cuerpo físico? ¿Era imposible sentir como la vez primera? ¿Se acartonaban de consuno la piel, los sentidos y la memoria? ¿Y si no fuera así? No había que descartar la hipótesis de que la ausencia fuese en realidad un efecto de postproducción de la película del yo, un filtro que la hacía parecer más interesante, más emocionante y, desde luego, más lacrimógena. Pero, y esta era en definitiva la pregunta crucial,