—No le he dicho que vaya a aceptar esto…
—Daniel, vuelves a olvidarte de tutearme… —Elsa le miró, mucho más seria de lo que había estado hasta ese momento—. Lo harás, estoy segura. En nuestra próxima entrevista me traerás un texto, una página, no me hace falta más. No hay tema, elige tú, pero no lo escribas como lo harías, sino como si fueras Alejo. Te doy hasta el lunes. Te esperaré a las nueve con un café preparado.
En su casa, Daniel estuvo dándole vueltas a la conversación. Hizo dos listas sencillas, «sí» y «no», lo que podía empujarle a aceptar esa locura o lo contrario, los frenos que su mente establecía para no lanzarse a una piscina vacía. La lista del «no» era mucho más escueta, tres simples palabras que martilleaban su conciencia. Tres sustantivos abstractos que se dibujaban en unas mayúsculas que oscurecían las razones mucho más tangibles que pesaban en el sí. Si se decidía, conservaría el trabajo, podría pagar la hipoteca y no condenaría a sus padres a perder la casa. Tendría una oportunidad única de recuperar su novela, que daba por perdida, algo que también engrosaba esa lista afirmativa. Y estaba el reto, ese que empezaba a latir furioso en su interior, el ponerse a prueba y demostrar, más a sí mismo que a nadie, que podía escribir algo bueno. Que lo que sentía cuando tecleaba delante del ordenador no era un simple pasatiempo, sino una parte de su interior que estaba en lucha constante con sus miedos.
Pero también estaba el «no». El miedo al fracaso, a resultar una estafa, a ser cómplice de un engaño literario que quizá no le importase al mundo, pero a él sí. Y la imposibilidad, esa que era la primera palabra que le venía a la mente cuando se planteaba la idea de imitar a Novoa. ¿Cómo iba a ser capaz de transmitir el latido del alma de otro sin que nadie se diera cuenta?
Era casi la hora de comer, pero no tenía hambre. Una simple manzana le sirvió para aplacar la ira de sus tripas, que no parecían estar de acuerdo con su cerebro ese día. Mientras la mordía, pensó en nombres. En Elena y Emiliana. En Alejo Novoa. En Daniel Durán. Y también pensó en el título de las novelas, las palabras que hacían que unas consiguieran atraer la atención más que otras. Sabía que había algunas que provocan que los lectores se acerquen a una novela, que sientan curiosidad por ella. Palabras como «café», «felicidad», «sueños», «chocolate». Montones de títulos las contenían: Como agua para chocolate, La felicidad es un té contigo, La gente feliz lee y toma café, Sueños en la casa de té, El café de los corazones rotos, Tardes de chocolate en el Ritz, El amor huele a café, Un café a las seis… Cualquier novela que contuviera la palabra «secreto» o «misterio» despertaba la curiosidad de los lectores y ganaba posibilidades frente a las demás de ser leída.
Le apeteció un café y entonces entendió. El título, el nombre de las cosas, tiene que provocar alguna sacudida interna. Consciente o inconsciente. Un deseo que nos conduzca a querer adentrarnos en ese libro y no en otro, a elegirlo entre los cientos de miles que se publican cada año en todo el mundo.
Esa mujer era muy interesante, tan interesante o más que Novoa, y aunque solo fuera por seguir escuchando sus historias decidió aceptar. No estaba en su lista de razones positivas, pero tampoco estaba en sus planes encontrarse en la situación en la que se encontraba.
No podía perder nada.
No tenía nada que perder si seguía adelante.
Empezó a escribir intentando encontrarse con el alma de Alejo Novoa.
Capítulo 2
«El lenguaje artificioso y la conducta aduladora rara vez acompañan a la virtud».
Confucio
El viernes por la noche, una tormenta eléctrica dejó sin luz durante un par de horas al barrio donde vivía Daniel y perdió los tres párrafos que había conseguido hilar haciendo un esfuerzo titánico. Su portátil hacía siglos que no funcionaba con batería, así que se apagó de repente, sin darle opción a decidir si aquello que había escrito merecía la pena. Antes de empezar, había releído los fragmentos de El hombre inconstante que más le gustaban. Sabía todo de la manera particular de deslizar las palabras que tenía Novoa, pero frente a las teclas se sintió embotado y perdido. La presión estaba jugando en su contra. Escribía una frase. Retrocedía. Retocaba. Borraba y volvía a poner palabras que ni siquiera transmitían una mínima parte de las ideas que borboteaban en su interior. Por eso, cuando la tormenta le arrebató las pocas frases hilvanadas, casi se sintió aliviado. No había tenido que tomar la decisión de eliminarlo todo, ya lo había hecho una Naturaleza enfurecida que parecía burlarse de su estéril intento.
Buscó unas velas que sabía que andaban perdidas por algún cajón y encendió una, sujetándola en un botellín vacío de cerveza que llevaba meses esperando a que se decidiera a tirarlo al contenedor de reciclaje. Lo dejó encima de la mesa y se quedó durante varios minutos observando cómo oscilaba la llama. El cono, de un amarillo intenso en la cúspide, se transformaba en un sutil azul a medida que se aproximaba a la mecha. No permanecía quieta, botaba derritiendo la cera que empezaba a desbordarse por los lados y que acabó resbalando por el vidrio. Un chisporroteo le sacó de su ensimismamiento. Bajó la tapa del portátil, buscó un viejo cuaderno de anillas, un cuaderno de cuadros olvidado que tenía en un cajón, y agarró un sencillo bolígrafo Bic azul.
Comenzó de nuevo.
Sin meta. Sin tema. Dejando que fluyeran las ideas en el orden que quisieran, sin preocuparse de si había puesto el sujeto en su sitio o si aquel complemento era el más adecuado. Se dejó arrastrar por el trazo de la tinta y solo paró cuando volvió la luz. Entonces sopló la vela. El olor a quemado y el rastro en el aire dejado por el humo le devolvieron a la realidad. Guardó el cuaderno y el bolígrafo y se marchó a la cama sin releer ni una sola línea.
No eran ni las diez de la mañana del sábado cuando el teléfono le despertó. Daniel gruñó, imaginando que sería su madre quien estaría al otro lado, quejándose de que hacía días que no les había hecho una visita.
—¿Has mirado el correo? —le preguntó una voz, que no reconoció de inmediato.
—¿Quién…?
—Durán, soy Beatriz. Ayer te envié un correo con un artículo que tenías que mandarme por la noche. Que te haya puesto a trabajar en otra cosa no significa que descuides tu tarea.
Cerró los ojos, maldiciendo por dentro a Beatriz, pero sin permitirse ni un gemido que delatase su incomodidad.
—¿Cuánto tiempo tengo? —preguntó.
—Lo quiero ya. Ponte ahora mismo.
En la lengua de Daniel se enredó una réplica sobre dónde pensaba que se podía meter su urgencia, pero se limitó a retirar la sábana y levantarse de la cama, con el teléfono aún en la oreja. Los torneados músculos de su espalda empezaron a desentumecerse con unos estiramientos rutinarios.
—Elsa cree que no nos hemos equivocado contigo, espero que se lo demuestres.
Y su jefa, con esas breves palabras, colgó.
Beatriz conseguía ponerle de mal humor. No le había dado ni siquiera la opción de contarle lo que había pasado en la entrevista con Elsa. No le dejó hablarle de la extraña condición que le había puesto para sus citas, la de contestar solo a una pregunta por día, y la complicación de cumplir el encargo extra que le había hecho, el folio imitando al escritor. Solo pensarlo le dibujaba una sonrisa amarga y convocaba una sensación de incomodidad en su ánimo, esa que avisa de que estás ante algo del todo imposible de lograr.
Cogió unos boxers del cajón y se los puso, cubriendo la desnudez con la que dormía. Salió de la habitación directo hacia el portátil. Lo colocó encima de la mesa, enchufó el cargador y, al arrancarlo y entrar en el procesador de textos, apareció la copia de seguridad automática que se había generado de lo que estaba escribiendo