—¡Durán!
Daniel levantó la vista cuando su apellido se impuso por encima del sonido del televisor, el murmullo y los teléfonos. El grito salió de la boca de la directora, que se había plantado a su lado sin que se diera cuenta. Media plantilla dejó de teclear, expectante, y las voces se fueron apagando. El tono de Beatriz Álvarez, una mujer menuda y nerviosa de unos cuarenta años, no auguraba nada bueno y provocó que tragase saliva en un gesto inconsciente.
—Tú eres imbécil, ¿verdad?
La media plantilla que no parecía haberse inmutado con el primer grito dejó de inmediato lo que estaba haciendo para no perderse el espectáculo que se avecinaba. Beatriz, enfurecida, tiró el ejemplar de una revista encima de la mesa de Daniel, que la miraba sin comprender.
—¿Se puede saber en qué estabas pensando?
Daniel la recogió. Era el número tres de una publicación infantil protagonizada por los personajes de una serie de dibujos animados de mucho éxito. Estaba abierta por la página en la que se explicaba cómo atarse los cordones, uno de los artículos que Daniel había entregado la semana anterior. No hizo falta mucho tiempo para que se diera cuenta de por qué le estaba gritando. Ahí, al lado del texto que explicaba con detalle los pasos a seguir —incluyendo una divertida disertación en la que los comparaba con las orejas de un conejito—, estaba el problema. En lugar de las fotos ilustrativas que había seleccionado para el artículo, aparecían una serie de gráficos con los datos de la venta de ebooks en el último año. Daniel empezó a ser consciente de lo que estaba pasando. La semana anterior había tenido que entregar los dos artículos, el de los cordones y el de la venta de libros electrónicos, y se había visto obligado a redactarlos casi de manera simultánea. En algún momento tuvo que intercambiar las imágenes de uno con el otro y el resultado de su despiste brillaba a todo color frente a sus ojos. La revista de niños había llegado a imprenta con las fotos equivocadas.
—¿Sabes el dineral que nos va a costar retirar toda esta mierda? —gritó Beatriz.
—Yo…
No fue capaz de decir ni una sola palabra. El poco más de metro sesenta de Beatriz pareció crecer de pronto, paralelo al volumen de sus quejas. Para cuando terminó de echarle la bronca, toda la redacción le estaba mirando, mientras aguantaba impertérrito la lluvia de palabras de ella, que más parecía una tormenta que una mujer.
—¡A mi despacho!
Los ojos azules de Daniel se abrieron en un gesto de sorpresa. ¿Para qué se lo llevaba a su despacho después del espectáculo al que le había sometido? En su mente solo cabía una opción: la de ser despedido. Se levantó despacio y siguió los rápidos pasos de Beatriz, intentando mantener una serenidad que se iba escapando de su cuerpo tras cada paso de ella. La humillación completaba la comitiva, siguiéndolo muy de cerca, y a ella se unió la mirada burlona de Darío Cifuentes, redactor de deportes.
Puto jueves.
Beatriz esperó a Daniel en la puerta y la cerró con un gran estrépito. Las estanterías de su despacho, en las que se acumulaban cientos de documentos y libros, temblaron casi tanto como Daniel, que solo podía pensar en que no le apetecía lo más mínimo volver a casa de sus padres. Sin trabajo, la posibilidad de seguir viviendo solo se esfumaba por segundos y se veía con treinta y seis años de vuelta a su habitación de niño. Beatriz caminó unos pasos para sentarse en su silla, mientras él seguía plantado en medio de la habitación, sin saber qué hacer.
—¿Te vas a sentar? —le ella preguntó, todavía con el gesto de ira que había lucido fuera.
No dijo nada ni hizo ninguna mueca. Se sentó, con la misma cara de quien está preparado para que le lean su sentencia de muerte, a esperar la segunda parte de aquella mañana que se había vuelto gris de pronto. Aunque estuvieran a mediados de marzo y la primavera se hubiera empeñado en hacer acto de presencia en las calles, Daniel sintió el frío del invierno dentro de él.
—¿Sabes lo que cuesta retirar una edición? —le preguntó desde su silla.
—Sí, y lo siento.
—Ya, ya sé que lo sientes, pero con sentirlo no se arregla nada. Deberías haber estado más atento a lo que hacías. Durán, es la tercera vez que cometes un error este año. Los dos anteriores logré detectarlos antes de que fuera un desastre, pero esta vez te has pasado.
Daniel la miró muy serio, dispuesto a ofrecerle una disculpa más antes de la salida más digna que se le ocurría: dimitir. Para él, aquellos no eran días fáciles y Beatriz llevaba razón, había cometido errores desde principio de año, pero también era verdad que siempre trabajaba a contrarreloj, haciendo malabares con las palabras. No era libre de poner lo que le viniera en gana, tenía que tener en cuenta el estilo de la persona a la que suplía, algo por lo que el resto de los trabajadores de aquella redacción no se veía condicionado. Una mierda se mirase por donde se mirase, pero era para lo que le habían contratado. Antes de que le diera tiempo a abrir la boca, Beatriz mutó el gesto y sonrió, componiendo uno poco acorde con el clima de tensión que se había creado.
—¿Me vas a despedir? —preguntó Daniel, con el miedo atenazándole el estómago y la confusión por su sonrisa prendida en la mente.
El semblante de Daniel, a pesar de todo, permaneció tan neutro como el tono de su voz.
—¿Despedirte? Tú eres idiota. Nadie en esta maldita redacción sabe hacer lo que haces tú. Nadie es capaz de imitar a otro sin que se note, no quiero deshacerme de ti porque me salvas el culo más veces de las que estoy dispuesta a admitir.
—¿Y entonces? ¿A qué ha venido todo esto?
—Ahora, cuando salgas ahí, actuarás como si la hubieras cagado. Te voy a mandar a casa con unos días libres para que reflexiones.
Daniel no entendía nada. La actitud de Beatriz se había relajado y no parecía, ni de lejos, tan enfadada como minutos antes. Sus palabras añadían un extra de confusión a la que ya había sentido al entrar. La directora de Vimar se levantó y cerró las persianas venecianas, para darle privacidad al cubículo que tenía como despacho. Muchos de los redactores, a pesar de las prisas, no dejaban de mirar lo que estaba sucediendo allí.
—Tenemos que hablar de algo, pero no quiero que nadie ahí fuera ni siquiera sospeche de qué se trata —dijo, volviendo a sentarse en su sillón ergonómico.
Mientras se movía hacia los lados en su cómoda silla de trabajo, le lanzó otro ejemplar de la revista infantil que estaba encima de su mesa. Daniel la recogió, sin saber muy bien dónde quería ir a parar su jefa. A una indicación de ella, la abrió y buscó el artículo de los cordones. Allí, junto al texto que había escrito unos días antes, las coloridas ilustraciones de unas zapatillas apoyaban las explicaciones. Tal y como él creía que las había mandado.
—Cometiste el error, pero me di cuenta al revisar tu trabajo. Esa revista es la que se pondrá mañana a la venta, no la que te he enseñado. Esa he mandado que la impriman aparte porque la necesitaba para traerte aquí.
—¿Y no hubiera sido más sencillo sin darme el susto que me has dado? ¿O sin humillarme delante de todo el mundo? —preguntó.
Estaba enfadado con ella, pero no dejó que lo viera en su tono. Si algo hacía Daniel bien, además de imitar a otros escribiendo, era no mostrar lo que sentía frente a nadie.
—No, no lo hubiera sido porque lo que tengo que pedirte tiene que mantenerse en secreto y para ello necesito que los demás piensen que la has cagado y que por eso vas a irte a casa unos días. ¿Me puedes explicar esto?
Beatriz giró la pantalla de su ordenador para que Daniel pudiera verla. Allí, un correo electrónico ocupaba toda la superficie.
—Lee —le animó.
Daniel leyó las dos líneas que componían aquel correo dos o tres veces antes de atreverse a separar los ojos de la pantalla:
Cita a Daniel Durán en casa de Elsa dentro de unos días,