En un lapso de veinte años, el presidente que gobierna la antigua colonia se convierte en el sangriento dictador de un país a la deriva. La economía y la agricultura están arruinadas, el hambre hace estragos. Uno de cada dos residentes está desempleado, y uno de cada cuatro ha contraído sida. Los servicios públicos son inoperantes, la justicia es corrupta y los medios de comunicación se encuentran bajo un férreo control. Los investigadores, docentes y médicos han escapado. El naufragio del país se debe a la obsesión del presidente-dictador por mantenerse en el poder. No soporta ninguna oposición, y se niega a otorgarle al electorado el derecho al voto. “Los opositores, si los hay, no gobernarán jamás, ni mientras yo viva ni después de mi muerte. Mi fantasma vendrá a perseguirlos. Serán atormentados por demonios y brujos. Tengo un diploma en violencia”, declara. Su método de terror consiste en intimidar a sus adversarios, cuando no los secuestra o sencillamente los mata. Los fraudes electorales, las falsas declaraciones, las falsas acusaciones y los arrestos arbitrarios son moneda corriente. Estos trabajos siniestros son realizados por gente sin empleo a cambio de una remuneración diaria o por malvivientes reclutados en los bares. Los enemigos son los antiguos colonos o los miembros de la minoría étnica. Los granjeros ricos, un blanco recurrente, son despojados de sus propiedades en beneficio del dictador y sus allegados. A pesar de que los presidentes vecinos le han desaconsejado empujar a los antiguos colonos al exilio, a riesgo de arruinar el país, él los persigue sin piedad. Tampoco se olvida de la otra etnia, contra la cual ordena crear especialmente una sexta brigada, formada por exoficiales de un país extranjero conocido por un genocidio a gran escala. Las atrocidades se multiplican: campesinos quemados vivos, niños ensartados en la espalda de sus madres, familias obligadas a cantar sobre la tumba de sus seres queridos. Una especialidad de la sexta brigada es preguntarles a las víctimas: “¿Manga corta o manga larga?”, para saber si prefieren que les corten el brazo o la mano.
La municipalidad de una pequeña ciudad abre un centro de estudios y de documentación sobre la dictadura que, durante la última guerra, temporalmente estableció allí su capital. En un principio, la idea es inaugurar un museo abierto al público en honor al dictador. Bajo la presión de los antiguos opositores al régimen, el proyecto se transforma en un centro de investigación reservado a los universitarios. Los archivos se nutren de la adquisición de dos fondos distintos, uno de los cuales pertenecía al antiguo ministro de Defensa del régimen totalitario. Se hace un llamado a los habitantes de la ciudad para que sus donaciones completen la colección. El antiguo dictador vuelve a ponerse de moda. La municipalidad, de común acuerdo con el sindicato hotelero, aprovecha su imagen para atraer turistas. Su residencia, usurpada a una familia adinerada cuyo hijo en su momento prefirió suicidarse antes que cooperar con la dictadura, se convierte en un hotel de cinco estrellas, donde los turistas más acomodados pagan el equivalente a un salario mensual promedio para pasar una noche en la “suite del gran hombre”. A poca distancia, el antiguo château del poeta nacional, que escribía todos los discursos del dictador, recibe a doscientos veinte mil visitantes por año. El recorrido continúa a lo largo de los cuarteles generales de la milicia, la residencia del comando de las camisas oscuras, la sede de la división Siempre Más, columna especializada en realizar ataques sorpresa de una gran crueldad, y por último la morada de un “ciudadano modelo”, que hizo masacrar a numerosos miembros de una misma religión entregándolos a un país aliado para ser exterminados industrialmente. “La verdadera historia de la ciudad aún está por descubrirse. Esperemos que el centro de estudios ayude a lograrlo”, dice la guía editada por la oficina de turismo.
En un portafolio negro, el antiguo dictador lleva los documentos que le permiten responder a las acusaciones en su contra. Tres semanas después del comienzo del juicio ante el tribunal internacional, parece estar menos defendiéndose a sí mismo que construyendo su imagen para la historia venidera. Se dirige a sus compatriotas, a quienes busca seducir después de que estos lo pusieran en manos de la justicia internacional, más que a las víctimas, a los jueces o a la opinión mundial. El exdictador permanece sentado y tranquilo mientras los testigos, todos pertenecientes a la misma etnia diezmada, describen los crímenes y las deportaciones de civiles. Les hace preguntas para intimidarlos. Después saca de su portafolio testimonios que contradicen lo expuesto por la fiscalía, para probar que fueron militares de las organizaciones internacionales y el ejército de otra etnia, distinta de la suya, los que cometieron las atrocidades. Su estrategia es eficaz: en su país, un sondeo reciente muestra que a la mitad de la población le parecen convincentes sus palabras. Juega con el miedo de la clase dirigente de su país frente al tribunal internacional. Algunos de sus integrantes siguen en sus cargos desde el fin de la dictadura. Cuando un hombre de la etnia perseguida declara que dos de sus hijos fueron asesinados delante de su puerta por la policía del exdictador, que no venía a confiscar armas en manos de los “terroristas”, sino a matar hombres, mujeres embarazadas y niños, este se limita a responder: “Usted pertenecía a la misma etnia. Y sin embargo, no lo mataron”.
La erupción de un volcán destruye una ciudad. Casi todos sus habitantes huyen y regresan más tarde, lo que complica los operativos humanitarios en la zona, partida en dos por un río de lava. La erupción misma provoca la muerte de veinte personas y deja un saldo de cuatrocientos heridos, según estiman por el momento los hospitales de la ciudad vecina. El accidente más grave sucede cuando los depósitos de una estación de servicio estallan luego de entrar en contacto con la lava. Decenas de personas que intentan llevarse el combustible en bidones son alcanzadas por la explosión y el incendio subsiguiente. Saldo: ochenta muertos. Se preparan varios operativos de emergencia con el fin de abrir un camino a través de la corriente de lava, ya fría, y volver a conectar las partes este y oeste de la ciudad. Largas filas de espera se forman delante de los pocos puntos donde hay agua disponible, pero no puede organizarse ningún reparto de alimentos. Según fuentes militares, al menos trece saqueadores son abatidos en la urbe. Algunos, entre ellos siete soldados, son arrestados mientras desvalijan un almacén. “Quien sea sorprendido en un saqueo con las manos en la masa será juzgado directamente en el más allá”, anuncia una radio local.
En un pequeño país, recientemente víctima de bombardeos de represalia por parte de una gran potencia, un terremoto deja un saldo de alrededor de cincuenta muertos. El programa humanitario mundial habla de cien desaparecidos. La gran potencia continúa sus bombardeos en el este del país, donde aún habría combatientes rebeldes. Más de cinco mil soldados participan de la operación.
Una epidemia de peste pulmonar deja cuatro muertos en el sur del país. Después de distribuir antibióticos a diecisiete mil personas, las autoridades sanitarias estiman que la epidemia ya está bajo control.
Doscientas personas mueren al incendiarse un tren repleto de gente.
Un diputado ecologista viaja a un país pobre para exigir la liberación “inmediata e incondicional” de una senadora secuestrada por facciones revolucionarias armadas. “No quiero ningún intercambio, porque el ser humano no es una mercancía”, agrega. Al llegar, trata de organizar una misión de negociación, pero el único contacto que tiene es una casilla de correo electrónico de los insurgentes. El mensaje que les envía queda sin respuesta. Vuelve entonces a su país y declara: “Sigo estando a favor de un proceso para negociar la paz con las facciones revolucionarias, sobre todo considerando que los primeros contactos parecen prometedores”.
Se nombra a un nuevo ministro de Asuntos Exteriores. Diplomado en Economía y Comercio, continuó su formación en el extranjero antes de entrar en una institución monetaria internacional, hace ya cuarenta años. Al volver, es nombrado director general del banco de la nación. Luego de una larga carrera en el mercado financiero, durante la que se acostumbra a trabajar a la sombra del poder, se lanza a una carrera política hace dos años, pasando a formar parte del gobierno como ministro de Finanzas. Poco habituado a las negociaciones políticas, defiende un proyecto de reforma jubilatoria que desencadena una movilización de un millón de manifestantes. Más tarde, aprende a ceder ante los sindicatos. Si bien adhiere al liberalismo, consigue en ese momento el apoyo de la izquierda. Durante las elecciones, en su última campaña política,