No se le había ocurrido que Louisa no supiera que estaba esperando un hijo. ¿No se suponía que las mujeres tenían un sexto sentido para esas cosas?
Pero era evidente que ella no tenía ni idea. Tumbada en la camilla de la clínica, tan vulnerable bajo la bata, la sorpresa en su rostro había sido genuina.
–¿Adónde vamos? –preguntó Louisa entonces, interrumpiendo sus pensamientos.
–A tu casa.
Ella se volvió, con gesto de sorpresa.
–¿Recuerdas dónde está?
Luke asintió con la cabeza, incapaz de hablar mientras miraba ese rostro que había estado grabado en su cerebro doce semanas: los ojos de color caramelo, los labios gruesos y sensuales, los altos pómulos, la piel de color miel.
Recordaba cada detalle de esa noche, no solo su dirección. El fresco aire de la noche mientras paseaban por Regent’s Park, el calor de su cuerpo, el aroma de las flores, su cautivadora sonrisa, el rico sabor del capuchino que habían tomado en Camden High Street, las caricias robadas.
Y después, los brazos de Louisa alrededor de su cuello mientras la llevaba por el pequeño apartamento, el sabor de sus labios, su sensual inocencia mientras la desnudaba en el pasillo, sus sollozos cuando la llevó al primer orgasmo y lo que había sentido él cuando los dos llegaron a un devastador final.
Sí, recordaba mucho más que su dirección. Ella volvió a mirar por la ventanilla.
–Tengo que volver a la oficina. Te agradecería que me llevaras allí.
–Voy a llevarte a Havensmere –dijo Luke. Tal vez tenía que pensar un par de cosas, pero su plan seguía siendo el mismo–. Solo vamos a pasar por tu casa para que hagas la maleta.
Ella giró la cabeza bruscamente, sus ojos tan oscuros que parecían negros, y Luke se preparó.
–¿Sabes una cosa, Devereaux? No tengo que hacer lo que tú ordenes. Será mejor que dejes de hacerte ilusiones.
–Yo creo que, en estas circunstancias, deberías llamarme Luke.
–Te llamaré como quiera, Devereaux –replicó ella, indignada.
Luke no se molestó en replicar hasta que aparcó a unos metros de su casa.
–Estás cansada y asustada –empezó a decir, con un tono paternalista que la sacó de sus casillas–. Te has llevado una sorpresa, lo entiendo.
Tenía mucho que aprender sobre ella, pensó Louisa, si pensaba que acusarla de estar histérica iba a servir para calmarla.
Irritada, cruzó los brazos sobre el pecho y permaneció en silencio.
–Mira, no quiero que nos enfademos –siguió él–. Tenemos muchas cosas que discutir y vamos a hacerlo en Havensmere.
–¿Pero es que no lo entiendes? No quiero ir a ningún sitio contigo.
Luke exhaló un suspiro mientras quitaba la llave del contacto.
–Lo sé.
Por primera vez, Louisa notó las líneas de fatiga alrededor de sus ojos. Y también algo más, algo que la sorprendió. ¿Era preocupación? ¿Estaba tan profundamente afectado por la noticia como ella?
–Te guste o no –siguió Luke– vamos a tener un hijo y tendremos que lidiar con las consecuencias. Deja de mostrarte tan hostil, no sirve de nada.
Louisa puso los ojos en blanco. Había vuelto a hacerlo. Cuando empezaba a sentir cierta simpatía por él, la exasperaba de nuevo. Tenía un talento innato para sacarla de quicio.
¿Y qué había querido decir con «lidiar con las consecuencias»? Él era un hombre rico e influyente que había tomado la iniciativa con el tratamiento médico y ella estaba como en trance desde que supo que esperaba un hijo, pero lo había oído concertar otra cita con la recepcionista…
¿Pensaba presionarla para que abortase?
Que pudiese no querer a su hijo debería haberla enfurecido, pero en lugar de eso la entristeció profundamente.
Aunque odiaba admitirlo, Devereaux tenía razón sobre algunas cosas: estaba cansada, emocionada y francamente sorprendida. Necesitaba reunir fuerzas y en su mansión de Wiltshire podría hacerlo, pero antes de nada debía aclarar un asunto.
–Francamente, te encuentro paternalista, mandón e insoportable. Tal vez si dejases de tratarme como si fuera de tu propiedad, yo dejaría de mostrarme hostil.
Un poco, al menos.
Cuando lo vio apretar la mandíbula pensó que tenía el mismo aspecto que cuando estaba enterrado en ella, llenándola, conteniéndose mientras su cuerpo estallaba en llamas…
La reacción física que siguió a ese recuerdo dejó a Louisa en silencio. Nerviosa, apretó las piernas, pero aquel río de lava solo podía significar una cosa: estaba excitada.
¿Qué le pasaba? Devereaux la había utilizado, se había aprovechado de ella y estaba a punto de pedirle que abortase. Y, sin embargo, seguía excitándola.
–¿Qué ocurre? ¿Te encuentras mal?
–No, no pasa nada –murmuró ella, sin mirarlo.
Luke rozó su mejilla con un dedo.
–Estás pálida. ¿Sigues teniendo náuseas matinales?
Louisa se apartó.
–No.
No se encontraba enferma, al contrario. Entonces notó el aroma de su colonia… por supuesto, eso era. La repentina punzada de deseo era debida a las hormonas, mezcladas con la libido. ¿No había leído en alguna parte que las mujeres embarazadas respondían de manera instintiva al olor del padre de su hijo? Tenía algo que ver con las feromonas.
Nerviosa, tragó saliva. No se sentía atraída por él, solo era una reacción química.
–Hay gente en la casa –dijo él, mirándola intensamente–. Es una mansión con sesenta habitaciones y más de cien acres de terreno. Tendremos tiempo, espacio y privacidad para hablar tranquilamente y hacer lo que tengamos que hacer.
–Esta noche no estoy de humor para hablar –dijo Louisa.
Luke esbozó una sonrisa y ella se dio cuenta de lo que acababa de decir.
–No importa, tampoco yo. Pero quiero ir esta noche y me gustaría que fueras conmigo… por favor.
Después de su ridícula reacción, Louisa no estaba segura de que pasar el fin de semana con él fuese la mejor idea, pero su expresión cuando dijo «por favor» inclinó la balanza a su favor. Tenía la impresión de que no era una frase con la que estuviese muy familiarizado.
Además, empezaba a estar cansada de verdad y no tenía fuerzas para seguir discutiendo.
–Muy bien, de acuerdo, pero solo una noche.
Él asintió con la cabeza antes de salir del coche y le abrió la puerta en un gesto de galantería. Pero Louisa se había dejado engañar por sus buenas maneras una vez y no pensaba volver a hacerlo.
Luke caminaba a su lado mientras iban hacia el portal, pero una vez allí, Louisa se aclaró la garganta.
–Deberías esperar aquí –le dijo. Lo último que quería era que subiese con ella al apartamento porque los recuerdos de esa noche aún estaban frescos en su memoria–. Si no tienes permiso para aparcar aquí te pondrán una multa, por cierto.
–Me arriesgaré.
–Prefiero subir sola, si no te importa.
–Muy bien, te esperaré aquí –Luke le levantó la barbilla con un dedo– pero no tardes mucho.
Ella apartó la cara, turbada.