Agaché la mirada y seguí andando hasta encontrarme con mi destino. El miedo a que un salivazo me marcara el rostro bastaba para que obedeciera.
El metate me esperaba con su fuerza implacable.
Una señal bastó para que me hincara y tomara la mano. Eso tenía que hacer y eso haría. En silencio comencé a moler los granos y después aplaudí con ritmo para que las tortillas llegaran al comal. La mujer que estaba a mi lado no me dijo nada. Los ojos de Itzayana estaban fijos en la olla donde hervían las semillas que todo lo teñían de colorado. Ella cuidaba la espuma que pronto se espesaría para ser apretada con una tela y transformarse en condimento y pintura.
Así seguimos, mudas, concentradas en la labor que nos regalaba la dicha de no pensar. Si nos deteníamos, los recuerdos volverían.
*
El hambre comenzó a retorcerme las tripas, pero no podía probar un bocado. Las reglas eran claras y las conocía desde siempre. Tenía que esperar a que mi dueño se lavara las manos y se enjuagara la boca en el lebrillo que le acercaba la primera de sus mujeres; después se sentaba y comenzaban a servirle hasta que se le llenara la panza que se montaba en su braguero. El número de platos no importaba. Él era el amo y eso era suficiente para que las mujeres siguieran adelante hasta que les ordenara que se detuvieran.
Ésa era la primera espera, yo tendría que aguantarme los chillidos de las tripas hasta que las mujeres principales se sintieran satisfechas y se levantaran sin dirigirme una mirada. Ellas eran las grandes, las mejores; yo era una caca de conejo que ni siquiera apestaba. Así, cuando ya sólo quedaban las sobras, pude llevarme a la boca lo que estaba embarrado en las cazuelas con una tortilla que se quebraba.
*
La comida se había terminado, mis tripas casi estaban tranquilas.
Me abracé por un instante, mis manos sintieron las marcas del costillar que se marcaba en mi cuerpo. La historia volvía a repetirse. El hambre que me mordisqueaba en el lugar donde me parieron seguía firme a mi lado.
En esos momentos apenas deseaba quedarme quieta, dejarme atrapar por el sopor que mata el movimiento. Necesitaba descansar, quería que mi cuerpo se aflojara con la resolana que todo lo sana. Pero eso no era posible, ni siquiera tuve tiempo de frotarme los dientes con la ceniza de las tortillas tatemadas, tampoco pude buscar una espina o una varita para sacarme la comida que se quedó atorada.
Itzayana empezó a levantar las jícaras y las ollas.
Sin decirme nada supe lo que tenía que hacer.
Las cargamos y fuimos a lavarlas. Mientras el agua borraba los rastros de la comida, ella empezó a buscarme la cara. Me habló. Sus palabras eran incomprensibles. Sonrió y me tocó el rostro. Sin saber nada lo conocía todo. Itzayana también había llegado sin méritos de sangre. Alguien la había vendido y otro la había comprado.
Terminamos y volvimos a la casa, al lugar donde nos esperaban los algodones que debían ser cardados. El huso empezó a girar en mis manos y su voz silenciosa comenzó a meterse en mi cuerpo.
Poco a poco, las palabras de Itzayana comenzaron a volverse claras. Ella tenía dos lenguas, yo apenas hablaba una.
*
Mi dueño no me usó esa noche. Yo le agradecí su desprecio. Aún no sabía que ellos le tenían miedo a nuestras piernas abiertas: los sexos que se defienden con dientes, las oscuridades que devoran sus miembros y las fuerzas que nacen de lo desconocido los obligaban a contenerse. La humedad de nuestra carne podía arrebatarles el calor y robarles la sombra. Por eso, cuando nadie los miraba, los hombres de Putunchán mascaban chile con ortigas para untárselo en el miembro mientras deseaban que no se les hinchara por los males que nacen de nuestros cuerpos. Las mujeres éramos el mar y la noche, ellos eran la tierra y el día.
Los hombres, aunque dijeran lo contrario y nos golpearan como bestias, nos tenían miedo. Cuando la sangre nos manchaba las piernas debíamos estar lejos para que su suerte no quedara maldita, y en muchos lugares nuestra presencia estaba prohibida. Las heridas que nunca cicatrizaban eran una amenaza incomprensible. Sólo las viejas que estaban secas podían acercarse a ellos.
*
Yo no esperaba nada, a lo más podía desear un poco.
Los adornos jamás llegarían a mi cuerpo y los relingos de las ollas seguirían llenándome las tripas; pero yo quería entender mientras anhelaba que las imágenes de mi pueblo se me salieran de la cabeza junto con el rostro de mi madre. Si no lo olvidaba, el pasado terminaría matándome. Por eso, cuando el peso de la barriga de mi dueño no se estrellaba contra mi vientre, hacía todo lo posible para pensar que él sería bueno, que me trataría con el cariño que merecen los perros y que alguna vez se esperaría a que mi sexo estuviera húmedo.
Nada de eso se cumpliría, los dioses apenas me dieron la posibilidad de comprender las palabras de Itzayana.
*
La vida seguía y nada cambiaba: el metate y las tortillas, el huso y las piernas que de cuando en cuando se abrían marcaban mis días. No había dolor, tampoco existía la alegría. A pesar del Sol, los días siempre eran grises. El viento y las aguas crecidas eran lo único que desafiaba la monotonía. Sin embargo, las noches se transformaban si mi dueño volvía a la casa con un canuto que apestaba a mierda.
La historia siempre era la misma. Él y los otros hombres se adentraban en la selva para meterse en el culo las cañas por las que correría el fermentado. Sólo así podían emborracharse hasta perderse, sólo así podían matar el miedo a las fuerzas de la noche para penetrarnos sin que el pánico los mordiera. En la negrura, su brutalidad era implacable. Las mujeres nos tendíamos y los dejábamos hacer. Cuanto menos resistencia opusiéramos, más rápido terminarían de moverse y los cuatrocientos conejos de la borrachera los alejarían de nuestros cuerpos.
*
Mi lengua era la única que cambiaba, estaba libre, llena de palabras que se entrelazaban y debían callarse delante de los hombres. Frente a ellos sólo existían el silencio y la sumisión. Nuestra voz estaba maldita y debía esconderse delante de los que eran como nosotras.
Así hubiéramos seguido, pero un día las cosas cambiaron. Itzayana me miraba, sus ojos recorrían mi cara y su mano empezó a palparme el vientre.
—¿Estás cargada? —me preguntó.
—No sé —le contesté sin desear que su pregunta tuviera sentido.
—¿Se te fueron las sangres?
Sólo moví la cabeza para negarlo. Apenas habían pasado unos cuantos días desde que ellas se escurrieron entre mis piernas.
Itzayana sonrió.
Había tenido suerte, pero la buena fortuna no me duraría para siempre.
—¿Quieres un hijo?
—No —le contesté absolutamente segura.
Yo quería ser árida, seca como las tierras donde viven los caxcanes.
—Así será —murmuró y se alejó sin decir otra cosa.
Volvió y me entregó el emplasto.
—Ten, úntatelo y tu vientre nunca germinará.
Esa noche, cuando mi amo se acercaba, mis dedos embadurnados se adentraron en mi cuerpo para matar sus semillas. Yo era su propiedad, pero mi vientre nunca le daría nuevos sirvientes. Mi caño de madre sólo se abriría para parir a Martín y a María, a los hijos de don Hernando y de Jaramillo.
Mientras