Era una nao, pero nada sabíamos de sus tripulantes.
Itzayana me miró y sólo pudo murmurar una palabra. “Gigantes”, me dijo con la certeza de que nuestras embarcaciones no podían tener ese tamaño.
Quizá tenía razón, y ella, con los ojos abiertos, había soñado lo mismo que yo cuando supe que el Descarnado se acercaba: un ser inmenso con el pecho rajado, un monstruo que derrumbaba los montes para anunciar el fin de los tiempos.
No supe qué responderle, el miedo me acalambraba la lengua.
*
A pesar de que las ratas más gordas nos mordían el pecho, nos acercamos para tentar el esqueleto. Necesitábamos palparlo para asegurarnos de que no era un sueño, una pesadilla que nos robaría las almas y la sombra. El mar estaba tibio y las grandes bestias dormían en las profundidades.
Avanzamos y llegamos. Las maderas se sentían resbalosas por las algas y a ratos nos obligaban a alejar las palmas por los filos de las conchas que se les pegaron en el ir y venir por las grandes aguas. Los clavos, gruesos y con las marcas de los martillazos, aún las mantenían juntas.
Los hombres se adentraron en el vientre de la embarcación. Sus pasos eran lentos, el miedo al derrumbe y al golpe de las olas los obligaban a detenerse para asegurarse de la firmeza del suelo.
Ninguna se atrevió a seguirlos. ¿Quién podía asegurarnos que ese esqueleto no era la entrada al Xibalbá y que después de dar unos cuantos pasos nos devorarían los senderos espinosos? Valía más esperar. Lo mejor era murmurar una plegaria. Si hubiéramos conocido a san Jorge lo habríamos invocado para que llegara con su lanza y su espada para defendernos de los engendros y las inmensas serpientes con patas.
No aguantaron mucho. Pronto salieron con unas cuantas cosas en las manos: trozos de tela, objetos de metal que parecían retorcidos, huesos de animales y panes enmohecidos. Uno de los guerreros se atrevió a morderlos: estaban duros y sus dientes no pudieron quebrarlo. Los seres que alguna vez tripularon el barco convertían la masa en piedra o, tal vez, sus fauces estaban llenas de colmillos que todo lo quebraban.
Ellos habían llegado, pero ninguno de los tripulantes estaba dentro del esqueleto de la nave asesinada por el huracán. La embarcación estaba sola, abandonada. A todos se los había tragado el mar y lo que quedara de sus cuerpos sería arrastrado por las olas hasta algún lugar de la playa. Dios sabe que no miento: un día los cadáveres aparecieron… su carne estaba marcada por las dentelladas de los peces y los picotazos de las aves. La sal del mar les había robado el color y su carne se miraba cocida.
Pero eso no importaba, en esos momentos apenas teníamos una convicción: las historias que venían de lejos eran verdaderas. Los seres de más allá de las costas habían arribado y en sus manos estaban los truenos y los rayos. El wáay era poca cosa cuando pensábamos en ellos.
*
Las palabras que desde hace tiempo llegaban a Putunchán tuvieron que ser creídas: allá, lejos, muy lejos, más lejos de donde el mar cambia de color, otra nave había naufragado y los hombres no tuvieron miedo de capturar a los sobrevivientes. Algunos se parecían a nosotros, pero otros eran distintos. Los pelos gruesos y tiesos les cubrían la cara, sus dientes estaban podridos y siempre miraban al cielo mientras extendían los brazos para gritar cosas que nadie entendía.
*
Ikal Balam, el amo y señor de Putunchán, se reunió con los hombres búho y los guerreros. Los servidores de los dioses eran los únicos que podían explicar la presencia del esqueleto que estaba atrapado entre las piedras que enfrentaban las olas. Nadie sabe cuáles fueron las voces que salieron de sus bocas; las gruesas paredes los mantenían lejos de todos y sus palabras se ahogaban en la aspereza que cedía su espacio a los colores que dejaban los pinceles. Sólo los guerreros y los sacerdotes que contemplaron las pinturas sabían lo que decían, pero ellos estaban condenados a la mudez, al silencio que apenas podían descifrar los que conocían los secretos.
Todas nos dimos cuenta de que una decisión había sido tomada: las pieles de venado llenas de dibujos salieron a los pueblos y las ciudades cercanas. Siete mensajeros se internaron en los caminos acompañados por algunos hombres armados.
Todos los guerreros tenían que saber, todos los mandamases tenían que enterarse: el esqueleto que estaba atrapado en las peñas no podía convertirse en secreto.
*
Después de un rato, los hombres que seguían en Putunchán se fueron y nunca nos dieron una explicación. A nosotras sólo nos tocaba el silencio. Sin mirar a nadie se adentraron en la selva. Sus pasos recorrieron el camino preciso, la senda sagrada que conducía a la cueva que las lluvias labraron desde los tiempos en que los hombres eran de palo y bejuco.
Ahí se quedaron.
Varios días dejaron de comer. Muchas veces la Luna se ocultó en el horizonte sin que se atrevieran a acercarse a sus mujeres. Los latigazos del hambre y el deseo eran necesarios para que los dioses les hablaran, para que se metieran en sus sueños y pudieran descubrir la verdad. Y así, cuando sus cuerpos estaban débiles y sus almas ansiosas, frente a ellos se colocaron las jícaras con tabaco, con las negras semillas que se ocultaban entre los frutos espinosos y pestilentes, con los hongos secos que crecían en el estiércol y con las conchas que contenían las gotas de la sangre que permitía ver más allá de este mundo.
El humo empezó a entrar en sus cuerpos y se mezcló con la carne y la sangre de los dioses. Se quedaron quietos, muy quietos. Sus ojos estaban fijos en la nada y los hilos de saliva empezaron a alargarse en sus labios. El pulso del tambor sagrado se adueñó del espacio. Los hombres comenzaron a moverse, a sentir cómo el espíritu de los jaguares se adueñaba de sus cuerpos. Algunos rodaban en el piso, otros se contorsionaban y algunos más daban volatines y marometas. La piel y la carne se desprendían de sus cuerpos y su lugar era ocupado por los músculos y las manchas de las bestias. Así siguieron hasta que sus almas los abandonaron para recorrer los mundos de arriba y de abajo. Sólo en esos lugares podrían encontrar una respuesta.
Su viaje terminó antes de que el Sol regresara.
Se levantaron en silencio y comenzaron a lavarse, las marcas de los vómitos y el olor de los excrementos tenían que borrarse antes de que volvieran a tomar el camino.
Todos habían visto lo mismo: el Descarnado venía en las canoas inmensas.
Cuando regresaron a Putunchán sus rostros estaban demacrados, adustos, dolidos por las visiones. No hubo necesidad de que pronunciaran una palabra. Para todos era claro que el mal había llegado.
VII
Los hombres de Putunchán no eran los únicos que temían la llegada de las desgracias. Aquí y allá, las lenguas estaban sueltas y se negaban a obedecer las órdenes de silencio. En toda la selva, las voces del horror se hacían presentes para ennegrecer los parajes a los que nunca llegaba el Sol. Los que vivían en las costas comenzaron a prepararse para enfrentarse a los enemigos que apenas se intuían. Los guerreros que observaban la línea del horizonte sólo esperaban mirar una cima, una montaña de madera que avanzara hacia la playa con sus alas gigantescas y tensas. En ese instante debían dar la voz de alarma, y todos acudirían con las armas listas para derramar la sangre. Aquellos seres tal vez podían ser más peligrosos que los mexicas.
Las previsiones no fueron en vano. Muchos decían que los hombres de la selva y las islas vieron diez naves inmensas que pasaron de largo. Esa vez, las flechas y las lanzas bajaron sus puntas sin que la tranquilidad llegara a las almas de los guerreros. Pero, cuando los huracanes volvieron, algunas de las embarcaciones naufragaron y sus tripulantes llegaron a la costa. Estaban maltrechos, heridos, absolutamente indefensos. Los guerreros los observaron con calma: ninguno era un gigante, tampoco eran dioses que vinieran de los Cielos o seres que brotaron del Xibalbá. Sólo eran hombres que sangraban como las bestias que los acompañaban.
Todos fueron capturados.
Apenas