Mi alma se mortifica en la agonía de la duda. La desesperación me embarga el corazón mientras, titubeando, empiezo a admitir para mí la probable verdad. Pero no puede ser, Nold ha cometido un error. Quizá la carta sea una trampa, tal vez no la escribió Carl. Pero conozco muy bien su letra. La carta es suya, ¡es suya! Quizá me llegue otra carta mañana. La Muchacha... la única persona en quien puedo confiar. Ella me sacará de dudas.
Siento pesadez en la cabeza. Me meto con dificultad en la cama. Tal vez mañana... una carta...
XII
—Tus compinches están aquí. ¿Quieres verlos? —pregunta el alcaide.
—¿Qué compinches?
—Tus socios, Bauer y Nold.
—Querrá decir mis camaradas. No tengo socios.
—Es lo mismo. ¿Quiere verlos? Sus abogados están aquí.
—Sí, los veré.
Por supuesto, en cuanto a mí respecta, no necesito defensa. Llevaré yo solo mi propio caso y explicaré mi acto. Pero me alegra ver a mis camaradas. Me pregunto cómo les habrá sentado su arresto... tal vez les da por echarme la culpa. Además, ¿qué opinión tienen de mi hecho? ¿Respaldarán a Most?
Tengo todos los sentidos despiertos mientras el guardia me guía hacia el vestíbulo. Cerca de la pared, sentados a una mesita, veo a Nold y Bauer. Dos hombres les acompañan; me imagino que son sus abogados. Todas las miradas se dirigen hacia mí, curiosas, inquisitivas. Nold se me acerca. Su actitud trasluce cierto nerviosismo, en sus ojos de un profundo color marrón se aprecia una intensa seriedad. Me da la mano. La presión es íntima, afectuosa, como si tratase de comunicar a mi corazón una confianza sin límites. Por un instante, me embarga un torrente de gratitud: anhelo abrazarlo. Pero unos ojos curiosos se abren hasta mí. Miro a Bauer. Hay una alegre sonrisa en su bondadoso rostro rubicundo. El guardia acerca una silla a la mesa y se apoya contra la reja. Su presencia es una traba: informará al alcaide de cuanto se haya dicho.
Me presentan a los abogados. El contraste en su aspecto indica una vida entera entregada a las disputas legales. El más joven, evidentemente recién salido de la universidad, es rápido, despierto y conversador. Tiene un aire expectante e inquieto, con una mirada de astucia semítica en un rostro largo y estrecho. Se extiende sobre el generoso consentimiento de su distinguido colega a hacerse cargo de mi caso. Su actitud hacia el abogado mayor es profundamente respetuosa, casi reverencial. Éste último parece aburrido, y no habla.
—¿Querría decir algo, coronel? —propone el joven abogado.
—No.
Suelta el monosílabo con brusquedad, repentinamente. Su colega parece avergonzado, como un colegial a quien descubren haciendo alguna travesura.
—Usted... ¿señor Berkman? —pregunta este último.
Les agradezco el interés por mi caso. Pero no necesito defensa, explico, ya que no me considero culpable. Estrictamente, sólo me preocupa poder pronunciarme en público ante el tribunal. Si me representa un abogado, no tendré la oportunidad de hacerlo. De hecho, es absolutamente vital que pueda aclarar al pueblo el objetivo de mi acto, las circunstancias...
La pesada respiración de al lado me distrae. Le echo una mirada al coronel. Sus ojos están cerrados, de su boca entreabierta mana la respiración pausada del sueño profundo. Un atisbo de consternación surca el gesto del joven abogado. Se incorpora con una sonrisa de disculpa.
—Está fatigado, coronel. El ambiente está muy viciado.
—Vayámonos —contesta el coronel.
Regreso deprimido a la celda. El viejo abogado... ¡qué poco le interesaron mis explicaciones! ¡Se quedó dormido! Pero si es una cuestión de vida o muerte, ¡está en juego el bienestar del mundo! Estaba tan contento de poder elucidar mis motivos a unos americanos inteligentes... ¡y se quedó dormido! También el joven abogado resulta repugnante, con sus aires de pena complaciente hacia alguien que «tendría un necio como cliente», tal y como describió mi decisión de llevar mi propio caso. Es posible que lo juzgue como un decisión suicida. Tal vez lo sea, en lo tocante a las consecuencias. Pero la duración de la condena no me importa un ápice: de todos modos moriré pronto. Mi explicación es lo único que importa ahora. ¡Y ese hombre se quedó dormido! Es posible que me considere un criminal. Pero ¿qué puedo esperar de un abogado cuando ni siquiera un trabajador del acero pudo comprender mi acto? Tampoco Most...
El nombre me hace recordar las cartas que el guardia me entregó durante la entrevista. Son tres, ¡y una me la envía la Muchacha! ¡Por fin! ¿Por qué no me escribió antes? Seguro que han retenido la carta en la oficina. Sí, el matasellos es de la semana pasada. Seguro que me contará algo de Most... pero, ¿de qué servirá? Ya no me cabe duda, lo pude ver perfectamente en los ojos de Nold. Estaba en lo cierto. Pero antes tengo que leer lo que me escribe...
¡En cada frase se respira su devoción por la causa! Es la auténtica revolucionaria rusa. Su carta rezuma el disgusto por la actitud de Most y sus lugartenientes en los círculos anarquistas alemanes y judíos, pero también me trasmite palabras de admiración y apoyo en el confinamiento. Menciona las dificultades económicas por las que está pasando la pequeña comuna formada por Fedya, ella y un par de camaradas más, y concluye con el comentario de que, por fortuna, no necesito dinero para mi defensa o los abogados.
¡Muchacha tenaz! Ella y Fedya son, a la postre, los únicos revolucionarios auténticos que conozco en nuestras filas. Todos los demás tienen alguna flaqueza. No podría confiar en ellos. Los camaradas alemanes... son pesados, flemáticos, carecen del entusiasmo de Rusia. Me pregunto cómo lograron siquiera alumbrar alguien como Reinsdorf. Bueno, él es una excepción. Nada cabe esperarse del movimiento alemán, excepción hecha tal vez de los autonomistas. Pero no son más que un puñado, del todo insignificante, que sobrevive gracias a la disputa entre Most y Peukert. También este último, y la vida entera de su círculo, tienen como principal objetivo su rehabilitación personal. No me extraña, desde luego. Se cometió una terrible injusticia con él.13 Es reseñable que las acusaciones falsas no terminasen relegándolo a la