—Billy, ¿has leído algo sobre los nihilistas?
—Claro, Berk. La última vez que fui a la pocilga de ahí abajo, un compañero me prestó un libro. Era un tipo estupendo. Veamos, repíteme cómo se llamaban.
—Nihilistas.
—Sí, claro. Sobre unos nihiristas. El libro se llama Ivan Strodjoff.
—¿Cómo dices?
—Algo parecido. Ivan Strodjoff o Strogoff.
—¡Ah! Te refieres a Iván Strogoff, ¿no?
—Eso es. Qué nombres más divertidos tienen los extranjeros. Un servidor necesita una boca de hierro colado para poder decirlo todos los días. Pero la historia era estupenda, desde luego. Sobre un patriota ruso, o algo así. El tío era sensacional, te lo digo yo. Se enteró de un complot para asesinar al rey. Querían matarlo los tipos ésos... ¿cómo los llamaste?
—¿Nihilistas?
—Eso es. El complot nihilista, ¿sabes? Bueno, querían matar a don importante y a todos los demás, para poner de rey a uno de los suyos. ¿Lo ves? Tipos zorrunos, seguro. Pero Iván era demasiado para ellos. Hace de detective. Se mete en todos los fregados, y un tipo le quema los ojos. Pero es un valiente. No me acuerdo de cómo termina todo, pero...
—Conozco la historia. Es basura. No cuenta la verdad sobre...
—¡Ah! ¡Al diablo con el libro! Dime, Berk, ¿crees que me van a colgar? ¿No crees que el juez se apiadará de un ciego? Mira mis ojos. Estoy casi ciego, te lo juro por Dios. ¿No van a colgar a un ciego, no?
La súplica lastimera me llega al corazón, y le garantizo que no colgarán a un ciego. Sus ojos se ponen brillantes, la esperanza ilumina su rostro.
Me pregunto por qué ama tanto a la vida. ¿Qué valor tiene sin un propósito elevado, sin la inspiración de los ideales revolucionarios? Es pequeño y cobarde, miente para salvar el pescuezo. Desde luego que no le pasa nada malo en los ojos. ¿Pero por qué debería yo mentir por él?
Este momento de flaqueza me remuerde la conciencia. No debo permitir que un insensato sentimentalismo me influya: es indigno de un revolucionario.
—Billy —le digo con cierta aspereza— muchos inocentes han muerto en la horca. Los nihilistas, por ejemplo...
—¡Ah! Al diablo con ellos. ¿Qué me importan los demás? Lo que quiero saber es si me colgarán a mí.
—Quizá lo hagan —respondo molesto ante la profanación de mis ideales. Un gesto de terror domina su rostro. Sus ojos se clavan en mí, abre los labios: —Sí —continúo—, es posible que te ahorquen. Muchos inocentes han padecido el mismo destino. Además, no creo que seas inocente, ni ciego tampoco. No necesitas esas gafas. A tus ojos no les pasa nada. Compréndeme bien, Billy, no quiero que te cuelguen. No creo en la horca. Pero tengo que decirte la verdad, y será mejor que te prepares para lo peor.
El gesto de terror en su rostro se desvanece paso a paso. La rabia tiñe sus mejillas con puntos de rojo intenso.
—¡Estás loco! Además, ¿para qué voy a hablar contigo? Eres un condenado anarquista. Y yo soy un buen católico, ¡que te quede claro! No siempre he hecho el bien. Pero el buen padre me confesó la semana pasada. No soy un maldito asesino como tú, ¿te enteras? Fue un accidente. Estoy casi ciego, y este es un país cristiano, gracias a Dios. ¡Ni se te ocurra volver a hablar conmigo!
XI
Los días y las semanas se suceden con una monotonía cansina, que sólo interrumpe mi ansiedad ante el juicio inminente. Forma parte de su crueldad deliberada no permitirme saber en qué fecha exacta se va a celebrar. «Prepárese. Pueden llamarle en cualquier momento», dijo el alcaide. Pero las sombras se alargan, los días pasan, y mi nombre sigue sin aparecer en el calendario del tribunal. ¿Por qué esta tortura? Dejadme terminar con esto. Casi he cumplido mi misión... me explicaré ante el tribunal y mi vida habrá tocado a su fin. Jamás tendré una nueva oportunidad de trabajar para la Causa. Puedo por lo tanto abandonar el mundo. Debería morir satisfecho, salvo por el fracaso parcial de mis planes. La amargura de la decepción sigue royéndome las entrañas. Pero, ¿por qué? El resultado físico de mi acto no puede menoscabar su valor propagandístico. ¿Por qué, entonces, estos reproches? Debería estar por encima de ellos. Pero las puyas de los oficiales y los presos me hieren. «¿Mal tirador, no?» No pueden ni soñar cómo se me clava su irreflexiva estocada. Sonrío y finjo indiferencia, mientras mi corazón sangra. ¿Por qué deberían, a mí, el revolucionario, afectarme estos comentarios? Es debilidad. Están tan por debajo de mí; viven en la ciénaga de sus mezquinos intereses personales... no pueden comprenderlo. Y sin embargo el croar de las ranas acaso alcance el nido del águila y perturbe la paz de las alturas.
El «machaca» pasa por la galería. Anda despacio mientras sacude el polvo de las rejas antes de llegar a mi puerta. Con su látigo de siete colas la golpea levemente. Se apoya contra la cara exterior de la pared y se agacha. Finge limpiar el umbral de la puerta. Veo un gesto rápido de su mano, y un rollo blanco pasa entre los barrotes inferiores y cae a mis pies. «Una pila», susurra.
Recojo la nota con indolencia. No conozco a nadie en la cárcel, seguro que se trata de un desgraciado que pide cigarrillos. Al colocar el rollo de papel entre las páginas del periódico descubro sorprendido que está escrito en alemán. ¿De quién puede ser? Busco la firma. ¿Carl Nold? No es posible, ¡es una trampa! No, pero la letra no podría confundirla: la caligrafía minúscula y nítida es de Nold, sin duda. ¿Pero cómo consiguió hacerme llegar la nota? La sangre bate con fuerza en mi cabeza mientras me precipito sobre el texto escrito a lápiz: Bauer y él están detenidos; están en la cárcel, acusados de conspiración para asesinar a Frick; los detectives juran que los vieron en mi compañía, frente a las oficinas de Frick. Leo
que han contratado a un abogado. ¿Me interesa contar con sus servicios? Es posible que no tenga dinero, y no debería esperar que me envíen nada de Nueva York, porque Most —¿pero es posible?— ha condenado el acto...
El gong anuncia la hora de ejercicio. Camino con dificultad hasta la galería. Me siento febril, mis pies se arrastran penosamente, y me desmorono contra la barandilla.
«¿Estás mal, Ahlick?», tiene que ser la voz del negro. Tengo la garganta seca, mis labios no quieren moverse. Apenas si veo cómo se acerca el guardia. Me conduce hasta la celda y baja la litera. «Puede echarse.» Oigo el clic de la cerradura. Estoy solo.
La columna de presos pasa de arriba abajo una y otra vez. Los pasos acompasados me atormentan la cabeza como si fueran martillazos. ¿Cuándo pararán? Me duele muchísimo la cabeza... Es una suerte no tener que andar. Fue un detalle que el negro llamase al guardia. Me sentía tan mal. ¿De qué se trataba? ¡Ah!, la nota. ¿Dónde está?
Me consterna pensar que podía haberla perdido. Recojo el periódico del suelo de inmediato. Con manos temblorosas paso las páginas. ¡Ah!, está aquí. Si no llego a encontrarla, me pregunto vagamente, ¿habría sido todo una fantasía?
Ver el papel arrugado me llena de horror. ¡Nold y Bauer están aquí! Quizá si actúan con discreción, todo salga bien. Ellos son inocentes, pueden demostrarlo. Pero Most... ¿cómo es posible? Desde luego no le pareció bien que empezase a frecuentar a los autonomistas. ¿Pero es que eso cambia en algo las cosas? ¡A estas alturas! ¡Qué importan las preferencias personales a un revolucionario, a un Most, el héroe de mis primeros años en América, el nombre que despertó mi alma en aquella minúscula biblioteca de Kovno, Most, el puente de la libertad! Mi profesor, el autor de Kriegswissenschaft,
el revolucionario ideal, ¿él me condena?, ¿repudia la propaganda por el hecho?
¡Es increíble! No puedo creerlo. Seguro que la Muchacha no tardará en escribirme sobre todo esto. Esperaré hasta saber algo de ella. Pero, entonces, Nold, que también es un gran admirador de Most, no diría nada que lo denigrase