–¿Quieres decir un psiquiatra?
–Bueno… o un psicólogo. Puedes empezar por un psicólogo. De todas formas, lo más probable es que te acabe derivando a un psiquiatra. Ah, y prepárate para que te den medicación; siempre lo hacen cuando hay alucinaciones.
–Ya, ya me lo imaginaba… Y no me hace mucha gracia, como podrás comprender.
–Lo entiendo muy bien, pero, a mi modesto entender, creo que deberías encarar el asunto con otra mentalidad. Hay que verlo como lo que es, como un simple problema de salud. Yo conozco personas que tuvieron un brote esquizofrénico, en un momento determinado de su vida, y ahora son personas completamente normales. Si se controla a tiempo, y se vigila, y se toma una medicación cuando es necesaria… El problema es que tendemos a ver la enfermedad mental como una cosa vergonzante, como una lacra que desprestigia al total de la persona. Y no es así.
–Conozco el discurso políticamente correcto, y me parece… pues eso, muy correcto, muy bien elaborado; pero yo nunca he sido muy partidario de la medicación, en general, incluso para enfermedades puramente físicas.
–Pero cuando te duele la cabeza te tomas una aspirina, para poder trabajar…
–Tienes razón. A ver: yo me doy cuenta de que tienes toda la razón. Por eso te he pedido consejo, porque estoy viendo que eres precisamente el tipo de interlocutor que necesito: muy razonable, muy razonador. Pero también comprenderás que me quede algún escrúpulo, alguna duda…
–¿Duda de qué? ¿de si han empezado a aparecer gigantes por la comarca?
–No, hombre, eso no, pero… me resisto a entrar en la rueda de los psiquiatras y de que me intenten arreglar, cuando yo, de cabeza, estoy muy entero. Soy equilibrado, qué caramba, soy estable. Tuve mis momentos de confusión, en la adolescencia: el cambio fue para mí muy traumático, viví el despertar a la sexualidad de una forma muy atormentada; pero precisamente porque pasé por todo eso yo solo, sin… casi sin ayudas, y salí adelante, y no me volví loco, ni me quedé tarado, pues el resultado es que soy… me considero una persona muy fuerte. No sé… Cuando veo la cantidad de gente que necesita tomar pastillas, y aun así está siempre con problemas… Yo, en realidad, me encuentro muy bien. Y solamente ahora, al final, en cosa de un mes, he tenido dos momentos, dos momentos muy breves, en los que parece que sí, que algo, algún cable, se ha cruzado.
–Ya veo: lo tuyo es el síndrome de Supermán. No creas, es bueno tener fe en uno mismo, a base de repetirse la misma cosa un montón de veces puede uno llegar a creérsela. Lo que pasa es que a lo mejor no somos tan fuertes como nos pensamos. A lo mejor, todo esto que te pasa te está avisando de que hay algo que no va bien, algo que tú has negado, u ocultado, o de lo que ni siquiera eres consciente.
–Mira… no creo en el psicoanálisis, me parece un invento de unos tipos maliciosos obsesionados por el sexo.
–Pues si no crees en el psicoanálisis, cree al menos en las hormonas. La adolescencia es una época de desmadre hormonal; quizás ahora, yo que sé, te acercas a la andropausia, o lo que sea, y estás pasando por otro bombardeo de sustancias que… En fin, el cerebro funciona a base de química, no es tan disparatado dejarse ayudar con un poco de química externa, para no tener que pasar todo el calvario que pasaste en la edad del pavo.
–Ya veo que tienes respuestas para todo, y que todas tienden a lo mismo: que vaya al loquero.
–Lo contrario sería un error, a mi modesto entender. Imagínate que la cosa va a más, que no la puedes controlar. Por mucho que no te juegues el físico, que tus gigantes no puedan hacerte daño en el plano material, al final podrían acabar afectando a lo otro, al resto de tu vida, a esa cordura de la que tanto, y con razón, presumes. Y además, esas experiencias te hacen sufrir, te angustian, según tú mismo me has dicho; no las puedes ignorar aunque quieras.
–Me angustian porque son muy reales, son brutalmente reales, y mi razón me dice que eso es imposible. Pero ahí están. Ya te he contado lo del perro, lo viví con una gran intensidad, con todo lujo de detalles. ¿De dónde podría haber sacado yo el “material” para componer ese delirio? No existen perros de… de quinientos kilos.
–Pero existen perros, y existen caballos, por separado. Tú mismo has dicho que al principio te pareció que era un caballo. Lo único que has hecho, ha sido juntar las dos cosas o… o mejor aún… espera: a lo mejor lo has sacado de una experiencia de la infancia, eso es, de la primera infancia; algo que no quedó en la memoria consciente, pero sí en la inconsciente, precisamente porque fue una experiencia traumática. Fíjate, todo coincide: para un niño de… yo qué sé, de uno o dos años, la proporción con un perro grande habría sido la misma que tu describes. Eso lo explicaría todo, bueno, o casi todo.
García se quedó unos segundos en silencio, dirigiendo a su interlocutor una mirada valorativa, una media sonrisa en la que apuntaba la curiosidad, y también la admiración.
–A este paso… no necesitaré ir al psiquiatra. Ya me curarás tú en dos sesiones. ¿Cómo es que sabes tanto de todo esto, de psiquiatría y…?
–Viví un caso muy de cerca –dijo Marqués–, en mi familia, y me interesé por el asunto… Si no doy más detalles es por respeto a la persona, a la persona interesada, que, por los motivos que sea, no quiere que se sepa.
Marqués dio un respingo al mirar su reloj de pulsera.
–¡Pero si es tardísimo! –dijo, al tiempo que se levantaba–. Vamos a llegar tarde, y tú ni siquiera te has comido el bocadillo. Venga, vamos a pagar a la barra. Diles que te lo envuelvan, y te lo llevas.
García dio un trago prolongado a su cerveza mientras se ponía en pie, y cogió el bocadillo envolviéndolo con la servilleta.
–Espera, pago yo, que soy el que te ha liado en esto –dijo García, al ver que su compañero se encaminaba a la caja rebuscando en un bolsillo.
Poco después, apoyado en la barra, apuntando con un billete de veinte euros a la zona en la que se movía el camarero, García le dijo a Marqués:
–Esta noche hablaré de todo esto con mi mujer. Cenaremos en algún sitio para poder hablar con calma. Seguro que me dice lo mismo que tú, porque… es muy inteligente, y muy sensata.
Los dos amigos salieron a la calle, y al final coincidieron en la escalera de la oficina con los compañeros que habían desayunado en el sitio de siempre. García trabajó con eficacia durante toda la mañana. Al mediodía, como acostumbraba a hacer la mayoría de las veces, comió solo. Lo hacía en un restaurante céntrico y muy concurrido, en el que le reservaban tácitamente un rincón apartado, con una mesa individual y un periódico que iba leyendo sin prisas mientras daba cuenta del menú.
A lo largo del día, Marqués hizo para él unas gestiones, unas llamadas, y a media tarde le pasó una nota con el nombre y el teléfono de un psiquiatra que, según le dijo, “era el mejor que había”. “Hay algunos psicólogos –añadió–, una que es bastante buena, pero mejor asegurar el tiro. Luego, si no te convence, siempre puedes cambiar.”
García, que ya había podido hablar con su mujer, y había quedado con ella para cenar, llamó aquella misma tarde, desde la oficina, al número que le había dado Marqués. Le respondió el propio psiquiatra –o así lo entendió él–, una voz neutra, más bien inexpresiva, con la que acabó concertando una visita para el día siguiente. La hora acordada era un poco rara, al mediodía, y le obligaría a comer más tarde de lo acostumbrado, pero las otras opciones se retrasaban hasta la semana siguiente, de modo que prefirió liquidar el asunto cuanto antes.
Satisfecho por el éxito que habían tenido todas sus gestiones, García salió de la oficina con la intención de ir a su casa, para