Por fin, cuando ya eran más de las siete, pudo apagar el ordenador y dejar la oficina. Bajó por las escaleras pensando en su mujer, en lo que hablarían aquella noche, en lo que había sido su vida en los últimos años. “Tal vez si tuviéramos hijos”, pensaba García, mientras abría la puerta de la calle: una calle del casco antiguo, bastante estrecha, en la que ya se había hecho de noche. Echó a andar distraído y pensativo, mirando al suelo, aunque la fuerza de la costumbre le hacía avanzar sin vacilaciones, en la dirección que tomaba siempre a aquella hora. Cuando apenas se había distanciado unos metros de la puerta, levantó la vista, y empezó a aminorar el paso hasta quedar detenido. Algo avanzaba por la calzada en dirección a él. En principio –a la luz incierta que daban las pocas farolas que alumbraban la calle–, García lo identificó como un caballo, o más de uno, porque además le pareció ver a unos jinetes, subidos en otras monturas que venían más atrás. Cuando se dio cuenta de lo que realmente estaba viendo, su rostro se demudó, petrificado en una expresión de pánico, y su cuerpo –incapaz de ninguna otra reacción– retrocedió hasta tocar con la espalda en la pared del edificio y se quedó allí inmovilizado, paralizado por el terror. Lo que venía hacia él era un perro, un perro enorme, el lomo a la altura de sus ojos y la cabeza todavía más arriba; y lo que parecían caballistas eran dos gigantes, un hombre y una mujer que iban andando detrás del animal, sujetándolo con una correa. Los gigantes, de desmesurada altura, avanzaban con pasos lentos y acompasados, pero el animal –que tiraba de la correa con impaciencia– se movía más rápido, y García vio con horror cómo dejaba el centro de la calle y se acercaba a él, y le olisqueaba con movimientos rápidos e imprevisibles, tocándole casi con el hocico a la altura del pecho. El hombre gigante –en realidad parecía un chico bastante joven, igual que su compañera– tiró de la correa intentando atraer al perro hacía sí, al tiempo que pronunciaba unas palabras en dirección a García, mirándole con una expresión que pretendía ser tranquilizadora.
Con los ojos desorbitados, con la boca entreabierta y la respiración agitada, García vio pasar a la descomunal pareja por delante de él; vio como el perro se alejaba olisqueando la pared, y el gigante le hablaba con aquella voz lenta y grave, y los dos, el hombre y la mujer, volvían la cabeza y le miraban con expresión cada vez más intrigada, a medida que se alejaban; y sólo al cabo de unos segundos comprendió que el hombre le había dicho: “No hace nada. No muerde”, y que la expresión que había visto en las dos caras, allá arriba, reflejaba la curiosidad y la extrañeza por el pánico que su propio rostro, el de García, debía de expresar en aquellos momentos.
Cuando consiguió reaccionar, la pareja ya había doblado la esquina y desaparecido de su vista. Con la espalda todavía apretada contra la pared, miró a un lado y otro, y entonces echó a correr en la otra dirección, hacia su izquierda, porque había visto una figura, una mujer que venía andando por la calle, desde el mismo lugar por el que habían aparecido los gigantes. “¿Ha visto eso? ¿Los ha visto?”, dijo García, acercándose a la mujer. Pero la mujer le rehuyó, dando un rodeo para evitarlo, acelerando el paso, y García comprendió que su voz había sonado como un balbuceo histérico, que su rostro debía de estar pálido y desencajado, y que tenía que calmarse y recuperar el control sobre sí mismo si pretendía obtener alguna información de cualquier persona ajena a lo que él había vivido.
Pero no intentó hablar con nadie más. Mientras el pánico inicial iba desapareciendo, y su mente se empezaba a enfrentar con la magnitud de lo que le había ocurrido, sus pasos le llevaron a toda prisa hacia su casa, como si su cuerpo, por puro instinto, buscara refugio en el aislamiento y la seguridad del hogar. En pocos minutos, se encontró frente al bloque de pisos que albergaba su vivienda. Abrió la puerta de la calle como un autómata, y mientras se dirigía al ascensor se dio cuenta, con un sobresalto, de que Mara no tardaría en llegar –no había mirado el reloj, pero ya debía de faltar poco para las ocho– y tenía que preparar un discurso coherente, una exposición lógica y desapasionada de los hechos, que estuviera a la altura de la capacidad de análisis de su compañera. “Sí, Mara me ayudará –iba pensando, mientras salía del ascensor y se encaminaba a la puerta del piso–. Cuando ha habido verdaderos problemas siempre ha estado ahí; y además me irá bien hablar con ella, explicarlo todo muy claramente, con tranquilidad, sin dejarme ni un solo detalle.”
García iba de un lado a otro de la vivienda –un piso pequeño, pero confortable y decorado con gusto– como un león enjaulado. La rutina automática de los gestos cotidianos le llevaba al perchero, a la habitación, a la nevera, a la mesa de su pequeño estudio, pero una vez allí la intensidad de su pensamiento le distraía de la sencilla acción que tenía que realizar, perdía su impulso, y se quedaba inmóvil durante unos minutos, la mirada ausente, sumida en la profundidad de sus cavilaciones. Tres veces abrió la puerta de la nevera, en sus sucesivos paseos, y las tres veces miró el interior sin asimilar en absoluto lo que veían sus ojos, convertida la acción –destinada en realidad, a elegir los ingredientes para la cena– en un gesto repetitivo y maquinal, desprovisto de todo sentido. Entretanto, su mente libraba una batalla agónica: luchaba con todas sus fuerzas para que el pánico no le dominara, para que la angustia no se adueñara de él, y al mismo tiempo trabajaba a toda velocidad para recomponer sus expectativas, para ajustar su comportamiento a una realidad nueva y despiadada que requería alguna actuación, que no podía ser ignorada ni pospuesta, por muy desagradable, por muy agorera y sombría que fuese.
La angustia, el pesimismo, crecían y decrecían a oleadas, como un flujo y reflujo, como una marea de miedo y desesperación que creciera y creciera, hasta hacerse insoportable, para retirarse al cabo de unos minutos dejando una serenidad en la que asomaba tímidamente el primer destello de esperanza.
En esos momentos pensaba que al fin y al cabo la cosa no era tan grave, que aparte de esos dos breves episodios, él se encontraba perfectamente, con toda su capacidad de racionamiento intacta, y que sería relajante aceptarlo, ponerse en manos de los demás, de algún especialista, aislar esa pequeña mancha, tan concreta, tan delimitada, reducirla a su exacta dimensión, medicarse si fuera necesario. En esos momentos, él –que gozaba de buena salud, y era un trabajador incansable– veía como una perspectiva agradable el aceptar la enfermedad, dejarse cuidar, y reposar todo lo que fuera necesario, sustituyendo la lucha diaria por la vida, con sus apremiantes exigencias, por la necesidad prioritaria, tal vez gratificante, de curarse.
Pero sus pensamientos seguían girando, en una ronda cíclica y obsesiva que García no era capaz de detener, y al cabo de unos minutos ya estaba pensando que las alucinaciones eran uno de los síntomas de la esquizofrenia, y que ésta –según había leído– se podía manifestar a cualquier edad, aunque no hubiera dado ningún aviso con anterioridad. Razonaba para sí mismo que mientras que la primera visión que había tenido, hacía un mes, era más cuestionable –había sido una percepción limitada a lo visual, y a una considerable distancia–, esta última había sido extraordinariamente cercana, con una absoluta apariencia de realidad, y con una serie de estímulos auditivos, e incluso olfativos, que la hacían mucho más inquietante que la primera.
Y por último, en la atmósfera de angustia que generaban estas ideas, pugnaba por asomar un sentimiento de rebeldía, una fe en lo que habían visto sus ojos, un convencimiento íntimo –más instintivo que racional– en que su cabeza funcionaba a la perfección, como siempre había funcionado, y que todo aquello, por absurdo que pareciera, tenía que tener alguna explicación racional. Pero su inteligencia, su yo más analítico, rechazaba esta idea, por considerarla peligrosa, y le recordaba que los locos, los verdaderos esquizofrénicos, también están convencidos de la “realidad” de sus alucinaciones.
Sumido en esa batalla interior, sorda y obstinada, García perdió la noción del tiempo. Hasta que, de pronto –cuando tan solo había conseguido poner las servilletas encima de la mesa, y todavía no se había quitado el abrigo–, se dio cuenta de que ya eran casi las ocho y media, y que Mara aún no había dado señales de vida. Entonces echó mano al bolsillo, se dio cuenta de que llevaba puesto el abrigo, de que no había activado el sonido de su teléfono –como hacía siempre cuando salía del trabajo–, y de que tenía un mensaje de Mara aguardándole en la diminuta pantalla del aparato. Era un mensaje de texto