–No entiendo –dice Larry.
–Para que tenga sentido la pregunta –explica Afanasiev–, debería ser posible contestarla. Pero, para eso, debemos reducir el mundo a las cosas explicables. Hasta que ese momento llegue, es mejor el silencio.
–No entiendo –repite Larry.
–Existe lo inteligible y existe lo ininteligible –prueba Afanasiev–. Lo inteligible debes tratar de entenderlo. Lo ininteligible te lo puedes meter al culo.
–No me queda claro –dice Larry. Se rasca la nuca.
Afanasiev habla de la navaja de Occam y el lecho de Procusto. Larry mira al cielo pero la voz de Dios no dice nada.
El ruso se va a orinar detrás de la iglesia y cuando vuelve los demás están dormidos.
Al amanecer, Afanasiev manda a quemar los cadáveres y le dice a Johnson que se vaya a Budva, que nadie lo ha visto y que ahí no ha pasado nada. Larry le ve la cara y se da cuenta de que el ruso ya no puede más y por un instante tiene la impresión de que Afanasiev no es un hombre sino un fantasma o un actor que lo representa sin el debido entusiasmo.
Cuando da la vuelta por la quebrada, escucha las primeras metrallas de los rusos y lo traspasa el alarido salvaje de los niños.
Larry vio a los huérfanos en llamas y vio una sombra oscura y oblicua y pensó que era la sombra del infierno, una sombra espesa que parecía escapar de entre las piedras, y había una ventisca como una carcajada que samaqueaba los árboles ausentes y llenaba de tierra las nubes y se extendía, pensó él, más allá de Yugoslavia: por toda la tierra. Yo pensé en otro incendio y Lucy me preguntó si tenía hijos. Le dije que no y que no sabía si quería tenerlos.
–Pero quizá Clay –dijo, sin terminar la frase.
Después dijo que Clay y Larry eran amigos desde hacía mucho, que se habían conocido en la guerra, en Yugoslavia. Le dije que Clay jamás me había dicho que era amigo de Larry y que muy pocas veces hablaba de la guerra.
–Solo una historia sobre una bomba americana que vio en Belgrado –dije.
Lucy dijo que eso era raro porque Larry siempre decía que los americanos no llegaron a Belgrado, solo al sur de Serbia y al norte de Kosovo y al oeste de Montenegro, y nada más el pelotón de Atticus Johnson, que estaba en ese lugar por razones muy particulares, porque el Ejército Americano, en verdad, nunca invadió Yugoslavia.
Cogí una piedra y la lancé a la orilla. No sé por qué (¿sería la cercanía de las tumbas?), mirando las ondas recordé la historia de Ulises Cámara. Lucy dijo que Clay era uno de los soldados del pelotón de Atticus Johnson y que estuvo en ese pueblo la vez en que los rusos mataron a los niños. Yo fingí mirar el espiral en el agua para que no notara mi sorpresa. Se rio, agitó la cabeza y el moño se le vino abajo. Dijo que, después de la guerra, Larry y Clay se dejaron de ver, pero unos años más tarde, cuando Larry dejó el Ejército y volvió a dedicarse a las langostas, Clay vino a trabajar al college y se reencontraron.
–Se trataban con cariño –dijo Lucy–. A veces daban la impresión de ser padre e hijo. Por eso, mi padre sufrió mucho cuando ocurrió la tragedia. Como si le hubiera sucedido a él o a su familia. En ese tiempo estuvo siempre al lado de Clay, pero después se puso peor de la cabeza. Digo que peor, porque en verdad la locura le había comenzado mucho antes. Cuando todos pensaban que era un excéntrico, estaba loco. Cuando pensaban que era medio místico, estaba loco. La locura se confunde con tantas otras cosas.
Dijo que una piensa en la locura como algo que nos cae de pronto y nos pone una máscara, cuando en verdad la locura es algo que está debajo y que desde abajo nos va sacando la máscara. Yo pensé en eso. No en la locura, sino en las máscaras.
–Mi padre ya estaba mal cuando sucedió la desgracia –dijo Lucy–. Aun así acompañó mucho a Clay, lo visitaba a diario, pero casi de inmediato se puso peor, y Clay, por supuesto, no estaba para preocuparse por los demás, tenía que lidiar con lo suyo, y desde entonces no se vieron más.
Le dije que Clay tampoco hablaba nunca de eso, de lo que sucedió con su familia. Solo lo impensable.
–Se entiende –dijo Lucy.
No lo impensable, perdón: lo indispensable. Eso dije, que Clay solo decía lo indispensable. Y por eso Lucy dijo:
–Se entiende.
La invité a almorzar con nosotros pero contestó que mejor se iba a casa. Cuando se despidió le pedí que se cuidara.
–Descuida, no pasa nada –dijo. Pero lo dijo con una cara de que ya qué más podía pasar, o con una cara de que todas las cosas que podían pasar ya habían pasado.
En casa vi a Clay sentado en el piso de la primera sala. Se apretaba el auricular contra la oreja. Después hizo el ademán de colgar furiosamente (cosa inusual en él), aunque de inmediato se reprimió (cosa usual en él) y se puso otra vez el aparato en la sien. Era evidente que algo raro estaba pasando con esa llamada. Después del trámite con la telefonista, el aparato había timbrado muchas veces en Valparaíso y de pronto una voz había dicho «Armas Antárticas». Clay se había quedado en silencio (me contó después), sin saber qué decir. Tanto buscar esa llamada para quedarse en silencio: se sintió absurdo. El hombre al otro lado de la línea repitió «Armas Antárticas» y chasqueó la lengua. Clay lo escuchó y tuvo la sensación de estar de pie ante un edificio de muros muy altos y pasadizos confusos.
–Mi nombre es Clayton Richards –dijo–. Soy profesor de biología en una universidad en Maine, en los Estados Unidos –pero, cosa rara: se sintió como ante las puertas de un laberinto demasiado grande que acabara de encontrar en medio de un desierto. Dijo–: Soy biólogo, zoólogo, ornitólogo, doy clases sobre el canto de las aves –y buscó desesperadamente una madeja en el umbral de la puerta. Se agachó, mentalmente, a inspeccionar el suelo y encontró la madeja y cogió un hilo y dio un paso adelante. Dijo–: Necesito hablar con usted acerca de un asunto –sintió que la sombra del laberinto caía en diagonal sobre sus hombros. Dijo–: Desde hace más o menos un año recibo paquetes que llegan de Santiago, paquetes que contienen novelas, pero que no traen remitente.
Escuchó un silencio recortado por intermitencias mecánicas y después su propia voz duplicada en el eco de la larga distancia. Antes de que el eco terminara (el eco del laberinto, es decir un eco confuso que se multiplicaba por varios flancos a la vez), le sobrepuso otras palabas.
–No me estoy explicando bien –dijo–. No son libros sino manuscritos, papeles escritos a máquina. O más bien copias, copias carbónicas, donde no aparece el nombre del autor.
Escuchó: «autor, utor, tor».
«Ah, maldito eco», pensó. «Maldita larga distancia». Dijo:
–He recibido nueve –«ueve», «eve». El eco se hizo más intenso, de manera que debía ser un laberinto muy grande, de inagotables túneles. Dijo y escuchó–: La última llegó hace –«tima»– cuatro –«ima», «atro»– meses –«ses», «es»–, pero no venía –«ero», «ía»– de Santiago –«ago»– sino de Valparaíso –«paraíso», «araíso», «iso», «so».
«Maldito eco». Dijo y escuchó:
–No puedo –«uedo», «edo»– hablar así –«arasí», «rasí», «sí»–. Marcaré de nuevo –«uevo», «evo»–. Disculpe.
Colgó y discó otra vez y volvió a hablar con una telefonista y de nuevo el aparato timbró y al rato la voz que hablaba desde un laberinto en Valparaíso volvió a decir: «Armas Antárticas».
–¿Ahora sí me escucha? –preguntó Clay.
–Siempre lo he escuchado –dijo la voz–. Decía usted que desde