Un asunto más. Alberto Giménez Prieto. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Alberto Giménez Prieto
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412225624
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contenido por la acera. Casi todo eran recortes de vegetales.

      Durante casi diez minutos la actividad fue frenética, aunque ineficiente, se notaba que los agentes hacían algo para que se les viera en movimiento, pero con el convencimiento de que lo que hacían no servía para nada. Debía haber algún pez gordo entre los trajeados. Por si acaso Teresa los fotografió a todos lo mejor que pudo, con la luz que había y a través del cristal. Poco a poco la actividad se fue relajando hasta que, una hora después de la espectacular entrada, un grupo de policías que podían ser unos cincuenta, cruzados de brazos en el patio, miraban al casero que, esposado, había sido arrastrado hasta allí desde el edificio principal y con el que ahora no sabían qué hacer, hasta que se lo llevaron al interior de una de las naves emparedado entre dos policías. Otros salieron a la calle, uno de ellos ordenó a los otros que recogieran el cubo de basura y limpiaran los desperdicios vertidos, obedecieron de mala gana e introdujeron los vegetales en el cubo y colocaron este, de nuevo junto a la puerta, pero al lado contrario del que solía dejarlo el casero. Uno de los policías hizo un arreglo de emergencia en el portillo, consiguiendo que se mantuviera cerrado. Desde donde lo observaban Leonor y Teresa parecía haber quedado bastante aparente. Como por ensalmo, sin ruido ni luces, desparecieron todos los coches, aunque dentro del caserón quedaron policías.

      —Nos acaban de joder un montón de horas de vigilancia, y justo cuando estábamos a punto de conseguir la recompensa. —Ahora fue Teresa la que pensó en voz alta.

      Cuando los vieron llegar habían pensado que, sin necesidad de denunciarlo ni de aportar pruebas, la fuerza pública iba a culminar su trabajo, pero ahora una cosa estaba clara, no habían encontrado pruebas que permitieran atrapar a la mafia de la inmigración. Se quedaban a esperar la improbable llegada de lo que pensaron encontrar en la casa.

      Desde el caserón y con ayuda de unas potentes linternas y groseros gestos los agentes consiguieron que los vecinos se apartaran de las ventanas y apagaran las luces de las habitaciones, preferían curiosearlos a ver lo que daban en la tele.

      A partir de ese momento, de nuevo la calle se amodorró, y en las tres horas siguientes no pasaron más que tres coches, uno de ellos un Bentley, ¡qué poderío tenía alguno! De los tres coches, dos de ellos, el Bentley entre ellos, entraron y salieron en un corto intervalo de tiempo, habrían ido a llevar a alguien. A las seis de la mañana, cuando de nuevo se empezó a despertar el barrio con mucho sueño, aparecieron de nuevo los coches de policía sin balizas ni sirenas, recogieron a sus compañeros, al detenido y sacaron un par de cajas de una de las naves que depositaron en el capó de uno de los coches camuflados. Dos agentes de paisano precintaron el portón trasero.

      Un operativo en el que intervinieron cerca de un centenar de efectivos, una treintena de vehículos, para detener al jibarizado guarda de una finca abandonada, al que antes de la noche habrían de soltar y lo que era peor habiendo alertado a la mafia, que seguramente dispondría de muchos más lugares para el agrupamiento de su mercancía.

      —Me cago en todos los muertos del que haya organizado este operativo. —Teresa había dejado de calmar a Leonor para despotricar ella sin nadie que la contuviera.

      No dudó en marcar el número del subinspector Pozas, a pesar de lo intempestivo de la hora.

      —Que se joda y se despierte, sus compañeros habían tirado por tierra nuestra vigilancia desde hacía meses. —Teresa estaba congestionada hasta tal extremo que a Leonor le hizo temer por su salud—. Ya no tenemos ningún lugar alternativo al que dirigirnos.

      Para acabar de inflamarla, el teléfono de Pozas estaba desconectado.

      Capítulo VI

      Luján maldecía el momento en que su bragueta estuvo a punto de hacerle perder el prestigio que había adquirido en su trabajo con un actuar impecable de tantos años. Al mismo tiempo no acababa de creerse el renuncio que había hecho para que eso no pasara: había dejado que la Virtudes se le escapara viva.

      Había estado a punto de darles vía libre a los compañeros de la furgoneta pensando que no había moros en la costa, sin haber efectuado la comprobación necesaria, ni tan siquiera había pasado por la puerta de la casa. Menos mal que cuando ya estaba a punto de montárselo con la Virtudes pensó en lo que podría pasarle si los maderos descubrían lo que iba en la furgoneta. Se había arrepentido a tiempo y pasó por la puerta para ver si la pasma rondaba por allá. Esa noche Borja, su jefe, le había dejado que llevara el Bentley. Y como para esa comprobación debían ir dos en el coche para que no sospecharan los maderos si estaban por allí, había metido en el coche a la Virtudes. El trabajo de Luján consistía en ir por delante de la furgona y comprobar que no hubiera controles de los maderos que pudieran trincar a los de la Mercedes Sprinter, que llevaba a diecinueve morenos para los ingleses, pero antes debían parar en la casa de Huarte y cambiar de transporte. De conductor ya habían cambiado en la gasolinera, para que no conociera la casa de Huarte.

      —El secreto de ese trabajo consiste —según aconsejaba Luján— en que ninguno de los chóferes conociera la ruta completa y sus paraderos. Cada uno debía conocer su tramo y no saber el resto.

      Antes de dar el visto bueno para que la furgoneta llegara a la casa debía cerciorarse de que no había en los alrededores ningún madero o algún soplón y para poder acercarse a la casa sin levantar sospechas, como era una calle sin salida, acostumbraba a llevar a una acompañante femenina sentada en el asiento del copiloto, y en caso de que sospechara que habían maderos por allí, a la salida ella se agachaba y parecía que había ido a llevarla a casa, como si fueran novios. Después de dejarla se retiraba. Si los paraban a la entrada hacían ver que iban buscando un rincón oscuro para esconder al mundo su solaz.

      Luján esa noche había conseguido que le acompañara la Virtudes, que era la única de sus conocidas que se le había resistido hasta entonces, pero cuando lo vio con aquel buga se le puso a tiro y él dudó si hacérselo antes o después del curro, y en un rapto de enardecimiento estuvo a punto de hacerlo en lugar de... Menos mal que se arrepintió a tiempo, porque cuando pasaron por delante de la puerta trasera vio que el cubo de la basura estaba en el sitio que no tocaba.

      —Mateo, el casero, para esas cosas es muy remirao. Aquí hay gato encerrao. Además, me pareció ver que la puertecilla estaba jodida —le dijo a Borja en cuanto lo localizó por el móvil.

      A los de la furgoneta les dijo que había problemas y que se quedaran en la estación donde estaban a la espera de instrucciones.

      —He salido de allí cagando leches —le había dicho a Borja— después de controlar que no se me había pegao ningún coche de la madera. Esperaré a que me des las órdenes oportunas.

      Borja le dijo que lo esperara y que pasarían otra vez por la casa, pero ahora con su propio coche, un Golf viejo, con el que había venido desde Murcia.

      Les acompañó Borja, que se quejó de lo mal que olía el coche.

      —¿Por qué eres tan guarro, Luján? Espero que en mi coche no te hayas tirao ni un solo pedo, porque si lo has hecho te capo. —La amenaza fue recibida por el interpelado con una cariada sonrisa.

      Con Virtudes en el asiento de atrás, pasaron por delante de la casa con la música a todo volumen. Parecían volver de una fiesta. Virtudes y Luján se hablaban a gritos mientras Borja observaba la casa. Cuando salieron Borja mandó a Luján que guiara la Sprinter a la casa de Esteribar con el Golf, pero dando un gran rodeo, mientras él se adelantaba con el Bentley para ver si aquello estaba en orden.

      Luján, que primero había dado gracias a la suerte que había tenido al no dar la salida a la furgoneta, ahora maldecía su suerte:

      —Para una vez que tenía a tiro a la Virtudes, no me la he podido tirar. ¡Hay que joderse! —Esa noche ni follaría ni dormiría.

      Capítulo VII

      Fátima llamó al móvil de Basilio desde Zúrich, acababa de salir de la sede del UBS en la Paraplatz y, sabiendo que no podría estar a tiempo en la cita concertada, quería avisarle.

      —No podré estar en tu despacho hoy lunes, al menos a la hora que concertamos, porque un imprevisto me ha obligado