Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Robert Louis Stevenson
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079889821
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tren llegó a Charing Cross, donde los oficiales de aduanas respetaron el equipaje del príncipe del modo habitual. Los esperaban unos elegantísimos carruajes que condujeron a Silas, con todos los demás, a la residencia de Florizel. Una vez ahí, el coronel Geraldine fue a verlo y le expresó su satisfacción por haberle resultado de ayuda a un amigo del médico, por quien sentía mucho aprecio.

      —Espero que no se haya dañado su porcelana —añadió—. Se dieron órdenes de que trataran con especial cuidado los efectos personales del príncipe.

      Tras dar órdenes a los sirvientes para que pusieran uno de los carruajes a disposición del joven caballero y cargaran el baúl en la parte trasera, le estrechó la mano y se excusó, alegando sus múltiples ocupaciones en la casa del príncipe.

      Silas rompió el sello del sobre que contenía las señas y le pidió al elegante lacayo que lo llevara a Box Court, esquina con el Strand. Por lo visto, el lugar no le era del todo desconocido a aquel hombre, pues dio la impresión de sorprenderse y le pidió que repitiera la dirección. Silas subió al lujoso vehículo con el corazón en un puño y esperó a que lo llevaran a su destino. La entrada a Box Court era demasiado estrecha para que pasara un carruaje, pues se trataba de un mero pasaje peatonal rodeado por una verja con un poste a cada lado. En uno de aquellos postes se hallaba sentado un hombre, el cual se incorporó enseguida e intercambió un gesto amistoso con el cochero; entretanto, el lacayo abrió la puerta y le preguntó a Silas si deseaba que bajaran el baúl y a qué número debían llevarlo.

      —Al número tres, si tiene usted la bondad —respondió éste.

      Incluso con la ayuda del propio Silas, al lacayo y al hombre que habían encontrado sentado en el poste les costó demasiado esfuerzo cargar con el baúl, y antes de que consiguieran dejarlo en la puerta de la casa en cuestión, al joven estadounidense lo horrorizó advertir a una veintena de curiosos que se distraían observándolos. Sin embargo, tocó la puerta con tan buena cara como pudo y entregó el sobre al hombre que le abrió.

      —Ahora no está en casa —dijo—, pero si deja usted la carta y vuelve mañana a primera hora, le diré si puede recibirlo y cuándo. ¿Quiere usted dejar el baúl? —añadió.

      —Desde luego —gritó Silas, y enseguida se arrepintió de su precipitación y afirmó con idéntico énfasis que se lo llevaría consigo al hotel.

      Los curiosos se tomaron a guasa su indecisión y lo siguieron entre mofas hasta el carruaje. Lleno de vergüenza y temor, Silas imploró a los sirvientes que lo llevaran a alguna casa de huéspedes cómoda y silenciosa que se ubicara cerca de ahí.

      El carruaje del príncipe lo llevó al hotel Craven, en la calle del mismo nombre, y partió de inmediato, dejándolo solo con los criados de la pensión. La única habitación vacía, al parecer, era un cuchitril en el cuarto piso que daba a la parte de atrás. Un par de robustos mozos de cuerda subió el baúl con muchas quejas y dificultades hasta aquel agujero de eremita. No hace falta decir que Silas los siguió de cerca durante el ascenso y que el corazón parecía salírsele del pecho en cada rellano. Un paso en falso, pensaba, y el cajón caería por el barandal y aterrizaría hecho pedazos en el vestíbulo con su fatídico contenido.

      Una vez en la habitación, se sentó en el borde de la cama para recuperarse del sufrimiento que acababa de pasar, aunque apenas lo había hecho cuando volvió a reparar en el peligro que corría, al notar los manejos de los criados, que se habían arrodillado junto al baúl para desatar los complicados nudos.

      —¡Déjenlo así! —gritó Silas—. No necesitaré sacar nada mientras me aloje aquí.

      —Entonces podía haberlo dejado en el vestíbulo —gruñó el hombre—. Es tan grande y pesado como una casa. No sé qué puede llevar usted ahí dentro. Si se trata de dinero, es usted mucho más rico que yo.

      —¿Dinero? —repitió Silas, de pronto muy asustado—. ¿Qué quiere decir con eso? No tengo dinero, así que déjese de tonterías.

      —De acuerdo, jefe —respondió el mozo de cuerda con un guiño—. Nadie tocará el dinero de su señoría. Soy una tumba —añadió—, aunque es una caja muy pesada y no me importaría beber algo a la salud de su señoría.

      Silas lo obligó a aceptar dos napoleones, se disculpó por tener que pagarle con dinero extranjero y le rogó que tomara en cuenta que acababa de llegar. Y el hombre gruñó aún más, echó una mirada desdeñosa al dinero que tenía en la mano y al baúl y viceversa, y consintió por fin en retirarse.

      El cadáver llevaba casi dos días en el baúl de Silas y, en cuanto lo dejaron solo, el desdichado estadounidense se puso a husmear en cada una de sus rendijas con mucha atención. El tiempo era frío y el baúl todavía era capaz de contener, sin revelarlo, su asombroso secreto.

      Se sentó en una silla que había al lado y se tapó la cara con las manos, sumido en las más profundas reflexiones. Si no se libraba pronto de aquello, no había duda de que acabarían por descubrirlo. Solo, en una ciudad extranjera, sin cómplices ni amigos: si la carta de recomendación del médico no surtía efecto, estaría perdido sin remedio. Pensó patéticamente en los ambiciosos planes que había trazado para el futuro: ahora ya no se convertiría en el héroe y portavoz de su ciudad natal de Bangor, Maine; no iría, tal como había anticipado, de cargo en cargo y de homenaje en homenaje; podía ir olvidando toda esperanza de llegar a ser presidente de Estados Unidos y dejar como recuerdo una estatua, del peor estilo artístico, como adorno del Capitolio en Washington. ¡Ahí estaba, encadenado a un inglés muerto y hecho un ovillo dentro de un baúl, obligado a deshacerse de él o a desaparecer para siempre de los anales de la gloria nacional!

      No osaré reproducir aquí las palabras que dedicó el joven al médico, al hombre asesinado, a madame Zéphyrine, a los mozos de cuerda del hotel, a los sirvientes del príncipe y, en suma, a todos quienes habían estado remotamente relacionados con aquella horrible desdicha.

      Hacia las siete de la tarde, bajó con discreción a cenar, pero el amarillento salón lo horrorizó: le dio la impresión de que los demás comensales lo miraban con suspicacia, y no podía quitarse de la cabeza el baúl de arriba. Cuando el mesero se acercó para ofrecerle un poco de queso, sus nervios estaban tan de punta que se levantó de un salto de la silla y derramó casi media pinta de cerveza sobre el mantel.

      Al terminar la cena, el mesero se ofreció a indicarle dónde estaba el salón de fumadores, y aunque habría preferido volver de inmediato con su peligroso tesoro, no tuvo valor para negarse y dejó que lo llevaran escaleras abajo al lúgubre sótano iluminado con luz de gas, que era, y probablemente siga siendo, el fumadero del hotel Craven.

      Dos hombres de aire melancólico jugaban billar y cruzaban apuestas, ayudados por un tipo grasiento de aspecto enfermizo que anotaba los puntos. Al principio Silas pensó que eran los únicos presentes en la sala. No obstante, al poner mayor atención, su mirada cayó en un hombre de aspecto modesto y respetable que fumaba con la cabeza gacha en el rincón más apartado. Supo enseguida que había visto antes aquella cara y, a pesar de que se había cambiado de ropa, reconoció a aquel que habían encontrado sentado en un poste a la entrada de Box Court y que los había ayudado a subir y bajar el baúl del carruaje. El estadounidense sólo se dio la vuelta, echó a correr y no paró hasta haberse encerrado en su habitación.

      Ahí, presa de las especulaciones más terribles, montó guardia la noche entera junto al fatídico cajón del cadáver. Lo que habían dicho los mozos de cuerda de que su baúl estaba lleno de oro le inspiraba todo género de renovados temores cada vez que cerraba un párpado, y la presencia del hombre de Box Court en el salón de fumadores, a todas luces disfrazado, lo convenció de que volvía a ser el centro de siniestras conspiraciones.

      Pasada la medianoche, e impelido por sospechas desasosegantes, Silas abrió la puerta de su cuarto y le echó un vistazo al pasillo. Estaba tenuemente iluminado por un único mechero de gas y, a escasa distancia, reparó en un hombre que dormía en el suelo, vestido con el uniforme de los criados del hotel. Se le acercó de puntitas. Estaba tumbado de espaldas y un poco ladeado, por lo que el brazo derecho le tapaba la cara. De pronto, cuando el estadounidense