El salón estaba atosigado de gente, como si nadie tuviese otra cosa que hacer en ese instante. Un batallón de zánganos zumbando como un avispero sin reina. Se formaban corrillos donde cada cual se pavoneaba en el interminable concurso de quién tenía más conocidos y a cuales saludaba más efusivamente el próximo Ministro de Minería. Muchos aseveraban ser sus íntimos amigos, tan íntimos, que daba la impresión de haber compartido los mismos pañales en la infancia… aunque intentaban disimuladamente enterarse de su nombre de pila.
El ingreso del Presidente produjo un leve descenso de volumen, pero no menguó la verborrea.
El Dr. Arenales se entremezcló con el público observando atentamente las caras y sus expresiones, que el locutor de turno aseveraba enfáticamente estaban compuestas por funcionarios civiles, militares, eclesiásticos y las fuerzas vivas del país.
Un estático rostro de perfil, perfectamente clásico, concentrado como águila en el Presidente, atrajo su mirada con tal intensidad, que provocó algún efecto de presentimiento en la persona observada, quien lentamente giró su cabeza hasta que chocaron las miradas. Un nudo de horca se apretó en la garganta del Dr. Arenales al reconocer al personaje, mientras este, moviendo lentamente la cabeza en inequívoca señal de fatalismo, se sonreía divertido curioseando el cielorraso.
Ni el uno ni el otro volvió a enfrentarse directamente, aunque no perdieron contacto visual periférico. Ambos sabían que deberían hablar a solas.
Terminado el protocolo, el Dr. Arenales se acercó distraídamente al reservado personaje y, con una levísima señal le indicó que lo siguiera. Cruzaron los dilatados corredores del Palacio y desembocaron en la explanada que daba a la empedrada plaza frontal. Mantenían más de cincuenta metros de intervalo. El uno y el otro caminaban como si estuviesen solos.
El asesor compró el periódico a un viejo desdentado envuelto en un raído poncho de llama, dejándole el mezquino cambio de propina. El anciano lo agradeció como si hubiese recibido una verdadera ayuda.
– La gente… dijo para sí mismo el Asesor; cuando uno da una monedita a un pobre, lo agradece de corazón y, cuando le da una fortuna a un rico, mira resentido con recelo pensando que la tajada oculta debe ser espectacular. Ojeó los titulares, lo enrolló sin miramientos colocándolo debajo del brazo y subió a su jeep, estacionado en la playa reservada para funcionarios. El apuesto individuo indudablemente hacía lo propio. No necesitaba observar para saberlo.
Conduciendo lentamente, atravesó en diez minutos Intihuasi escogiendo un camino enripiado y poco transitado, que conducía a la villa veraniega de San Carlos. Al cruzar el puente del cristalino arroyo de Las Nieves, estacionó el todo terreno debajo de un frondoso nogal.
Unos segundos después, un Nissan con el sello de Avis, se detenía a su lado. El conductor descendió parsimonioso, acercándose al Asesor con una maliciosa sonrisa que lo hacía simpático y seguro de sí mismo.
– Vaya… vaya… vaya… ¡Así que ahora eres el asesor del Presidente!
Avanzaba flemático, balanceando su flexible cuerpo, bailando algún silente ritmo de samba, mientras aplaudía divertido sin hacer ruido al tocarse sus manos. Los hombres se abrazaron sin decir palabras, pero la efusividad no fue pareja. El Dr. Arenales no apreciaba la aparición de su antiguo compañero en Andinia.
– ¿A qué has venido? Preguntó sabiendo de antemano la respuesta.
– No creo que esa sea la forma de saludar a un amigo que no ves en casi quince años… ¡viejo sabandija!
– ¿Qué misión tienes en Andinia? El trato era campechano, sin modulación. Profesional. Casi murmurando.
El hombre se apoyó en el jeep, colocando el taco del zapato enganchado en el paragolpes, en tanto que el asesor lo miraba fijamente a dos metros de distancia, en posición por poco militar, en un estudio circunspecto.
– ¡Más de quince años!
– El visitante encendió un cigarrillo y ofreció otro al Dr. Ezequiel, que lo rechazó con una señal de agradecimiento, mientras le contestaba esbozando un mohín que no llegó a sonrisa: He dejado los vicios secos.
– Mi querido amigo, contestó agarrándolo del brazo, preguntas a qué he venido. Debo estar en algún lado, soy material y ocupo mi lugarcito en el mundo. Ahora estoy aquí… ¡intentando hacer negocios!
– ¿Los negocios de siempre?
Esbozó una sonrisa cínica y, pasando por el hombro del Asesor su brazo derecho, le contestó:
– A lo mejor puedas creerme, compañero… ¡Pero mi misión es no hacer nada!
– Te enviaron a sondear el terreno. Ciertamente esperarán el giro de los acontecimientos para intervenir o retirarte. ¿Piensas tú lo mismo?
El visitante seguía con su sarcástica sonrisa y un balanceo rítmico de cuerpo.
– Compañero, yo no pienso. Me contratan cuando es necesario y uno hace lo que mandan. Tú lo sabes. ¡Somos profesionales!
– ¡Eres profesional! Le contestó el Dr. Ezequiel. Yo hace muchos años dejé esos asuntos. Ahora me parecen un verdadero asco…
– Eso no quita que sigas siendo un profesional. Mira donde estamos y cómo hemos llegado aquí. ¿Acaso hemos precisado discutir para saber lo que debíamos hacer? Si bien creo que estamos en bandos rivales, me alegro sinceramente de volver a verte, “Mangosta”. A propósito, ¿cómo debo llamarte ahora?
– Por mi verdadero nombre. Ezequiel Arenales.
El Dr. miró a su antiguo compañero, dándole unos puñetazos amistosos en el tórax, que repitió hasta adormecer el puño sobre su corazón. El uno y el otro se alegraban de encontrarse. Eran verdaderos amigos, pese a que el recelo los enfrentara casualmente.
– Siempre recuerdo al escurridizo “Visón”, intangible, apuesto y mortal. Te agradaba ese sobrenombre. ¿Con qué alias operas ahora?
– Steve Hoffman.
– Steve… Repitió el Dr. Ezequiel cerrando fuertemente su puño delante de la cara de su amigo. Iba a decir algo y se arrepintió. Se separó unos metros y empezó a golpear la palma izquierda con el puño que mantenía cerrado, como pensando en las palabras que necesitaba decirle a ese hombre especializado en matar.
– ¿Has necesitado la cláusula gatillo para ingresar?
– No.
– Entonces te esperaban. Es un contacto desde afuera con alguien muy alto de Andinia.
– Esas cosas me tienen sin cuidado.
– ¡Pero a mí no! Contestó Ezequiel ensimismado.
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