Vio que la recién llegada tecleaba con furia en el teléfono móvil, aunque era un misterio para él cómo podía ver a través de esas enormes gafas de sol.
–Estaré con usted en un momento, señor Belmont –dijo, apartándose el teléfono de la cara–. Intento encontrar el hotel más próximo de la isla. A menos que, por supuesto, usted pueda recomendarme uno.
Alzó la vista y le dedicó una media sonrisa… que le iluminó todo el rostro y captó su atención.
–Me disculpo por no haber reservado alojamiento antes de llegar, pero ha sido un encargo de último minuto. Necesitaré hospedarme en un lugar cercano, para no perder demasiado tiempo yendo y viniendo. No se preocupe –añadió–, lo dejaré en paz muy pronto.
–¿Un hotel? Olvídalo –repuso él.
–¿Oh? –enarcó las cejas y sus dedos se quedaron quietos–. ¿Por qué?
Mark metió las manos en los bolsillos para evitar estrangularla.
–Bueno, para empezar, hay un pequeño hotel en Gaios, pero en la actualidad está cerrado por reformas. Y en segundo lugar… –hizo una breve pausa–. Paxos es una isla muy pequeña. La gente habla y hace preguntas. No creo que sea apropiado que te alojes en un sitio alquilado mientras estés trabajando en un proyecto confidencial para la familia Belmont. Me temo que no pareces la típica turista que viene con el paquete completo.
–¿No? Excelente. Porque no tengo intención de parecer una turista. Quiero ser yo. En cuanto a la confidencialidad… le aseguro que soy absolutamente discreta. Cualquier cosa que me cuente será estrictamente confidencial. He participado en varios proyectos de esta naturaleza y ninguno de mis anteriores clientes ha tenido jamás problema alguno con mi trabajo. Bien, ¿hay algo más que desee saber antes de que me dirija a la ciudad?
–Solo una cosa. Pareces encontrarte bajo la ilusión de que he aceptado este acuerdo. Y no es el caso. Cualquier contrato que puedas tener es entre mi editor y tu agencia. Desde luego, yo no he firmado nada. Y me irritan bastante las sorpresas.
–Es una contrariedad que no me esperaba –repuso ella con el mentón alzado–, pero puedo asegurarle que no tengo ninguna intención de volver a casa antes de acabar este encargo –sacó una tarjeta del bolsillo y se la entregó–. Acabo de sobrevivir a dos largos vuelos internacionales, una hora de hidroavión desde Corfú y veinte minutos de negociar el alquiler de un coche con un encantador caballero griego en el puerto para poder llegar hasta aquí. No pienso marcharme a menos que mi jefe me lo indique. Por lo tanto, ¿puedo sugerir un breve período de tregua? ¿Digamos veinticuatro horas? Y si no encuentra mis servicios provechosos, le prometo que me subiré a mi coche de alquiler y desapareceré de su vida. Un día. Es lo único que le pido.
–¿Un día? –repitió Mark con los dientes apretados.
–Nada más.
–Muy bien. Veinticuatro horas –Mark esbozó una sonrisa sincera–. En cuyo caso solo hay una opción posible –agregó–. Te quedarás en la villa conmigo hasta que yo decida si necesito tu ayuda o no.
Capítulo 3
–¿QUIERE que me quede aquí? –Lexi miró alrededor del patio, luego volvió la vista a la casa–. ¿Ha dicho que vivía solo, señor Belmont? ¿Es correcto? Tomaré su silencio como un «sí». En ese caso, ¿no le preocupa lo que puedan pensar su mujer o su novia? Lo que es seguro es que surgirán rumores.
–No hará falta ningún subterfugio. Puedes decir que eres una colega profesional o mi asistente personal durante tu estancia en la casa. Tú eliges.
–Colega profesional. Lo de asistente personal se parece demasiado a una chica que organiza la recogida de su ropa de la tintorería, dirige su despacho y compra regalos para las mujeres afortunadas de estar con usted… que sin duda abundan. Y por si se lo está preguntando, yo solo me dedico a escribir. ¿De acuerdo? Perfecto. Y ahora, como al parecer me quedaré aquí, ¿le importaría ayudarme con mis maletas? Tengo unas cuantas.
–¿A qué te refieres con «unas cuantas»? –Mark fue hacia el borde del patio y observó el diminuto coche de alquiler.
Lexi lo siguió y bajó los dos escalones que conducían hacia la entrada de vehículos.
–Ustedes, los hombres, lo tienen fácil –abrió el maletero y se rio mientras sacaba dos maletas grandes, pesadas y a juego, y las depositaba sobre la grava–. Un par de trajes y ya está. Pero yo he pasado tres semanas en la carretera con diferentes acontecimientos cada noche –luego sacó un neceser y una maleta de piel de las que se abrían en dos mitades–. Los clientes esperan que una chica se ponga un traje diferente para cada estreno, así mantiene contentos a los fotógrafos –añadió, yendo hacia la puerta del acompañante y abriéndola.
Plegó sobre un brazo un portatrajes antes de pasarse al hombro la bolsa de viaje. Cerró la puerta con el pie y se giró en busca de Mark. Este miraba boquiabierto aún desde la terraza como si apenas pudiera creer lo que veía.
–No se preocupe por mí –dijo ella–. He dejado el equipaje pesado junto al coche. Me vendrá bien que me lo lleven a cualquier hora de hoy.
–No hay problema –musitó él–. El porteador bajará enseguida.
Fue a buscar los zapatos que había dejado justo debajo de la tumbona. Por desgracia, al inclinarse, Lexi pasó junto a ese espléndido trasero y cuando Mark se irguió, le dio con el codo a la bolsa de viaje que portaba ella.
En el mismo instante, la resbaladiza tela de seda de su portatrajes se le escurrió del brazo. Intentó sujetarla con la otra mano mientras giraba el cuerpo para impedir que cayera al suelo. Dio un paso atrás y el tacón de aguja de la sandalia derecha pisó el borde pulido del mármol de la piscina, lo que hizo que perdiera por completo el equilibrio y que extendiera ambos brazos en un intento instintivo de compensación.
Durante una milésima de segundo quedó en el aire, con los brazos remolineando en amplios círculos, las piernas estiradas y el equipaje volando a cada lado de ella.
Cerró los ojos con fuerza y se preparó para la inmersión en la piscina. Pero en cambio los pies se elevaron más cuando un brazo fuerte y largo le rodeó la cintura y otro pasó por debajo de sus piernas, asumiendo su peso sin esfuerzo alguno.
Abrió los ojos, soltó un chillido de terror y pasó los brazos en torno al cuello de Mark por puro acto reflejo, pegándose con fuerza contra la camisa de él. Por desgracia, olvidó que aún se estaba aferrando a su bolsa de viaje y golpeó la nuca de Mark con ella.
Él tuvo la suficiente presencia de ánimo como para emitir solo un suspiro ronco y bajo.
A Lexi le fue imposible disculparse, ya que sus pulmones habían olvidado cómo funcionaban y únicamente emitían pequeños jadeos ruidosos que habrían sido perfectos para un perro, pero que en sus labios sonaban patéticos.
Nunca antes la habían alzado en vilo.
Y la última vez que había estado tan cerca de un hombre atractivo había sido en la noche de San Valentín, cuando su exnovio le había confesado que se acostaba con una chica que ella había considerado su amiga.
Desde luego, esa era una experiencia mucho más positiva.
A solo unos centímetros de distancia, los ojos de Mark se clavaron en los suyos y de pronto encajó que esos brazos poderosos sostuvieran todo su peso.
Aspiró la fragancia embriagadora de algún champú o gel de ducha, junto con algo más profundo y almizcleño.
A pesar de no saber lo que era, le disparó los latidos del corazón.
–Debí