Aminoró el paso y respiró hondo, preparándose para regresar a esa habitación de hospital donde su hermosa y querida madre yacía en coma, conectada a monitores que a cada segundo emitían un «bip» que indicaba el daño causado.
Una embolia. Los especialistas hacían todo lo que podían. Aún no había un pronóstico claro.
Abrió la puerta. Al menos había tenido el sentido común de elegir un hospital discreto, famoso por proteger a sus pacientes de ojos curiosos. No habría paparazzi sacando fotos para que el mundo se regocijara con ellas.
* * *
Lexi había vuelto a centrarse en guardar sus cosas en la bolsa de viaje cuando una joven enfermera asomó la cabeza por la puerta.
–Más visitas, señorita Sloane –sonrió–. Su padre y su primo acaban de llegar para llevarla a casa. Vendrán enseguida –agitó la mano en señal de despedida.
–Gracias –respondió, tragándose una sensación de incertidumbre y nerviosismo. ¿Por qué su padre quería verla en ese momento, después de tantos años? Se levantó de la cama y fue lentamente hacia la puerta.
Pero se detuvo ceñuda. ¿Su primo? Por lo que sabía, no tenía ningún primo. ¿Sería otra de las sorpresas que le reservaba su padre? Le había prometido a su madre que le daría una oportunidad y eso era lo que iba a hacer, a pesar de lo doloroso que pudiera ser.
Respiró hondo, irguió la espalda y salió al pasillo para saludar al padre que las había abandonado justo cuando más lo habían necesitado.
El corazón le palpitaba con tanta fuerza que apenas podía pensar. De niña había adorado al maravilloso padre que había sido el centro de su mundo.
Miró alrededor, pero todo era silencio y quietud. Desde luego, necesitaría unos momentos para atravesar las comprobaciones de seguridad de la entrada, pensadas para proteger a los ricos y famosos, y luego subir en el ascensor hasta la primera planta.
Estaba a punto de girar cuando por el rabillo del ojo captó un movimiento a través de la puerta entornada de uno de los cuartos de un paciente, idéntico al que acababa de dejar ella pero situado al final del extenso pasillo.
Y entonces lo vio.
Inconfundible. Inolvidable. Su padre. Mario Collazo. Esbelto y atractivo, con las sienes canosas, pero todavía irresistible. Se hallaba en cuclillas justo en el interior de la habitación, debajo de la ventana, y sostenía una cámara digital pequeña pero potente.
Algo fallaba en todo eso. Sin pensar, avanzó con sigilo hacia la puerta para echar un mejor vistazo.
En un instante abarcó la escena. Una mujer estaba en la cama del hospital, con el largo cabello negro extendido sobre la sábana blanca que hacía juego con el color de su rostro. Tenía los ojos cerrados y estaba conectada a tubos y monitores que rodeaban la cama.
La horrible verdad de lo que observaba la golpeó con fuerza y la conmoción la obligó a apoyarse en la pared para mantenerse erguida.
Las enfermeras no habrían podido ver a su padre desde la recepción, donde un hombre joven al que nunca había visto les mostraba unos papeles, distrayéndolas de lo que sucedía en esa clínica exclusiva ante las propias narices de todos.
Cuando encontró la fortaleza para hablar, las palabras salieron con un temblor horrorizado.
–No, papá. Por favor, no.
Y él la oyó. Al instante giró en redondo desde su posición agazapada y la miró con incredulidad. Durante un fugaz momento, ella percibió un destello de conmoción, remordimiento y contrición en su cara antes de que esbozara una sonrisa.
Y a Lexi se le heló la sangre.
Mario Collazo se había labrado un nombre como fotógrafo de celebridades. No costaba descifrar qué hacía con una cámara dentro de la habitación de alguna celebridad a la que había seguido hasta allí.
Si eso era cierto… si eso era cierto entonces su padre no había ido a verla a ella. Le había mentido a su ingenua madre para lograr obtener acceso al hospital. Ninguno de los guardias de seguridad lo habría detenido si era pariente de un paciente.
Entonces comprendió la dura realidad de lo que acababa de ver. Él jamás había tenido la intención de visitarla. El único motivo de que se hallara allí era invadir la intimidad de esa pobre mujer enferma. Desconocía quién era o qué hacía en el hospital, pero eso carecía de importancia. Merecía que la dejaran en paz, independientemente de quién pudiera ser.
Sintió el inicio de unas lágrimas amargas. Tenía que largarse. Escapar. Recoger a su madre y salir de ese lugar tan rápidamente como se lo permitieran las piernas.
Pero esa opción se desvaneció en un instante.
Había aguardado demasiado.
Porque hacia ella avanzaba un hombre alto y moreno enfundado en un excelente traje gris marengo. No era un médico. Irradiaba poder y autoridad y a ella le pareció muy masculino con sus hombros anchos, las caderas estrechas y las largas piernas. Representaba unos treinta años. Tenía la cabeza gacha, sus pasos eran firmes y estridentes, en consonancia con su entrecejo sombrío. Y se dirigía a la habitación en la que se escondía su padre.
Ni siquiera notó su presencia y ella solo pudo observar horrorizada cómo abría la puerta del cuarto de la mujer.
Entonces, todo pareció suceder a la vez.
–¿Qué diablos hace aquí? –demandó con voz furiosa e incrédula mientras entraba, apartaba el sillón para las visitas y agarraba al hombre por el hombro de la chaqueta.
Lexi se pegó aún más contra la pared.
–¿Quién es usted y qué es lo que quiere? –la voz proyectaba una amenaza y fue lo bastante alta como para alertar al recepcionista, que alzó el auricular del teléfono–. ¿Y cómo ha introducido una cámara aquí? Yo me ocuparé de eso, parásito.
La cámara salió volando por la puerta y se estrelló contra la pared próxima a ella, con tanta fuerza que la lente quedó aplastada. Para horror de Lexi, vio al hombre joven de la recepción sacar una cámara digital del bolsillo y empezar a tomar fotos de lo que sucedía dentro de la habitación desde la seguridad del pasillo. De pronto la quietud del hospital se llenó de gritos, del ruido del mobiliario y el equipo médico al romperse, de jarrones estrellándose contra el suelo, enfermeras corriendo y otros pacientes que salían de sus habitaciones para ver qué significaba todo ese ruido.
La dominaron la conmoción y el miedo. Sencillamente, sus piernas se negaron a moverse.
Estaba paralizada. Inmóvil. Y le era imposible apartar los ojos de esa habitación.
La puerta se había cerrado a medias, pero pudo ver a su padre debatirse con el hombre del traje. Se empujaban contra la ventana de cristal y se le partió el corazón por la pobre mujer que permanecía tan quieta en la cama, ajena a la lucha que había estallado allí mismo.
La puerta se abrió y su padre trastabilló hacia el pasillo, con el brazo izquierdo levantado para protegerse. Lexi se cubrió la boca con ambas manos mientras el atractivo desconocido echaba hacia atrás el brazo derecho y le daba un puñetazo en la cara, tumbándolo en el suelo justo a sus pies.
El desconocido se acercó, levantó a su padre del suelo por las solapas de la chaqueta y comenzó a zarandearlo con tanto vigor que Lexi sintió náuseas. Gritó.
–¡Pare ya… por favor! ¡Es mi padre!
Lo tiró al suelo otra vez con un ruido sordo. Ella cayó de rodillas y apoyó la mano en el pecho agitado de su padre mientras él se incorporaba sobre un codo y se frotaba la mandíbula. Solo entonces alzó la vista a la cara del agresor. Y lo que vio en ella hizo que reculara horrorizada.
El atractivo rostro estaba