Prólogo
–MAMÁ… estoy aquí –susurró Lexi Collazo Sloane cuando su madre entró en su habitación, aportando al instante una pincelada de púrpura, valor y energía a la serena tonalidad crema y oro del exclusivo hospital de Londres.
–Lamento el retraso, cariño –dijo su madre mientras sacudía las gotas de lluvia del abrigo y luego plantaba un beso en la mejilla de Lexi–. Pero el director decidió adelantar el ensayo de la escena del salón de baile –movió la cabeza y se rio–. Espadas de piratas y faldas de seda. Será un milagro si esos vestidos sobreviven intactos. ¡Por no mencionar los zapatos y las pelucas!
–Tú puedes hacerlo, mamá –dobló el pijama y lo guardó en la bolsa mediana de viaje–. Eres la mejor directora de vestuario de toda la industria teatral. No te preocupes. El ensayo de mañana será un éxito.
–Alexis Sloane, mientes muy mal. Pero gracias. Y ahora hablemos de cosas más importantes –apoyó con gentileza una mano en el hombro de su hija y la miró a los ojos–. ¿Cómo ha ido esta mañana? Y no te guardes nada. ¿Qué ha dicho el especialista? ¿Voy a ser abuela uno de estos días?
Con el corazón en un puño, Lexi se sentó en la cama. Se dijo que era hora de acabar de una vez con esa situación.
–Bueno, hay algunas noticias buenas y otras no tan buenas. Al parecer, la ciencia médica ha avanzado un poco en los últimos dieciocho años, pero no quiero que tus esperanzas se disparen –alargó el brazo e hizo que su madre se sentara a su lado–. Existe una pequeña posibilidad de que sea capaz de tener hijos, pero… –contuvo el aliento antes de proseguir– será un proceso largo y duro, sin garantías de que al final el tratamiento tenga éxito. Según el especialista, solo me estaré preparando para una decepción –esbozó una sonrisa valiente y apretó la mano de su madre–. Lo siento. Al parecer, vas a tener que esperar bastante antes de que pueda darte nietos.
Su madre suspiró antes de abrazarla.
–Vamos, que eso no te preocupe ni un solo minuto. Ya lo hemos hablado. Hay un montón de niños necesitados de un hogar donde reciban cariño y Adam está encantado con adoptar. Un día tendrás tu propia familia… estoy segura. ¿De acuerdo?
–Lo sé, pero tenías tantas esperanzas de que serían buenas noticias.
–Por lo que a mí respecta, lo son. De hecho, creo que esta noche deberíamos ir a un buen restaurante, ¿no te parece? Tu padre insistirá –añadió, moviendo las cejas–. Parece que el negocio de la fotografía paga bien en la actualidad.
–¿Sigue aquí, mamá? –se tragó el enorme nudo de ansiedad que había hecho que un día ya de por sí desagradable fuera más tenso–. He estado dormitando toda la tarde y me da miedo habérmelo perdido.
Pero su madre la miró con una inmensa sonrisa.
–Sí –respondió, aferrando las dos manos de Lexi–. Sí, está aquí. Lo dejé en el aparcamiento. Y no te imaginas lo diferente que parece. De verdad quiere compensar el tiempo perdido. Si no, ¿por qué iba a pagar este precioso hospital privado nada más enterarse de que necesitabas un tratamiento? Sabía lo asustada que debías de sentirte después de la última vez. Todo va a ir bien. Aguarda y lo verás.
–¿Y si ni siquiera me reconoce? –preguntó con ansiedad–. Después de todo, apenas tenía diez años la última vez que lo vi. De eso hace dieciocho años. Puede que ni siquiera sepa quién soy.
Su madre le acarició la mejilla.
–No seas boba. Claro que te reconocerá. Debe de tener álbumes llenos con todas las fotos que le envié de ti a lo largo de los años. Además, eres tan guapa que te detectará al instante –la abrazó con calor–. Tu padre ya me ha dicho lo orgulloso que se siente por todo lo que has conseguido en la vida. Y durante la cena podrás contarle todo sobre tu brillante carrera de escritora –entonces le palmeó el cabello, recogió su bolso y se dirigió al cuarto de baño–. Lo que significa que debo prepararme. Vuelvo enseguida.
Lexi sonrió y se encogió de hombros. Como si pudiera no estar alguna vez preciosa. A pesar de lo que le deparara la vida, siempre había sido irrefrenable. Y lo único que había querido había sido una gran familia a su alrededor en la que poder proyectar su desbordante amor.
Se secó una lágrima perdida. Le partía el corazón no poder darle nietos y hacerla feliz.
Mark Belmont apretó los botones del ascensor en su afán de que respondieran, luego maldijo y empezó a subir por las escaleras.
La parte lógica de su cerebro sabía que solo habían pasado segundos desde que le agradeciera a la amiga de su madre que hiciera guardia en esa habitación de hospital hasta que él llegara. El llanto constante no lo había ayudado a mantenerse sereno o controlado, pero ya estaba solo y era su turno de darle algún sentido a las últimas horas.
La llamada urgente del hospital. El vuelo horrible desde Mumbai, que se le había hecho eterno. Luego el trayecto en taxi desde el aeropuerto, que le había dado la impresión de toparse con todos los semáforos de Londres en rojo.
Aún le costaba asimilar la verdad. Su madre, su hermosa, brillante y segura madre había ido a ver a un cirujano plástico de Londres sin decírselo a la familia. Según la amiga actriz, había hecho una broma superficial acerca de no alertar a los medios sobre el hecho de que Crystal Leighton iba a someterse a una cirugía reparadora en el abdomen. Y tenía razón. La prensa habría estado encantada de airear cualquier secreto de la actriz británica famosa por la defensa que hacía de la integridad física. Pero… ¿a él? Era a su madre a quien acosaban los tabloides.
Subió los escalones de dos en dos a medida que su sensación de fracaso amenazaba con abrumarlo.
Habían pasado juntos las fiestas de Navidad y Año Nuevo y ella se había mostrado más entusiasmada y positiva que en años. Su autobiografía iba a publicarse pronto, sus obras benéficas empezaban a mostrar resultados y su inteligente hija le había dado un segundo nieto.
¿Por