Madreselva. Ernesto Rodríguez Abad. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ernesto Rodríguez Abad
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788494999499
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      Mientras repasaba las líneas de la carta que es­cribía sentía la misma pasión que cuando la descubrió bajo el sol lánguido del alba. Miró los dedos manchados. El borrón de tinta negruzca, como si tuviese vida propia, fue delineando en la piel el cuerpo, la cara, el cabello de Eloísa.

      Bastaba la habitación para ser felices. El mundo estaba fuera y no lo necesitábamos para amar.

      Tembló la imagen entre los dedos. Una brisa suave movió los cabellos. Ella se peinaba entre risas y chistes de la criada. Los rayos de sol que entraban por la ventana violaban su intimidad y traspasando las hebras de los cabellos la aureolaban de luz, como en un cuadro de diosas antiguas. Él estaba en la puerta. Inmóvil. Sa­bía que si traspasaba el umbral nunca más volvería a ser libre. Sería el profesor de aquella muchacha. El tío lo había contratado para iniciarla en la sabiduría. No era usual que se permitiera a una mujer cultivarse y pensar. Pedro Abelardo era además el filósofo más famoso de aquel París soñoliento de tiempos remotos.

      Nuestros ojos, nuestros corazones, nuestras manos hablaban de amor. El aire que nos rozaba hablaba de pasión.

      Pedro Abelardo sonrió recordando el pasado. La pasión. Los besos robados a la vigilancia férrea del ce­loso tío. Y una noche supieron que ella, Eloísa, estaba encinta. El alborozo de la paternidad se borró a causa del miedo. Huyeron, mas la fuga fue inútil. Le arrebataron el hijo. La separaron del amor.

      La vergüenza, mi amor, nos hizo huir. Así perdimos la habitación, el refugio desde el que veíamos el mundo, a los hombres, la vida. En ella, en su penumbra amable, nuestros pensamientos y nuestros cuerpos se entrelazaban.

      Miró la carta. Se avergonzó. Se sintió viejo y solo. Ella estaría recluida en otro convento. Habían pasado ya tantos años. No importaba, los cuerpos eran viejos, pero el amor permanecía intacto. Joven y sano. Lloró. Reme­moró el dolor. Llevó la mano al sexo. Se vio en la cama. Gritó otra vez, el mismo alarido que retumbó entre las paredes de piedra, hacía ya tantos años, cuando los si­carios del tío de Eloísa lo castraron mientras dormía. La pesadilla se repetía cada noche. Toda la vida reviviría el dolor. Se sentó en la cama sudando, las manos ensan­grentadas, las sábanas manchadas, los borbotones de sangre en el bajo vientre y entre los muslos. Una gota de sudor cayó sobre el papel. Apoyó la cabeza entre las manos.

      ¿Qué hicieron de nosotros? ¿Por qué el odio se cebó en nuestros cuerpos? Nos convirtieron en un re­cuerdo, en un amor de tristezas, de oraciones en la pe­numbra.

      Abelardo suspiró. Se sintió cansado. El sudor frío inundaba su frente. Desabrochó el burdo hábito de monje. Sentía un sofoco que lo ahogaba.

      Yo era tu clérigo, tu amor clandestino. Tú eras mi esperanza. Yo me convertí en tu alma hambrienta de saber y de caricias. Tú amabas mi pluma entre tus labios. Yo anhelaba tus manos entre las sábanas.

      Pedro Abelardo firmó la última de las cartas a su amada. Cayó sobre el papel entre los ecos de un suspiro triste.

      Eloísa recibió la misiva con el mismo temblor de la adolescente que recoge la nota de su enamorado. Lloró cuando le comunicaron que su clérigo había muerto.

      Hoy sus cuerpos descansan juntos. En la tumba, la muerte reunió al fin a los eternos enamorados de París.

      La copa de oro

      Él bebió despacio. Había posado los labios en el sitio exacto en el que ella dejó la roja marca de los suyos. María, reina de un lugar de tristezas, mujer de un hom­bre enamorado del poder, lo miró sin parpadear.

      Ricardo extendió la mano hacia su mujer. La mi­rada llena de desorbitadas preguntas la envolvió como si una túnica de hielo la cubriese. Ella no habló. Se alejó llorando dulcemente cuando él se retorció en el sillón real. La muerte lo estrujaba con su mano cruel. Qui­zá vengaba tantas muertes que él le arrebató antes de tiempo.

      Había decidido matarlo de una forma bella. In­cluso había querido que tuviese cierto matiz sensual; quizá, era el recuerdo del amor pasado, del amor huido. La copa de oro con piedras incrustadas que contenía el veneno la había diseñado con los mejores orfebres. Un diamante por el poder, una esmeralda por las esperanzas rotas, un granate por las horas de placer, un topacio por la mentira...

      Ella no hacía nada que no tuviese un significado.

      Bebió primero, dejando un rastro de su carmín en el oro. Luego, la rellenó de la ponzoña de destellos de ámbar. La ofreció envuelta en una sonrisa. Después, en la soledad de la torre del norte, lloró buscando su pasado.

      Recordó las ilusiones podridas en el pozo del poder, las vanidades y las traiciones.

      Saltó al vacío buscando el camino del río. Quedó en el aire de la noche una estela de adioses de tul y gasas. Flotaba como un nenúfar en busca del sol.

      Quizá, ahora, algún poeta cante su belleza, arru­llada por la muerte, mecida por el río.

      Quizá, ahora, encuentre el amor en las palabras del vate.

      Inanna. El beso de fuego

      Se cuenta que en la Antigüedad un poderoso je­que del desierto se enamoró de una joven que vio pasar en una caravana. La visión solo duró un instante, pero fue lo suficiente para que el alma del hombre del desier­to se fuese tras ella. La soñó durante muchas noches. La buscó en lo más hondo de sus recuerdos. La imaginó tan real ante él que casi podía tocarla. No es tangible un re­cuerdo. No se puede besar. No se puede acariciar. Enton­ces se soñó a sí mismo junto a ella. Era la única forma de encontrarse. Mas los sueños solo duran una noche. Él la quería para la eternidad.

      Ordenó a guerreros fieros ir hasta los confines del desierto. Hizo a los jóvenes más impetuosos seguir las rutas que marcan las estre­llas. Mandó a los sabios del reino estudiar los legajos antiguos en edificios prohibi­dos a los hombres.

      El jeque se sentía solo. Ansiaba a aquella mujer. Se hizo tan necesaria en su vida como la sal para los hom­bres de la arena. Soñó con un beso de sal. Una tarde se sentó en la orilla del oasis. Los árboles, el agua y la vida quedaban tras él. Delante se abría el espejismo amarillo. Encendió una pequeña hoguera cuando la noche llenó de oscuros fríos los recodos de la arena. Cuando casi lo vencía el sueño un calor sofocante lo despertó. Tenía la sensación de que las llamas lo acariciaban. Cada una de aquellas caricias dejaba una marca indeleble en sus ricos ropajes o en su piel morena.

      Las llamas lo rodeaban en una danza de sonidos desordenados. Crujir de música. Susurros de amor.

      Él la descubrió asombrado. Aterrado se dio cuen­ta de que se sentía atraído por las llamas. Las acaricia­ba, las amaba, aunque quemasen la piel. Ella estaba allí. Rodeándolo. Convertida en danza frenética. Él la podía presentir. Sentía los brazos rodeando su cuerpo. Besos de fuego. El olor refrescante de la mirra llenó el desierto. Se oyó un suspiro, o un lamento.

      La voz de la mujer repetía: «Soy Inanna. Soy Inanna. Inanna».

      Antes de desaparecer en un interminable beso de fuego, él pudo recordar la leyenda de Inanna.

      En las tierras de Punt, en los confines del mágico Oriente, sucedió una historia increíble y fantástica. La diosa Inanna había sido encargada de guardar el fuego divino. El altar debía estar siempre ardiendo. La llama de los dioses debe recordar a los hombres su frágil naturale­za. Pero se enamoró de un mortal. Entre los requiebros, galanteos y juegos de amor, entretenida, la diosa desa­tendió la lumbre. Momentos de desorden se vivieron en Punt. Los humanos, desorientados, quisieron suplantar a los dioses. Destrucción, miedo y sufrimiento. Esas fue­ron las únicas palabras que vivieron durante unos días interminables. Inanna fue condenada a convertirse en árbol. Así nació la olorosa mirra.

      Algunas noches, cuando recuerda la felicidad del abrazo humano, la diosa árbol gime y de su corteza ema­nan lágrimas rojas como la sangre.

      El jeque no dudó. Se fundió en un largo abrazo con