Madreselva. Ernesto Rodríguez Abad. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ernesto Rodríguez Abad
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788494999499
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Pasionaria

       Escena de amor

       Sueños

       Manzana

       La luna ahogada

       El beso perdido

       Una historia de amor

       Otra historia de amor

       Última historia de amantes

       Mal amor

       Vejez

       Merienda de cuentos

       La pluma y el bolígrafo

       Amor fugaz

       Diálogos y desvaríos de amor

       Deshabitados de amor

       Preguntas para respuestas inacabadas

       Amor ingenuo

       La cajera sabia

       Amor de otoños

       Los disfraces de Lucía

       Venecia de olvidos

       Los guantes color de otoño

       Espera

       India de Jujuy

      Amor de tiempos lejanos

      Te he visto en sueños en mi lecho,

      y era como si tu brazo mullido fuese mi almohada;

      era como si me abrazases, y sintieses

      el amor y el desvelo que yo siento;

      era como si te besase los labios, la nuca,

      las mejillas y lograse mi deseo.

      ¡Por tu amor! Si no me visitase tu imagen,

      en sueños, a intervalos, no dormiría más.

      Al-Mu’tamid de Sevilla (1040-1095)

      Tristán e Isolda

      Esta historia la lloraban las secas hojas de los bos­ques en Bretaña. Entre niebla y suspiros Marie de France escribió un hermoso lay. Sobre las tiernas hojas de la ma­dreselva la diminuta letra plasmó la crónica de un amor prohibido. Ocurrió de la misma manera que la madreselva se enreda en el tronco del avellano. Así el amor de Tris­tán se prendió al cuerpo de Isolda. Nadie pudo podarlos. Nadie pudo cortarlos. El uno no respiraba sin el aire que exhalaba el otro. Y si se alejaban les ocurría lo mismo que a la enredadera y el árbol. Separados se marchitan.

      El caballero Tristán era el más arriesgado e intré­pido de cuantos hubo en la antigua Francia. El rey Mar­co, su tío, estuvo orgulloso de él. Lo nombró caballero, lo colmó de honores, lo sentó a comer a su lado, en la mesa. Una noche, entre las copas de vino rojo como la sangre, vio brillar los ojos de los enamorados. Los primeros minu­tos no quiso creerlo. Luego, su mente hirvió como el aceite sobre las ascuas de la hoguera.

      Ella era la reina Isolda. Joven y bella. Refinada y tierna. Cuando paseaba por los bosques, parecía un hada o una hechicera que embrujara a flores y árboles para que parecieran más hermosos. En las fiestas, cuando sonreía, cautivaba a los invitados, como la música acaricia los oí­dos enamorados.

      La noche se puso oscura inesperadamente. El rey Marco comprobó que los ojos que se buscaban eran los de su querida esposa y su amado sobrino. La música, de pronto, sonó desafinada y rota. Los manjares se trocaron en hiel y vinagre sucios. La mañana siguiente firmó un decreto en el que desterraba a Tristán a los confines de los bosques de Bretaña. Miró la mano temblorosa que estrujaba la pluma, con los ojos enmarcados en ojeras granates, delatores del insomnio agrio. Una gota de tinta rojiza cayó en el puño blanco de su camisa.

      Tristán vagó solo por las florestas. Acariciaba los brotes de la tierna madreselva, pensando en la dulce Isolda. La reina se abrazaba a los troncos del avellano, duros como el brazo del amado. Lloraba sobre los mus­gos secos del jardín.

      Cuando la corte se trasladó a los palacios de ve­rano, el joven e impetuoso desafió la orden del rey. El amor era más fuerte que la vida. Los amantes siempre encuentran la manera de dar con sus amados. La rei­na y su comitiva se alejaban de la corte por solitarios ca­minos. El astuto galán, con los ojos chispeantes, halló un modo de comunicarse. Dejó en el camino una rama de avellano; en el tallo, con diminuta letra, escribió unos versos:

      Igual a madreselva y avellano,

      nuestra historia, hilos de amor escriben

      un sinvivir, por vivir separados.

      La reina entendió la misiva. Suspiró, leyendo el mensaje. Al igual que el avellano no puede vivir sin la madreselva que se enreda a él, y la madreselva se seca si los separan, de la misma manera él no soportaba la vida sin ella. Se alejó de la comitiva, ayudada por una fiel criada. Fingió un cansancio repentino, una tristeza pro­funda, una necesidad de soledad. Una floresta cercana fue testigo de la pasión de los amantes. Desnudos entre la naturaleza saborearon el amor prohibido. Los árboles crecieron para tapar la luz del sol. Las enredaderas flore­cieron para escribir una historia de amor en los troncos rudos.

      Pero la felicidad dura poco. Cuando se dieron el beso de despedida, las flores deshojaron su belleza y los troncos de los árboles agrietaron la corteza.

      Él volvió a llorar la soledad por los bosques; ella partió con los ojos tristes.

      Igual a la madreselva y al avellano; las almas de los amantes se agrietaron de pena por vivir alejados.

      Pasión y tragedia. Abelardo y Eloísa

      Abelardo dejó caer la pluma. Una mancha de tinta en los dedos temblorosos lo distrajo unos momen­tos que se convirtieron en un viaje hacia la eternidad. Él sabía que quien vive en los sentimientos transita por un mundo de eternidades. Llegaban los cantos monocordes de los monjes. Miró las paredes manchadas de musgo. Los ojos de mareas claras se empañaron vagando entre las notas. En las palabras estaba su vida. Los dedos man­chados eran la firma de la pasión