El silencio y la palabra: Dos interlocutores para un diálogo sobre lo real. Rubén Maldonado Ortega. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Rubén Maldonado Ortega
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789587414189
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afirmado, siguiendo a Descartes, que la moral provisional permite aceptar algunas opiniones ajenas, es cierto, pues las propias están ahora en suspenso, pero también algunos actos de la voluntad como el poder discernir, elegir y llevar a cabo, como si fueran nuestros, proyectos sustentados en aquellas opiniones y dictados venidos de los que se tienen por todos los hombres como los más sabios y prudentes. Lo anterior nos revela, si tenemos en cuenta que también ha sido por ejecución de la voluntad cómo el filósofo ha adquirido el hábito de permanecer irresoluto en los juicios hasta tanto no posea una primera y fundamental certeza, un único origen, la libre voluntad, para dos sujetos tan opuestos en su naturaleza como en sus propósitos; el uno, el sujeto del juicio, cargado de escrúpulos tan firmes que ni siquiera aquellos conceptos ofrecidos por la geometría, y desembarazados de cualquier tipo de alianza con los sentidos, le seducen aún; el otro, el sujeto de la opinión, el hombre Descartes, sin mayores escrúpulos para acatar y contribuir a edificar sobre cimientos “tan poco firmes”, el curso de una historia humana que entonces habrá de desenvolverse, por derecho propio del hombre de carne y hueso, sobre los suelos aleatorios de la moral provisional. Esto, porque si bien Descartes se puede apoyar en las opiniones ajenas bajo la condición de seguir instruyéndose, y animado por el propósito de esperar el momento oportuno para examinarlas conforme a su propio juicio, no puede en cambio evitar que sobre esas opiniones se desarrolle un modelo histórico de verdad, tan distante de aquel otro que emerge del movimiento del pensar, como auténtico, por las características especiales con que el mundo de la opinión construye y hace operar las reglas de transformación y legitimación de sus propios enunciados. Sabido es que en el propósito de Descartes la experiencia, y con ello la historia y la cultura misma, ha quedado reducida a res extensa, es decir, negación total de sus contenidos; pero también lo es, que la ruptura dispuesta por el yo pienso respecto del mundo de la opinión no puede ser otra cosa que negación de toda posibilidad de recuperar, conforme al more geométrico, el mundo de la opinión, donde ahora se gesta una historia-verdad que lejos de renunciar a su legitimidad delegando en el sujeto del juicio el reconocimiento de su real existencia, ha emprendido la tarea de conquistar y gobernar el mundo que por derecho propio le pertenece: el mundo de la moral provisional. Lejos estaba la libre voluntad de advertir el doble peligro que sobre ella se fraguaba. En efecto, los dos sujetos engendrados por ella, en su afán de conquistar por separado el reino de los fines y el reino de los medios, hállanse decididos a llevar a cabo el parricidio.

      Antes de regresar a presenciar lo que pudo ocurrir con aquel otro sujeto, el cógito pensante que ha ido a confesar sus impurezas al oráculo de la meditación pura y de donde quizá no vuelva —y de hecho no volverá—, nos detendremos a considerar qué razones profundas tuvo el sujeto del juicio, ahora vacío de contenido y en procura de ganar el soliloquio, pues las palabras son también, en su profundo estado de trance, falsas opiniones; qué razones tuvo para abandonar su otro yo, su cuerpo, o lo que sería mejor, sus opiniones corporales al mundo de la “apariencia”: al mundo del rey Luis XIV y de sus aventuras imperiales en nombre del despotismo ilustrado; del papa Inocencio X y del ministerio del cardenal de Richelieu; del santo oficio de los decanos de la Sagrada Facultad de Teología de París y del Tribunal de la Santa Inquisición; de los primeros tratados de paz de la sociedad moderna y de la guerra de los treinta años; de su vida atropellada por la censura del parlamento de Utrech y de su muerte prematura en el exilio a los 54 años de edad; en una palabra, qué razones tuvo para abandonarlo al mundo de la moral provisional. ¿Acaso no habría necesitado sobre todo la compañía del yo “pecador” para visitar el oráculo?

      A las razones técnicas que le impedían reconstruir el edificio del saber bajo un nuevo presupuesto de la evidencia apodíctica sin tener que aplicarse al mismo tiempo a los quehaceres de la praxis de un hombre común y corriente, Descartes añadió las razones de escrúpulo. El camino de la duda le había advertido resueltamente lo escabroso de la empresa, persuadiéndolo de que detrás de la arena movediza por la que se dirigiría siempre hacia delante desaparecería todo rastro que le pudiera indicar la vía de retorno al mundo de las cosas terrenas. A ese escollo se sobreponía, sin embargo, la voluntad del espíritu que había sabido cotejar la anterior dificultad frente al hecho, o más bien la revelación que le permitiría resarcir la penosa tarea, a saber: la meditación pura, la meditación metafísica, la filosofía misma, tres conceptos para definir una y la misma cosa, se ofrecían como el único lugar desde el cual es imposible contar mentiras y, por tanto, el indicado para el experimento del espíritu.

      Ciertamente, el contenido de las máximas de que se alimenta la moral provisional cartesiana no es un recetario de mentiras ni un depósito para almacenar opiniones que justificarían actos indebidos; pero es evidente que un mayor escrúpulo, tanto en lo elegido por el sujeto del juicio como principio y lugar desde el cual se erige su proyecto fundamentador, como el acto a través del cual se hace la elección (se elige esto y no aquello), son las razones profundas que hemos descubierto en la maniobra que ha decidido la escisión del yo en dos direcciones opuestas.

      … …

      Es el momento de volver atrás la mirada y deslizarla hasta el recinto sagrado donde el meditador ensaya su última prueba, la de su real presencia, aún como pura alma —pues podría ocurrir que aquel Ser perfecto, justo y omnipresente del que habían opinado las muy doctas autoridades de la Sagrada Facultad de Teología de París, no fuera más que un genio engañador capaz de negarle hasta su propia existencia. Pero también es el momento de abandonar al hombre Descartes; al fin y al cabo él mismo había dejado ya su cuerpo y ahora, como cosa que piensa, que juzga, que duda, se presentaba a la prueba. Y en su lugar poner al filósofo: a Parménides, a Platón (a ellos también les habló el oráculo), y por qué no, a nosotros mismos.

      En algunas ocasiones he intentado definir a mis estudiantes lo que entiendo por filosofía, olvidándome, de momento, que es de primer orden, si se quiere hacer justicia con la materia aludida, considerar el carácter problemático de esa definición. Es un olvido voluntario, respaldado por la pretensión de allanar obstáculos pedagógicos en favor de la comprensión de la utilidad de la filosofía. Cuando he podido salvar ese obstáculo acudiendo a alguna “buena definición” y a un sinnúmero de ejemplos que la ilustren suficientemente, me veo asaltado por un número no menor de tribulaciones que me impiden escapar a la cuestión de si la ventaja de ganar la atención de un público “no filosófico” justifica el rubor de mi espíritu, encariñado con la ilusión de que en el único lugar donde no nos podemos contar mentiras es en la reflexión filosófica. En otras ocasiones he llegado al más alto grado de radicalidad con respecto a la definición (no ya de carácter pedagógico sino convictivo) del quehacer filosófico, pero cuidando declarar que filosofía es simplemente “sentirse bien”, pues tal definición carece de los atractivos que permitan estimular a mi auditorio al oficio de filósofo, y al fin y al cabo, yo soy uno de ellos.

      Pero acaso una elección que se incline ora a esta, ora a aquella otra alternativa, no requiere gran dificultad ni ofrece mayor incidencia en el circuito monorrítmico de la actividad cotidiana, si se tiene en cuenta el tiempo de que dispone el pedagogo para enmendar o disimular su mal paso. Jorge Luis Borges tuvo, en cambio, que elegir en un plazo de tiempo muy breve, un asunto de trascendental importancia. Después de haber declarado en una entrevista concedida a la revista Newsweek International en la que se proclamaba un anarquista que no creía que los argentinos fuesen dignos de la democracia, Borges aceptó su participación en la firma de una declaración en favor de los desaparecidos políticos que, sin embargo, a su juicio, consideraba un acto inútil. Al preguntársele por qué la firmó, añadió: “No creo entender a mi país. Antes teníamos las bombas que venían de los peronistas y los comunistas. Ahora tenemos muertes silenciosas. La gente es secuestrada y luego ejecutada. Esa clase de cosas siguen ocurriendo. Hubo una declaración oficial que dijo que solo 812 personas fueron detenidas este año. Pero 812 es un número considerable. Caín mató a Abel sólo una vez. Cristo fue crucificado sólo una vez. Si una cosa así ocurre sólo una vez, hay que investigarla. Cuando firmé la declaración —continuó Borges—, no estaba pensando en términos de política. Estaba pensando en términos de ética, que para mí es mucho más importante que la mera política”. Agregó que no cree que esas solicitudes tengan efecto. “Son bastante