CONSAGRADA
A LA MEMORIA
DE
JOHN TALBOT
Que, a la edad de dieciocho años,
Se perdió en el mar,
Cerca de la Isla de la Desolación,
A la altura de Patagonia,
El 1 de noviembre de 1836
SU HERMANA
Dedica a su memoria
ESTA LÁPIDA
EN MEMORIA
DE
ROBERT LONG, WILLIS ELLERY,
NATHAN COLEMAN, WALTER CANNY,
SETH MACY Y SAMUEL GLEIG,
Que formaban la tripulación de una de las lanchas
DEL BARCO ELIZA
Arrastrados por una ballena hasta perderse de vista
En las pesquerías del Pacífico,
El 31 de diciembre de 1839
Ponen esta lápida
Sus compañeros supervivientes.
EN MEMORIA
del difunto
CAPITÁN EZEKIEL HARDY,
Que, en la proa de su lancha,
Fue muerto por un cachalote
En la costa del Japón,
El 3 de agosto de 1833,
DEDICA ESTA LAPIDA
a su recuerdo
SU VIUDA
Sacudiéndome el aguanieve de mi sombrero y mi chaquetón helados, me senté junto a la puerta, y al volverme a un lado me sorprendió ver a Queequeg cerca de mí. Afectado por la solemnidad de la escena, en su rostro había una mirada interrogativa de curiosidad incrédula. El salvaje fue la única persona presente que pareció darse cuenta de mi entrada, porque era el único que no sabía leer, y, por lo tanto, no leía esas frígidas inscripciones de la pared. No sabía yo si entre los asistentes había ahora algún pariente de los marineros cuyos nombres aparecían allí; pero son tantos los accidentes de la pesca que no se anotan, y tan claramente llevaban varias mujeres de las presentes el rostro, si no el hábito, de algún dolor incesante, que sentí con seguridad que allí delante de mí estaban reunidos aquellos en cuyos corazones incurables la vista de aquellas desoladas lápidas hacía que sangraran por simpatía las viejas heridas.
¡Ah, vosotros, cuyos muertos yacen sepultados bajo la verde hierba; que, en medio de las flores podéis decir: aquí, aquí yace mi ser amado; vosotros no conocéis la desolación que se cobija en pechos como éstos! ¡Qué amargos vacíos en esos mármoles bordeados de negro que no cubren cenizas! ¡Qué mortales huecos y qué infidelidades forzosas en las líneas que parecen roer toda fe, rehusando resurrecciones a los seres que han perecido sin sitio y sin tumba! Estas lápidas podrían estar lo mismo en la cueva del Elephanta que aquí.
¿En qué censo de criaturas se incluyen los muertos de la humanidad? ¿Por qué dice de ellos un proverbio universal que no contarán historias, aunque contengan más secretos que las Arenas de Goodwin? ¿Cómo es que a ese nombre que ayer partió para el otro mundo le anteponemos una palabra tan significativa y traidora, y sin embargo, no le damos ese título, aunque se embarque para las remotas Indias de esta tierra de los vivos? ¿Por qué las compañías de seguros de vida pagan indemnizaciones de muerte a cuenta de inmortales? ¿En qué eterna e inmóvil parálisis, en qué trance mortal y sin esperanza yace todavía el antiguo Adán que murió hace sesenta siglos, en números redondos? ¿Cómo es que todavía rehusamos consolarnos por aquellos que, sin embargo, afirmamos que residen en inefable bienaventuranza? ¿Por qué los vivos se empeñan tanto en silenciar a los muertos, de tal modo que el rumor de un golpe en una tumba aterroriza a una ciudad entera? Todas estas cosas no carecen de sus significados.
Pero la fe, como un chacal, se alimenta entre las tumbas, e incluso de esas dudas mortales extrae su esperanza más vital.
Apenas hace falta decir con qué sentimientos, en vísperas de mi viaje a Nantucket, consideré esas lápidas de mármol, y, a la lóbrega luz de aquel día oscurecido y lastimero, leí el destino de los balleneros que habían partido por delante de mí. Sí, Ismael, ese mismo des— k tino puede ser el tuyo. Pero, no sé cómo, volví a sentirme alegre. Deliciosos incentivos para embarcar, buenas probabilidades de ascender, al parecer: sí, un bote desfondado me hará inmortal por diploma. Sí, hay muerte en este asunto de las ballenas; el caótico y rápido embalar a un hombre sin palabras hacia la Eternidad. Pero ¿y qué? Me parece que hemos confundido mucho esta cuestión de la Vida y la Muerte. Me parece que lo que llaman mi sombra aquí en la tierra es mi sustancia auténtica. Me parece que, al mirar las cosas espirituales, somos demasiado como ostras que observan el sol a través del agua y piensan que la densa agua es la más fina de las atmósferas. Me parece que mi cuerpo no es más que las heces de mi mejor ser. De hecho, que se lleve mi cuerpo quien quiera, que se lo lleve, digo: no es yo. Y por consiguiente, tres hurras por Nantucket, y que vengan cuando quieran el bote desfondado y el cuerpo desfondado, porque ni el propio Júpiter es capaz de desfondarme el alma.
VIII.— El púlpito
No llevaba mucho tiempo sentado cuando entró un hombre de una peculiar robustez venerable: inmediatamente, en cuanto la puerta golpeada por la tempestad volvió a cerrarse tras su paso, el modo vivo y respetuoso como le miró la feligresía atestiguó suficientemente que aquel noble anciano era el capellán. Sí, era el famoso Padre Mapple, llamado así por los balleneros, entre los cuales era muy popular. Había sido marinero y arponero en su juventud, pero desde hacía ya muchos años dedicaba su vida al ministerio religioso. En la época de que ahora escribo, el Padre Mapple estaba en el duro invierno de una sana vejez; esa clase de vejez que parece fundirse en una segunda juventud florida, pues entre las hendiduras de sus arrugas, lucían ciertos suaves fulgores de una floración de nuevo desarrollada; el verdor de primavera asomando incluso bajo la nieve de febrero. Nadie que con anterioridad hubiera conocido su historia podía observar por primera vez al Padre Mapple sin el mayor interés, porque había en él ciertas peculiaridades injertadas en lo clerical, atribuibles a la vida de aventuras marítimas que había llevado. Cuando entró, observé que no llevaba paraguas, y ciertamente, no había venido en coche, pues su sombrero de lona alquitranada chorreaba aguanieve fundida, y su gran chaquetón de piloto parecía casi arrastrarle al suelo con el peso del agua que había absorbido. Sin embargo, sombrero, chaquetón y chanclos fueron extraídos uno tras otro, y colgados en un pequeño espacio de un rincón adyacente: entonces, revestido de modo decente, se acercó silenciosamente al púlpito.
Como muchos púlpitos a la antigua usanza, era muy alto, y, puesto que unas escaleras normales hasta tal altura menguarían seriamente el terreno ya pequeño de la capilla, por su amplio ángulo en el suelo, parecía que el arquitecto había obrado bajo sugestión del Padre Mapple, terminando el púlpito sin escalera y sustituyéndolas por una escalera vertical a un lado, como las escalas de gato que