—¡A engullir, ea! —gritó entonces el patrón, abriendo del todo una puerta, y entramos a desayunar.
Dicen que los hombres que han visto el mundo adquieren así gran facilidad de maneras, y tienen gran dominio de sí mismos en compañía. No siempre, sin embargo: Ledyard, el gran viajero de New England, y Mungo Park, el escocés, mostraban menor seguridad que nadie en el salón. Pero quizá el cruzar meramente Siberia en un trineo arrastrado por perros, como hizo Ledyard, o el darse un largo paseo solitario con el estómago vacío, por el corazón negro de África, que es la suma de las realizaciones del pobre Mungo, ese tipo de viaje, digo, quizá no sea el mejor modo de alcanzar un alto refinamiento social. No obstante, en la mayor parte de los casos, este tipo de cosas es lo que se suele observar en todo lugar.
Las indicadas reflexiones están ocasionadas por el hecho de que después que todos nos sentamos a la mesa, y cuando me preparaba a escuchar algunos buenos relatos sobre la pesca de la ballena, con no poca sorpresa mía, todos mantuvieron un profundo silencio. Y no sólo eso, sino que tenían un aire cohibido. Sí, allí había un equipo de lobos de mar, muchos de los cuales, sin la menor timidez, habían abordado grandes ballenas en alta mar —absolutamente desconocidas para ellos— y habían entablado duelo con ellas hasta matarlas sin parpadear; y, sin embargo, ahí estaban sentados en la sociedad de una mesa de desayuno —todos del mismo oficio, todos de gustos afines— y volvían los ojos unos a otros tan ovejunamente como si nunca hubieran salido de la vista de algún redil entre las Montañas Verdes. ¡Curioso espectáculo, esos tímidos osos, esos vergonzosos guerreros de las ballenas!
Pero en cuanto a Queequeg…; en fin, Queequeg se sentaba entre ellos, y a la cabecera de la mesa, además, por casualidad, tan fresco como un carámbano. Por supuesto, no puedo decir mucho a favor de su buena educación. Su mayor admirador no podría haber justificado cordialmente que se trajera consigo el arpón al desayuno y lo usara sin ceremonia, alcanzando con él por encima de la mesa, con inminente riesgo para varias cabezas, y acercándose los filetes de vaca. Pero eso es lo que hacía con gran frialdad, y todos saben que, en la estimativa de la mayor parte de la gente, hacer algo con frialdad es hacerlo con elegancia.
No hablaremos aquí de todas las peculiaridades de Queequeg; cómo rehuía el café y los panecillos calientes, y aplicaba su atención fija a los filetes, bien crudos. Basta decir que, cuando se terminó el desayuno, se retiró como los demás a la sala común, encendió la pipahacha, y allí estaba sentado, dirigiendo y fumando en paz, con su inseparable sombrero puesto, cuando yo zarpé a dar una vuelta.
VI.— La calle
Si al principio me había asombrado a captar un atisbo de un individuo tan exótico como Queequeg circulando entre la refinada sociedad de una ciudad civilizada, ese asombro se disipó en seguida al dar mi primer paseo a la luz del día por las calles de New Bedford.
En vías públicas cercanas a los muelles, cualquier puerto importante ofrecerá a la vista los ejemplares de más extraño aspecto procedentes de tierras extranjeras. Incluso en Broadway y Chestnut Street, a veces hay marineros mediterráneos que dan empellones a las asustadas señoritas. Regent Street no es desconocida para los birmanos y malayos; y en Bombay, en Apollo Green, yanquis de carne y hueso han asustado muchas veces a los indígenas. Pero New Bedford supera a. toda Water Street Wapping. En esos susodichos lugares sólo se ven marineros, pero en New Bedford hay auténticos caníbales charlando en las esquinas de las calles; salvajes de veras, muchos de los cuales llevan aún carne pagana sobre los huesos. A un recién llegado, le deja pasmado.
Pero, además de los fidjianos, tongotaburianos, erromangoanos, pannangianos y brighgianos, y además de los disparatados ejemplares de la ballenería que se bambolean inadvertidos por las calles, se ven otros espectáculos aún más curiosos, y ciertamente más cómicos. Todas las semanas llegan a esta ciudad docenas de hombres de Vermont y New Hampshire, aún muy verdes, y llenos de sed de ganancia y gloria en la pesquería. Suelen ser jóvenes, de tipos macizos; mozos que han talado bosques y ahora pretenden dejar el hacha y empuñar el arpón. Muchos están verdes como las Montañas Verdes de que proceden. En algunas cosas, se creería que acaban de nacer.
¡Mirad ahí, ese muchacho que presume en la esquina! Lleva un sombrero de castor y una levita de cola de golondrina, ceñida con un r cinturón de marinero y un machete como vaina. Ahí viene otro con un sueste y un capote de alepín.
Ningún elegante de ciudad se puede comparar con uno de campo, quiero decir, con un elegante auténticamente paleto; un compadre que, en los días de la canícula, siega sus dos hectáreas con guantes de cabritilla por miedo a broncearse las manos. Ahora bien, cuando a un elegante de campo como éste se le mete en la cabeza conseguir reputación de distinguido, y se alista en las grandes pesquerías de ballenas, habríais de ver qué cosas más cómicas hace al llegar al puerto. Al encargar su indumentaria marina, pide botones de campana en los chalecos, y trabillas en sus pantalones de lona. ¡Ah, pobre retoñito, qué amargamente estallarán esas trabillas en la s primera galerna ululante, cuando seas empujado, con trabillas, bo— ‘k tones y todo, por la garganta de la tempestad abajo!
Pero no creáis que esta famosa ciudad tiene sólo arponeros, caníbales y paletos para enseñar a los visitantes. Nada de eso. Con todo, New Bedford es un sitio extraño. Si no hubiera sido por nosotros los balleneros, ese trecho de tierra quizá habría seguido hasta hoy en condiciones tan salvajes como la costa de Labrador. Aun tal como está, hay partes del campo de sus alrededores que son capaces de asustarle a uno con su aspecto desolado. La propia ciudad es quizá el sitio más caro para vivir en toda New England. Ciertamente, es tierra de aceite, aunque no como Canaán; tierra, pues, de trigo y vino. Por sus calles no mana la leche, ni en primavera las pavimentan con huevos frescos. Pero, a pesar de todo, en ninguna parte de América se encontrarán más casas de aspecto patricio, y parques y jardines más opulentos que en New Bedford. ¿De dónde proceden? ¿Cómo se han plantado en esta macilenta escoria de comarca?
Id a mirar los emblemáticos arpones de hierro que rodean aquella altiva mansión, y vuestra pregunta quedará respondida. Sí, todas esas valientes casas y floridos jardines proceden de los océanos Atlántico, Pacífico e índico. Todas y cada una, fueron arponeadas y arrastradas hasta aquí desde el fondo del mar. ¿Puede Herr Alexander realizar una hazaña como ésta?
Dicen que en New Bedford los padres dan ballenas a sus hijas como dote, y colocan a sus sobrinas con unas pocas tortugas por cabeza. Hay que ir a New Bedford para ver una boda brillante, pues dicen que tienen depósitos de aceite en todas las casas, y a lo largo de ‘, todas las noches queman sin cesar velas de esperma de ballena.
En verano, es dulce de ver la ciudad, llena de hermosos arces, en largas avenidas de verde y oro. Y en agosto, elevándose en el aire, los bellos y abundantes castaños de Indias, como candelabros, ofrecen al transeúnte sus puntiagudos conos verticales de floración congregada. Tan omnipotente es el arte, que en muchos distritos de New Bedford ha superpuesto claras terraza de flores sobre los estériles residuos de roca arrojados a un lado en el día final de la Creación.
Y las mujeres de New England florecen como sus propias rosas. Pero las rosas sólo florecen en verano, mientras que la fina encarnadura de sus mejillas es perenne, como la luz del sol en los séptimos cielos. Hallar comparación en otro sitio a esa floración suya, os será imposible, si no es en Salem, donde me dicen que las muchachas exhalan tal almizcle que sus novios marineros las huelen a millas de la costa, como si se acercaran a las aromáticas Molucas y no a las arenas puritanas.
VII.— La capilla
En la misma New Bedford se yergue