Maurice Rollinat fué un poeta de talento, ni mayor, ni menor; en todo caso, en las antologías entrará como un poeta menor, a causa de ser su obra casi toda reflejo y eco; reflejo lejano de Poe, eco de Baudelaire. Su poética no alcanzó al simbolismo ni se quedó completamente en el Parnaso. Su alma fué la de un romántico puro, exacerbado, pues hasta en su licantropía tuvo un antecesor en el antiguo batallón huguiano.
Apareció su nombre repentinamente y se apagó de pronto, como un fuego fatuo o de artificio. Era en los tiempos de la impasibilidad parnasiana por un lado y de la sequedad naturalista por otro. Apenas Richepin había puesto por un momento agitación con sus Chansons des Gueux. El ambiente era propicio para otra cosa. Rollinat apareció como cultivador de «flores del mal», rimador y músico macabro. Cantaba en cabarets y salones versos baudelerianos con música suya, y canciones propias, aullantes, gimientes, con una voz lúgubre y un aire más lúgubre aún. Era en los tiempos en que Sarah Bernhardt, entre cuatro cirios, se complacía en dormir en un ataud... Sarah Bernhardt se encantó con el nuevo lírico, que tan bien sentaba a sus nervios. Era en los tiempos en que aquel mal sujeto, que se llamaba Albert Wolf, hacía y deshacía reputaciones en las primeras columnas de Le Figaro, y Albert Wolf dedicó un elogioso artículo al lírico que agradaba a Sarah Bernhardt, y París reconoció en seguida que Maurice Rollinat tenía genio. La moda estaba por las neurosis, verdaderas o falsas. ¿Rollinat era sincero, o era un poseur?
La tragedia lamentable de sus últimos días, después de tantos años de no variar de actitud, aun lejos de París y sus literaturas, fuerzan a creer que el pobre poeta era sincero. Cuando más, podría suceder que el hábito de estar agitado y la obligación estética de la desesperación le hayan al fin perturbado el cerebro y acabado por lanzarle en el abismo a que tantas veces se asomó. Luego los venenos del carácter, los modificadores del pensamiento, los paraísos artificiales que no son sino infiernos verdaderos, llámense alcohol, morfina, cloral, le acabaron de empujar en el reino temeroso de las tinieblas enemigas. Una vez más se hace palpable la verdad que encierra un decir que se encuentra entre los principios de la antigua Cábala: «No hay que jugar al fantasma, porque se llega a serlo.» Ese más allá tan desconocido hoy como en los más recónditos siglos, contiene todo lo que hay de profundamente misterioso en el universo, la esencia del pensamiento, el secreto de la locura, la verdad del ensueño, la razón de la muerte. Claro es que los que tenemos una creencia religiosa cualquiera, no contamos con la última hipótesis del último estudioso y con la última suposición del más flamante descubridor de absoluto. Rollinat en otras épocas habría sido tratado por el exorcismo y, posiblemente, quemado; por menos se quemó a otros. Hoy ha muerto en una clínica, gracias a que los antiguos teólogos están sustituídos por los modernos psiquiatras, lo cual está reconocido como una ley del progreso.
Uno solo de los libros del desventurado os dará una idea de la caja de Pandora y urna de los demonios que era su pobre cráneo: Las neurosis, dividido en cinco partes: «Las almas», «Las lujurias», «Los espectros» y «Las tinieblas». Un médico os dirá: «Delirio de la persecución, lipemanía, parálisis general»; un doctor de la Iglesia os declararía francamente: «Posesión». Dice ese volumen las torturas de la persecución del fantasma del crimen, el superaguzado instinto del daño: los vagos estremecimientos, las alucinaciones, el silencio, las extrañezas de la música, el alma de Chopin y de Poe, los horrores de la pasión carnal, las crueldades de la carne, la felicidad femenina, las pesadillas, las torturas, los gatos, las serpientes, los tísicos, el suicidio, el gusano de tierra, la «leche de serpiente», los lagartos verdes, el idiota, el miedo, el amante macabro, la señorita esqueleto, la muerta embalsamada, el sonámbulo, la bebedora de ajenjo, el ladrón, el bohemio, el enterrado vivo, el soliloquio de Troppmann, el verdugo monómano, el monstruo, el loco, la cefalalgia, la mala suerte, la enfermedad, la hipocondríaca, la quimera, la locura, el mal de ojo, la navaja de barba, la vilanela del diablo, la rabiosa, los ojos muertos, el abismo, la ruina, las agonías lentas, el ataud, la Morgue, la putrefacción, el silencio de los muertos, el infierno, el epitafio, De profundis... Todos esos son títulos o temas de sus poesías, y las poesías corresponden al tema... Todo eso se recitaba y se sabía de memoria en los salones parisienses... Platos especiales, versos faisandès, complemento del estremecimiento nuevo traído por el otro maestro infeliz, Baudelaire. Mas en la suposición de que en Rollinat fuese natural esa manera de mirar la existencia por su parte obscura, fúnebre y diabólica, en el público no podía durar lo que era impuesto por la moda, y la moda pasó y no se volvió a hablar más del féretro de Sarah Bernhardt ni de las canciones tenebrosas del sombrío melenudo «que se parecía a un lobo».
Se dijo que se había ido al campo a llevar una vida de campesino. Otros libros de versos suyos, en que hasta el sentimiento de la naturaleza está expresado con su preocupación, con su obsesión eterna, llegaron, pero ya no tuvieron el éxito que los primeros poemas de sombra, de noche, de miedo y de sangre. El pintor sueco Allan Osterlind, que fué de sus íntimos, ha narrado algo de su vida en la campaña. Osterlind recordaba las largas noches de invierno, en Fresselines, en que el poeta pasaba al piano, cantando con su voz potente y singular, que iba de bajo a tenor, las melodías originales inspiradas en sus versos campestres: «La canción de la perdiz gris», «El cementerio de las violetas», «Los cuervos». Contaba su vida entre sus perros y gatos, y el gozo del poeta en recibir a sus amigos, en retenerlos hasta por la mañana a la hora en que la poción de cloral le procuraba un sueño pesado, surcado de sueños fantásticos... Casado, en la paz del campo, adonde cuentan que solía salir con gruesos zuecos, de pesca, de excursión, no pudo, sin embargo, encontrar la tranquilidad. Frecuentó demasiado las regiones del miedo: harto provocó el terror en sus libros y en su vida. Solía errar entre ruinas y lugares sombríos. La enfermedad, llamémosle la enfermedad, le había agarrado con sus uñas potentes. La vida se vengaba de él entregándole por completo a lo que está más allá de ella, a los delirios, a los terrores, al imperio de las tinieblas enemigas.
Veinte años después de su separación de París, ciudad de su éxito y de su perdición, volvió. Hace como tres meses... ¿A qué viene Rollinat? ¿A traer un nuevo libro en que renuncia a las sombras y saluda el bien que hay bajo el cielo azul? ¿A cantar un alba de paz, de felicidad humana, de amor entre los pueblos, de bienhechor comercio, de deseada armonía? No; viene a dejar en el Instituto Pasteur a su mujer, que ha sido mordida por un perro rabioso. Y días después el amargo hombre, todo nervios y terror, sabe que no se ha podido salvar a su mujer, que ha muerto de la más horrible muerte: de rabia.
En seguida, en su desesperación, vuelve al campo, en donde no puede estar un sólo momento tranquilo; recurre a los narcóticos, a los brevajes de olvido; pero la fatalidad lo tiene ya bien atado: la locura llega, violenta, y hay que traerlo a una casa de salud, a las cercanías de París, a Ivry, a la clínica del doctor Moreau, de Tours. Allí muere, y mañana lo entierran.
Esta noche, después de escritas las líneas anteriores, he abierto el volumen de Las neurosis y me he quedado ciertamente estupefacto al encontrarme con un poema, que es extraño que a ninguno de los necrólogos de Rollinat haya llamado la atención... Es algo que espanta... Para coincidencia es demasiado... Luego, la casualidad, es algo tan misterioso... La poesía, «escrita hace veinte años», es la siguiente, que traduzco literalmente:
LA RABIOSA
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