La nariz, la faz toda, era de águila, como la de Dante, y como la de Poliziano era de rinoceronte. Voltaire también la tenía de águila, y cuando he vuelto a ver el busto de Houdon y he renovado en mi memoria la máscara pontificia, he visto, en verdad, que César Zumeta y Hughes Le Roux tienen razón: en los labios de Pecci existía la sonrisa de Arouet... Nada quita esto a su alta potestad, a su fe celeste—lumen in cœlo—, a su misión sagrada de representar sobre la faz de la tierra al Divino Doctor de la Dulzura. Quiero fijarme, sobre todo, en su carácter de intelectual; y a propósito de la sonrisa, certificar que el poeta León XIII era cien veces superior, lira en mano, al admirable y detestable autor de La Pucelle... Pero ambos no cazaban moscas.
Poeta y rey, se ha visto mucho, desde el santo rey David, hasta Oscar de Suecia y Carmen Silva. Eso es fácil y aun decoroso de ser, cuando no se caza el jabalí o el hombre. Poeta y Pontífice se ha visto menos, se ha visto rara vez, y tan solamente vienen a mi recuerdo los nombres de Gregorio el Magno, que inmortalizó el canto católico y que merece el nombre de poeta; Eneas Silvio Picolomini, y León XIII, que no temían la compañía de las Piérides y ajustaban sus ideas ortodoxas a la vieja y mágica música que celebró al pío Eneas o los encendidos labios de Cloe. Los asustadizos tienen el sedativo antecedente de la homilía de San Buenaventura, que no juzga pecaminosa la frecuentación de las liras antiguas desechadas por el severo Jerónimo. Mas, ¿qué han sido sino almas artísticas los ministros de Cristo, que en lo antiguo como en lo moderno han creído con justicia que honrar a Dios por la Belleza no es más que honrarlo con creces? Como Gregorio, Agustín amó la música; Ambrosio el milanés, la hermosura litúrgica; Gregorio el de Nasianzo, la poesía, con toda la falange de los poetas místicos latinos de la Edad Media; Marbodio el de las gemas, Paulino de Nola, Rústico, Juvenco, Lactancio, Sedulio y todos los demás que tan bellamente ha exhumado en nuestros días la noble erudición de M. de Gourmont. Así, dice el venerable Beda hablando de los viejos poetas cristianos, sus versos inspiraban el desprecio al siglo y avivaban en las almas el ansia de la vida eterna.
Hicieron suyas también las ideas de la Escritura y dieron tanto encanto a su poesía, que los más sabios doctores se complacían en escucharlos. La creación del mundo, la caída del primer hombre, el cautiverio de Israel, su salida de Egipto y su entrada en la tierra prometida, la encarnación del Verbo, todas las peripecias de su redención, su resurrección del sepulcro, su subida al cielo, la venida del Espíritu Santo, la iluminación de los apóstoles y la maravillosa conquista del mundo por la doctrina de Jesús, eran alternativamente el objeto de sus cantos. Describían también a grandes rasgos el terror del juicio futuro, los horrores de la cárcel eterna y el dulce reposo del reino celestial; pero la pintura de la bondad de Dios y de su justicia les servía mucho más a menudo para hacer volver a los pecadores al amor del bien y a la práctica de la virtud. En parte, pueden aplicarse esas palabras a las poesías de Su Santidad difunta. Mas hay en él relampagueos que turban, de repente, la tranquilidad de la poesía ungida en el seminario. No en vano se roza uno con el enorme Alighieri. Tiene León XIII versos domésticos, consejos a la juventud, plegarias y simples recreos académicos, como su elogio a la fotografía; mas, entre sus poemas italianos y latinos, hallaréis de pronto la huella de la garra y la señal del aletazo. En verdad se dice: ¡Ha muerto una vieja águila blanca!
«Va, Benvenuto mio, che tu sei un valente uomo...» Un Papa es quien dice esas palabras al Cellini, y juzgo que, si León XIII hubiese estado en lugar de Clemente, habría dicho lo mismo. Pues era varón de altas vistas, de intelecto fuerte, y que por culpa de la política prosaica y baja de su siglo no pudo hacer brillar en San Pedro la luz de un nuevo Renacimiento. Mas, ¿quién mostro un espíritu más liberal que él frente a la ciencia moderna, con todos sus tanteos e ineficacias, junto a relativas victorias; o haciendo abrir por vez primera, a la curiosidad de la historia libre, los secretos de los archivos vaticanos, a punto de decir cuando se le observó que cierto célebre francés protestante revolvía y anotaba todos los registros: «¡Qué importa! ¡Decidle que no oculte nada, que lo publique todo!»; o entrando en la peligrosa cuestión social, de manera que traía a su verdadero origen y justicia el deber del rico y del proletario? Artista de armiño y púrpuras papales, como Gregorio, se complacía en la audición de los cánticos eclesiásticos; como Julio, gustaba de la arquitectura y de la pintura; como Clemente, de la escultura y de la orfebrería; como Alejandro, de la suntuosidad y de las magnificencias decorativas, y más artista que todos, en sí mismo, tenía el secreto del ritmo, la gracia de la expresión, el cetro del verso. Bien sentiría el ambiente de paganismo que en la basílica de las basílicas dejaron tantos antecesores suyos que alegraron la tristeza católica con la resurrección de griegos esplendores, y colocaron la concha sobre que se posaron los pies de la Anadiomena como pila de agua bendita.
De todos modos, los dioses ministraban a Jesucristo: Baco, el vino de la consagración; Ceres, la harina de la hostia; Hebe, la copa del misterio y del sacrificio. Y Pan, su siringa, convertida en los tubos del órgano basilical. Y bajo la mirada de Dios han vivido y vivirán los dioses, porque es mentira que ha muerto ninguno de ellos... Los dioses no se han ido, los dioses no se van: cambian de forma y continúan animando el universo y aplicando su influencia sobre el hombre.
El espíritu de León se despertó a la vida artística desde que, en su Carpineto natal, contempló el espectáculo de una naturaleza vivaz y palpitante: las viejas casas de piedra, el valle feliz, las parlantes aguas del Fossa, las metálicas hojas de los olivos, los bosques, en donde el pintoresco pino italiano dice como en ninguna parte su poema vegetal, y las alturas rocallosas que se incrustan en el cristal azul de un cielo incomparable, el cielo donde arde el sol del Lacio.
Y luego, cuando pasados los años de fatigas estudiosas y de sucesivos triunfos llega, ya anciano, al más elevado de los tronos, no hay duda que el poeta se sintió en él más alado y satisfecho que nunca. Tiene en la gloria de su vejez la omnipotencia moral, el esplendor de los césares y de los visires, los flabeles de Salomón, tres coronas superpuestas que irradian como constelaciones; seda, púrpura, oro, mármoles labrados por todos los semidioses del cincel, desde Fidias y Praxíteles hasta Miguel Angel; tiene eunucos como los príncipes musulmanes, mas eunucos melodiosos que cantan como los ángeles del teológico paraíso; tiene el anillo del Pescador y la portantina que conducen los rojos servidores; es una de las dos mitades de Dios que dijo Hugo; tiene el grato vino de Velletri y la torre Leonina; palomas, papagayos y pavos reales que decoran su jardín, cuando en sus paseos va a repetir un exámetro al son del chorro de la fuente, o a ver representar un antiguo misterio, o a meditar en la suerte del mundo, o a evocar la llama del Santo Espíritu, o del deus, o del daimon que le inspiraba. Ardiente pompa cardenalicia, uniformes que traen al presente la grandeza y el decoro de edades más estéticas, frescos en que los más maravillosos pintores de la tierra perpetuaron los sueños de los profetas, las visiones de antiguos iluminados o sus propios sueños o visiones; he ahí lo que rodea al cantor que bendice. Y viviendo en un tiempo sin armonía, en una época sin fe y sin belleza, él cultiva con mayor empeño su idioma armónico, su poético verbo, y es como el Orfeo de las catacumbas, que se confunde con el divino pastor de Galilea.
¡Duerme en paz,