Iban a atropellarla.
El conductor hizo girar el volante a la izquierda. El coche se catapultó por encima de la acera y no alcanzó a la mujer. Chocaron contra la pared de un edificio azul de la época colonial y rebotaron. Por un segundo, pareció que el coche se enderezaría, pero luego el lado del conductor se levantó del suelo.
Don sintió cómo se iba. Conocía la sensación demasiado bien.
Fue lento, lento, lento y luego muy rápido. El coche volcó y rodó.
Don fue lanzado hacia adelante y hacia los lados, su rostro golpeando el vidrio entre los compartimentos. Luego se estrelló contra el agente del Servicio Secreto.
Todo se oscureció.
Parecía flotar por el espacio.
Algún tiempo después, abrió los ojos. El coche estaba volcado sobre el techo. Don estaba tirado en el techo. Se llevó la mano a la cara y salió ensangrentada. Tanto Montcalvo como el hombre del Servicio Secreto estaban cabeza abajo, todavía atados a sus asientos, con los brazos colgando.
Los ojos de Montcalvo estaban cerrados.
A Don le zumbaban los oídos. Estaba mareado.
Metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono móvil. El número de Margaret estaba pre programado. Lo encontró y apretó el botón verde. Sonó el número y luego pareció que descolgaban.
–¿Cariño? —dijo— ¿Cariño?
No había ninguna voz en la línea.
Fuera de sus ventanas, la gente pasaba corriendo. Sobre todo, lo que podía ver eran sus pies. Un coche negro pasó corriendo por la calle, luego otro, miembros de la comitiva presidencial, ahora libres para quemar caucho hacia el aeropuerto.
Don se arrastró hacia la puerta, pensando que la abriría y pediría ayuda. Pero… sucedió algo. Pasó lo que pareció mucho tiempo. Abrió los ojos y se encontró de nuevo tendido en el techo.
Alguien debe estar de camino. El conductor debe haber llamado. Don miró a través de la partición y el conductor estaba colgando cabeza abajo, al igual que estos dos tipos en el compartimiento de pasajeros con él.
–¿Hay alguien más despierto por aquí?
CAPÍTULO SIETE
11:15 h., hora del Atlántico (11:45 h., hora del Este)
Air Force One
Aeropuerto Internacional Luis Muñoz Marín
San Juan, Puerto Rico
—Despacio, despacio —dijo Clement Dixon.
Nadie le hizo caso. Lo sacaron del coche a empellones. Dixon era alto, pero una mano fuerte mantenía su cabeza agachada, de modo que caminaba encorvado. Una pared de hombres muy altos con chalecos antibalas lo rodeaba por completo. Avanzaban en grupo hacia el avión.
A través de la presión de cuerpos a su alrededor, podía ver el avión azul y blanco en la pista, la bandera estadounidense en la cola, ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA a lo largo del fuselaje.
Dixon vislumbró el coche cuando lo dejó atrás, encerrado por vehículos blindados. También vio a Tracey Reynolds y Margaret Morris llevadas por dos mujeres con chalecos antibalas. No rodeadas, ni obligadas a agacharse; al mundo libre no le importaba si una joven ayudante o la esposa de un agente de inteligencia vivía o moría.
La escalera aérea estaba bajada. Los motores del avión ya estaban acelerando. Hacía calor en el asfalto. Dixon podía sentir el sol cayendo sobre él.
–¿Que está pasando? —preguntó.
Al llegar a las escaleras, se dio cuenta de que estaba sin aliento. Sintió una punzada de dolor en el pecho.
Ahora no. Un infarto ahora, no.
Sería demasiado demodé, demasiado ridículo. Era lo que los niños llamarían un meme. Un anciano vive durante décadas en trabajos estresantes, luego sobrevive a algún tipo de asalto violento, solo para morir de insuficiencia cardíaca momentos después.
–Hubo un ataque, señor —dijo un hombre. —No estamos seguros de la naturaleza del mismo. La situación es inestable y ahora los estamos evacuando.
–¿Qué pasa con el resto del grupo?
–Ellos encontrarán su propio camino a casa.
–¿Cuántos muertos hay? —preguntó Dixon. Debía haber habido muertos, al menos algunos. Vio a la gente explotar con sus propios ojos.
–No es nuestro cometido, señor. Le conseguiremos a alguien que tenga esa información tan pronto como el avión esté en el aire. ¿Listo para subir las escaleras?
Las escaleras se alzaban sobre él. Solo había una docena de pasos. Los había contado cuando aceptó el trabajo. Normalmente, subía corriendo las escaleras y entraba en el avión, para demostrarle a los medios de comunicación o espectadores cercanos lo en forma que estaba, para ser un hombre mayor.
Pero no hoy. Todo, el mundo entero, parecía deslizarse hacia los lados. Pensó que vomitaría. Tropezó y, durante una fracción de segundo, hubo dos aviones. Se volvieron a juntar con fuerza.
Un avión, dos aviones, avión blanco, avión azul.
–Me siento un poco mareado —dijo.
Lo cogieron de los brazos y lo llevaron escaleras arriba. Afortunadamente, sus piernas no temblaban, eso hubiera sido vergonzoso. Pero sus pies apenas parecían tocar el suelo cuando los hombres lo llevaron en volandas por las escaleras.
En unos segundos, estaban dentro del avión. Nadie le preguntó a dónde quería ir. En cambio, avanzaron como un solo hombre por el pasillo hasta el estrecho anexo médico, caminando rápido, Dixon apenas tocaba el suelo.
Pasaron por la puerta estrecha y dos agentes lo dejaron en el asiento de cuero junto a la mesa de reconocimiento. Era un espacio diminuto, con equipos médicos cubriendo las paredes. Dixon sabía que, en el interior del anexo, una mesa de operaciones podría desplegarse de una pared como una cama plegable, llegado el caso. Tenía la gran esperanza de que nunca llegaría a necesitarla.
Travis Pender estaba allí, el médico a cargo del Air Force One. Una enfermera estaba a su lado, una mujer de mediana edad. Su rostro siempre estaba serio. Dixon la conocía, pero en ese momento, su mente parecía…
–Buenos días, señor Presidente —dijo.
–Hola —dijo Dixon. Ni siquiera intentó llamarla por su nombre.
Pender era texano, Dixon lo recordaba. Había estado en la Fuerza Aérea. Sonreía alegremente. Era rubio, muy bronceado, casi anaranjado. Tenía una gran mandíbula prominente, como un hombre de Cromañón. Dixon, por una larga experiencia, había llegado a pensar en una mandíbula como esa como la Mandíbula Confiada. Los hombres con un toque de Neandertal parecían tener más confianza en sí mismos que otros hombres, tanto si esa confianza era merecida como si no.
Por su parte, Pender siempre estaba sonriendo, siempre parecía contento. La mandíbula podría explicar parte de eso, pero ciertamente no todo. Los hombres seguros de sí mismos podían ser tan cascarrabias como cualquiera, pero Pender no. Dixon no entendía a este hombre.
–¿Cómo se siente, Clem? —dijo el buen doctor. —Ha sido un día emocionante, ¿eh? Me han dicho que se ha mareado un poco. ¿Perdió el conocimiento en algún momento? ¿Puede recordarlo?
A Dixon se le ocurrió un pensamiento, no era la primera vez. Pero ahora lo expresó.
–¿Siempre llama a los Presidentes por su nombre de pila? ¿O solo a mí?
En todo caso, la sonrisa de Pender se ensanchó. —Llamo a todo el mundo por