Tercero, el vigilantismo constituyó un sistema distintivo de la violencia localmente aceptada en los primeros Estados fronterizos del oeste, pero especialmente en el sudoeste, donde la ley inglesa fue impuesta por las conquistas militares sobre las poblaciones de nativos norteamericanos, hispanos y mexicanos. En California –el Estado que fue el epicentro del vigilantismo, como Mississippi lo fue para el Klan y Pennsylvania para la represión corporativa– la dominación de la conquistada población hispanoparlante se interceptó con el control social de los inmigrantes asiáticos. El vigilantismo –muchas veces encomiado desde el púlpito o desde las páginas editoriales– salvaguardaba las fronteras del sistema blanco norteamericano. Pero los vigilantes, organizados en grupos, fueron también los esquiroles de último recurso y el brazo popular de las cruzadas antirradicales (como las ocurridas de 1917 a 1919 o a principios de los años 1930).
Debe enfatizarse, por supuesto, que aunque esos tres sistemas de violencia peri-legal tuvieron fuertes focos geográficos, existió, obviamente, superposiciones entre ellos. Los negros, por ejemplo, fueron masacrados en las calles de Springfield (1908) y East St. Louis (1917) y linchados en Duluth (1920) y en la antigua Confederción. Asimismo los Pinkertons aterrorizaron al IWW en Montana (el tema de la primera novela de Dashiell Hammet, Red Harvest) y el “segundo” Klan de la década de 1920 fue probablemente más poderoso en Oregon, Colorado e Indiana. Los vigilantes de clase media jugaron a menudo roles auxiliares en momentos claves entre los obreros del medio oeste y los capitalistas, como en Akron en 1913 o Minneapolis en 1934. El mejor estudio histórico sobre el vigilantismo anti-obrero es el libro de Robert Ingall sobre Tampa, Florida –ciudad del Nuevo Sur– donde las élites comerciales locales aterrorizaron a “trabajadores, organizadores obreros, inmigrantes, negros, socialistas y comunistas”: una sangrienta historia que culminó con la represión de una huelga de tabaqueros cubanos en 19318.
No es conveniente, dada la división en castas de la clase trabajadora norteamericana, intentar distinguir rigurosamente la violencia etno-religiosa y racial de la violencia de clase. La masacre de Latimer en 1897, donde comisarios y vigilantes asesinaron a veintiún mineros eslavos que pacíficamente protestaban por el recién aprobado “impuesto a extranjeros”, fue una masacre contra los inmigrantes (“¡Les daremos infierno, no agua!” gritaban los comisarios) y también una represión de clase. Asimismo, muchos de los aparceros negros y campesinos independientes que fueron asesinados o linchados en el sur estaban señalados por desafiar al amo, competir con los blancos por la tierra o prosperar inusualmente. Como Stewart Tolnay y E. Beck reflejaron en su conocido estudio, los linchamientos en el sur seguían el ciclo de la economía algodonera; “los negros se libraban de la violencia pandillera cuando aumentaban las ganancias en el algodón”9. Ciertamente, es la fusión del odio étnico y racial con el egoísmo económico (real o percibido) lo que explica el extremismo de la violencia privada en la historia norteamericana contra los grupos subordinados.
¿Para qué, entonces, molestarse diferenciando el vigilantismo del oeste con el de la violencia pandillera en el sur, si los vigilantes eran racistas, y los terroristas del sur también golpeaban a radicales blancos, judíos y luchadores por los derechos civiles? Asimismo, la agricultura a gran escala en el sudoeste y en el sudeste fue capitalizada por la discriminación de castas, la privación de los derechos ciudadanos y la violencia de los patronos. En Factories in the Fields (equivalente testimonial de Grapes of Wrath, de Steinbeck), el periodista radical Carey McWilliams fue enfático al respecto, expresando que el vigilantismo en California, aun cuando “actualmente… se haya sofisticado de manera consciente”, se construyó sobre la base de “una inclinación anti-extranjeros” y fue insuflado por el “sentimiento racial”10. Pero, si bien la distinción entre el oeste y el sur sólo puede ser sostenida dentro de un continuo más fundamental, el vigilantismo al estilo californiano, no obstante, ha tenido una tendencia más episódica y ad hoc, menos anclada en la desigualdad estatuaria (como las leyes racistas), más pluralista en los objetos de su intolerancia, pero más dualista en su legitimación moral y legal.
El vigilante del oeste reclama, de manera clásica, su derecho a actuar porque el Estado se encuentra ausente, ya sea en manos de los criminales o incumpliendo con sus obligaciones fundamentales (por ejemplo, reforzar las leyes de inmigración o defender la propiedad privada). Así, el Brawley News en 1973 recurrió a la siguiente argucia para justificar un particular ataque brutal de vigilantes sobre unos campesinos mexicanos en huelga: “No fue violencia pandillera, fue un estudiado y organizado movimiento de ciudadanos con el único propósito de garantizar la paz en la comunidad, en un momento en que las manos de la ley están atadas por la propia ley”11. Los sureños blancos, por otro lado, siempre han defendido las prerrogativas de supremacía racial que dominen sobre cualquier Estado o estatuto federal y que no requieran una compleja racionalización. Los del oeste defienden sus acciones en nombre de leyes no obligatorias y el principio fronterizo de posse comitatus, mientras los sureños apelan a la prioridad de la raza y al “honor blanco”. Si bien el frenesí sádico de la violencia contra los negros en la historia del sur ha encontrado pocos defensores fuera de la región, el vigilantismo del oeste –igual de racista y despreciable– fue alabado por personas como Hubert Howe Bancroft, Leland Stanford y Theodore Roosevelt, y de hecho, es aún celebrado como una “sana tradición de justicia comunal espontánea”, parte de una herencia romántica de democracia en la frontera12.
¿Cuáles son las raíces sociales del vigilantismo? En su estudio de Tampa, Ingalls encuentra una continuidad fundamental con el control de la élite: “Los vigilantes toman las leyes por sus propias manos para mantener las relaciones de poder existentes, no para subvertirlas… No importa que el objetivo sea un prisionero negro, un organizador sindical, un político radical, o un criminal común; la violencia extralegal estaba hecha para preservar el statu quo”13. Más sopesadamente, Ray Abrahams, que ve a los grupos de vigilantes como un fenómeno internacional, concluye que “el vigilantismo difícilmente es una simple respuesta popular a la falta de debidos procesos legales que se ocupen de salvar las brechas en la ley. El ‘pueblo’ y la ‘comunidad’ son conceptos complejos, y el populismo presente en mucha de la retórica del vigilante encubre… un presuntuoso elitismo”14. Richard Brown, en un reciente estudio sobre el vigilantismo en la frontera, explica que “una y otra vez, eran los líderes más eminentes de la comunidad los que encabezaban el movimiento de vigilantes… y los típicos líderes vigilantes eran ambiciosos jóvenes de las viejas áreas colonizadas del este. Ellos deseaban establecerse en los más altos niveles de la nueva comunidad: el estatus que ellos tenían o aspiraban tener en su lugar de origen”15.
En la historia de California, sin embargo, hay una notable diferencia entre los perfiles de clase del vigilantismo de los siglos diecinueve y veinte. Los vigilantes victorianos (con la notable excepción de los dos movimientos vigilantes de San Francisco en los años 1850) solían ser trabajadores, pequeños empresarios y pequeños agricultores que luchaban en nombre de valores jacksonianos para preservar el monopolio de los “trabajadores blancos” contra lo que ellos interpretaban como conspiraciones de élites para inundar el Estado de “culíes” y de “aliens”16.
Hacia finales de siglo, sin embargo, tal nativismo plebeyo, aunque aún existía, derivó hacia un arrebato anti-chino y antiradical conducido por los agricultores más ricos, los profesionales de clase media y las élites de comerciantes locales, que eran probablemente californianos liberales o de la vieja guardia republicana. Durante la década de 1930, el vigilantismo fue privilegiado sin precedentes, como parte de una contrarrevolución de patronos guiada por la asociación fascista Campesinos Asociados. La cultura del vigilantismo, brevemente revivida por los agricultores durante la épica huelga de Trabajadores Agrarios Unidos a finales de los sesenta y principios de los setenta, migró de los valles agrícolas a los suburbios tradicionales, donde el espectro del inmigrante “ilegal” ayudó a llenar el vacío que dejó el colapso de la conspiración comunista internacional en la imaginación de los derechistas.
1. Robert Ingalls, Urban Vigilantes in the New South: Tampa, 1882-1936 (Knoxville: University of Tennessee Press, 1988), p. xv.
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