Mutolo, el 25 de diciembre, con chaqueta y corbata, a las 12:45 en punto, sincronizado con la escala de tiempo nacional del reloj atómico, como habíamos quedado hizo su ingreso, previa reserva, en el Restaurante La Linterna. Disponía de un presupuesto máximo de 120 euros, bebidas incluidas, como estaba previsto.
La compañía era inflexible: aperitivos, un primer plato (o dos degustaciones, a elegir), un segundo plato, acompañamiento, fruta, dulce y café. Vino espumoso (o champagne) porque era una festividad y para no llamar la atención.
Siempre, según los dictámenes de la inexistente empresa, debía parecer, realmente, un cliente normal, para evitar que si era localizado, fuese objeto de particulares cuidados y atenciones con el objetivo de alterar el resultado de la valoración.
La ejecución fue perfecta y el día 28, como habíamos acordado, nos encontramos en el bar de al lado de la universidad, donde me fue entregado, a escondidas de ojos indiscretos, un sobre que contenía: número 1, recibo de 78 euros en total; el resto de los 120 euros que le había dado; número 1 relación compuesta por tres folios, escritos a mano, absolutamente incomprensible, donde Mutolo había escrito incluso el color de los zapatos de los camareros y varios detalles adicionales a placer, realmente superfluos.
Le comuniqué, con aire profesional, que la empresa, a través de mí, le estaba muy agradecida (y yo también) y que pronto pondría a su disposición un formulario, rigurosamente anónimo, para facilitar la recogida de datos relevantes.
Vi como se iba feliz y también sigiloso, y me pregunté si había sido víctima de un acceso de bondad aguda o si no estuviese haciendo completamente el tonto.
No pudiendo responder de manera segura decidí que había hecho bien en sacrificar un poco de mi exiguo sueldo de aquella manera y deseé a Mutolo (para mis adentros) un espléndido año nuevo.
Con el tiempo aprendería a conocerlo mejor y comprendería también que en la vida todo tiene un porqué.
EL COLOR CLARO
Después de la llegada del fax me apresuré a preparar todo para recibir a la cliente: faltaban pocos minutos para las 17 horas. Una de las cosas positivas del abogado Spanna era que me permitía disponer de un despacho en un bufete amplio y acogedor. El bufete era amplio y acogedor. Porque mi despacho era una mezcla entre un trastero y un depósito: sin ventanas, en el fondo de un pasillo y con la puerta casi oculta detrás de una librería. Para compensar estaba amueblado con un escritorio de época, probablemente heredado, sobre el que resaltaba un ordenador de última generación conectado a un servidor y a una impresora, centralizados. Dos sillas de madera, muy en sintonía, estaban enfrente. En definitiva, un espacio pequeño pero digno.
La mujer apareció en el umbral de mi habitación a las 17:32 en punto. Los tacones produjeron a través del pasillo un sonido sutil y rítmico.
Permanecí sentado en el escritorio de madera oscura mientras fingía estar muy ocupado con algo importante. Una táctica que había bautizado como plan B.
Había abierto un viejo y voluminoso expediente. Y al lado un códice poniendo, a plena vista, tres o cuatro folios esparcidos. Era mejor organizarse y hacer aquello que era necesario: el abogado Spanna no me hubiera perdonado ninguna tontería.
Es verdad, la mujer debería ser una majareta y además sin blanca y seguramente estaba equivocada: no era exactamente lo que cualquier casi-aspirante a abogado se espera de la vida.
Además, el amigo del abogado Spanna había superado los cincuenta hacía ya tiempo y no era un adonis. Era probable que la compañera tuviese más o menos la misma edad.
Quizás estaba majareta por una precoz demencia senil. Fantástico.
No era exactamente una de esas causas que dan fama y riqueza tanto como para dejar de trabajar y establecerte en Montecarlo. Quizás el misteriosísimo homicidio de un adinerado hombre de negocios, con una hermosa y aburrida heredera, resuelto brillantemente gracias a una intuición del susodicho casi aspirante, con la consiguiente historia de arrolladora pasión, realización de una película basada sobre el hecho y viaje a Cannes…
No. A mi me tocaba la tocapelotas que ahora estaba allí en la puerta, donde los pasos que se habían parado me habían hecho entender que había llegado, mientras que yo fingía estar absorto.
Mientras quitaba la mirada de la pantalla siguiendo al pie de la letra el plan B, me acordé de la frase que había escuchado decir a un conocido, abogado anciano de escaso éxito: «Es una fea profesión».
El plan B preveía un distanciamiento repentino del ordenador, como si estuviese concentrado con un proceso complicado, tanto que no había casi notado la llegada de la persona que esperaba, a la cual, en consecuencia, no le podría dedicar mucho tiempo.
Por otra parte la había recibido porque era amiga de unos amigos, de otra manera no habría podido reunirse con una persona tan ocupada como yo. Esto era, por lo menos, lo que habría querido hacer entender al interlocutor de turno, digno del plan B: un rompepelotas, exactamente.
Sólo que, al quitar la vista del ordenador, como había previsto, moví demasiado rápidamente la mano en la que tenía el ratón e hice caer accidentalmente el bolígrafo que acabó justo en medio de los pies del cliente.
Bien cuidados, metidos en unas sencillas sandalias y con un ligero tacón, del mismo número que los pies. Dos, para precisar.
Esta vez no me di cuenta de los zapatos.
Los dos pies que acabo de mencionar estaban, además, acompañados por dos tobillos finos y ligeramente bronceados. Edad máxima (de los pies) unos treinta años.
El plan B comenzó a tambalearse.
La mirada se remontó a velocidad constante sobre las pantorrillas, largas y musculosas, hasta unas rodillas perfectas. El resto de las piernas estaban en consonancia con lo visto anteriormente y se vieron interrumpidas por una falda ligera y suave, cuyo color blanco hacía que resaltase una cintura estrecha, que soportaba un busto agraciado y ocultaba malamente las formas proporcionadas y abundantes de los senos.
Una de las manos sostenía una bolsa de cuerda. La otra la había podido ver cerca de la cadera derecha: dedos largos, nada de esmalte y nada de joyas. Treinta y cinco años como máximo.
Llegué finalmente a la cara. Dulcísima, sin maquillaje y rodeado por unos cabellos desordenados, castaños como los ojos.
La mirada de aquella mujer determinó la destrucción completa del plan que tenía en mente (ya seriamente comprometido por los dos pies, dos, y por todo el resto).
En aquellos ojos había una resignación profunda que no supe interpretar mejor pero que me desorientó.
Una mirada apagada, en la cual las únicas formas de vida reconocibles eran la vergüenza y la desesperación.
«Perdone» farfullé.
Me arrepentí inmediatamente de haber pronunciado aquellas palabras: ¿por qué me excuso? Era un claro signo de confusión.
«Siéntese, por favor» proseguí indicando una de las dos butaquitas enfrente del escritorio.
«Gracias» respondió la mujer sentándose con elegancia. Al hacerlo entrecruzó las piernas lo necesario para descubrir un poco más la parte que había quedado tapada por la falda.
Estaba totalmente colapsado y ni siquiera me di cuenta de que mi mirada se había detenido durante demasiado tiempo en los muslos bronceados. Me quedé como estaba, erguido desde detrás del escritorio, en silencio absoluto.
Intenté recuperarme mirándola a la cara, con una expresión que me recordó al mismo tiempo al camarero, a Stefano Benni14 y a la vaca cuando pasa el tren.
Si tenemos en cuenta que las mujeres tienen una capacidad para darse cuenta de que les estás mirando los pechos aunque lo hagas a tres manzanas de distancia, era muy improbable que no hubiese notado mi vacilación y que no me hubiese