—¿El qué? —inquirió Halcón Dorado.
—¡El amor está en el aire! —rió Luna Roja sacudiendo la cabeza—. Estoy de acuerdo con tu abuela cuando dice que deberían construir el tipi para tu matrimonio pronto.
Mientras los dos jóvenes continuaban intercambiando miradas y sonrisitas, Ojo de Lince se acercó al muchacho y le preguntó cuándo se declararía.
—Cuando regrese de mi visión —le confesó Viento que Sopla.
—Estoy seguro de que estará muy agradecida —comentó el amigo.
—Espero que la fila fuera de su tipi no sea demasiado larga —reveló el muchacho en tono de preocupación.
—Dudo que alguien se atreva —respondió entre risas Ojo de Lince.
Todos los muchachos sabían que le gustaba, y visto el respeto del que disfrutaba en la tribu, nadie se habría atrevido a desafiarlo en la conquista de la chica, porque, además, ambos se habían escogido cuando solo eran unos niños…
Con 15 años, Viento que Sopla ya tenía madera de gran guerrero: era un óptimo arquero y jinete y, sin duda, el mejor cazador de la tribu.
Con la llegada de la pubertad, también llegó el momento más importante de su vida: la búsqueda de la visión.
Su padre, Ciervo Moteado, lo invitó a sentarse alrededor de la fogata de su tipi, mientras su madre, Arroyo Bailarín, llenaba una alforja con víveres. El hombre cargó la pipa, y con un gesto solemne, la ofreció al cielo y a la tierra. Seguidamente, la encendió y comenzó a hablar.
—Hijo mío, a todos los hombres les llega el momento de la búsqueda de la visión. Ningún hombre será jamás él mismo si todavía no ha experimentado la propia visión. —Hizo una pausa para dar una larga bocanada, le pasó la pipa a su hijo y continuó—. Te aislarás en un lugar sagrado, velarás en soledad y ayuno durante cuatro días, y esperarás pacientemente hasta recibir, a través de un sueño o de una visión, a tu espíritu protector que te guiará en la vida.
El muchacho escuchó las palabras de su padre en un respetuoso silencio.
Ciervo Moteado vació la pipa y la colgó en la pared del tipi, para después dirigirse nuevamente a su hijo.
—Ahora duerme, mañana te prepararás para partir con el sol naciente.
El joven asintió con la cabeza y se retiró a su lecho para dormir.
Con las primeras luces del alba acudió a la «cabaña del sudor» para una sauna purificadora. A continuación, se dirigió hacia el lugar sagrado que había escogido para recibir su visión.
En su tercera noche en soledad esta le fue concedida.
El el cielo, una gran luna plateada lo vigilaba. Había alcanzado el silencio interior, era un solo ser con la madre Tierra y el padre Cielo, la imagen era nítida, el mundo a su alrededor era un inmenso mar, por el norte se acercaba una silueta caminando sobre las aguas: era un lobo.
Un ruido lo alejó de la tan codiciada meta. Resignado, abrió los ojos y a pocos metros de él se encontraba el propio lobo de pelaje leonado. Se miraron a los ojos durante unos cuantos segundos que parecieron interminables. Un escalofrío espeluznante recorrió su cuerpo al vislumbrar su rostro reflejado en los ojos del animal. Permaneció inmóvil, mientras una ligera ráfaga de viento acarició su piel y el pelo del lobo. Paralizado por el miedo, contuvo la respiración mientras rezaba íntimamente al Gran Espíritu por ser perdonado.
Como si hubiera entendido su malestar, el animal dio unos cuantos pasos atrás y, antes de marcharse, emitió un aullido que retumbó en todo el valle. Luego desapareció en la oscuridad de la noche.
Fue una gran experiencia, se sentía feliz y agradecido, pero no logró pegar ojo.
Con las primeras luces del alba se preparó para regresar al campamento. Recorrió unos cuantos metros hasta que algo atrajo su atención. Se inclinó para recogerlo: era un colmillo de lobo. Lo apretó con al mano y dirigió una mirada cargada de gratitud, después lo colocó cuidadosamente en su saquito de medicinas y siguió su camino.
La luz enrojecida del cielo se filtraba a través de la tela del tipi de Viento que Sopla anunciando la llegada del crepúsculo vespertino.
—El sol se está poniendo —dijo el joven mientras miraba la apertura superior. A continuación, se dirigió a sus padres y les informó de su decisión de declararse a Halcón Dorado.
Arroyo Bailarín se levantó y caminó hacia un cesto, realizado con un trenzado de cañas de río y yuca. Desde hacía algún tiempo, lo custodiaba junto a su lecho.
Ciervo Moteado encendió la pipa y le dio una gran bocanada antes de hablarle a su hijo.
—Tu elección es un paso importante en la vida de un hombre, te estás comprometiendo a cuidar de esa jovencita y de los hijos que nacerán de vuestra unión. —Lo miró fijamente mientras le pasaba la pipa—. Para nosotros, esta decisión es motivo de orgullo —añadió el hombre con expresión de satisfacción y recibió, a cambio, el respeto y la gratitud en los ojos de su hijo.
La madre sonrió complacida al mismo tiempo que le entregaba el cesto.
—Me he preguntado muchas veces qué habría ahí dentro —dijo el muchacho mientras extraía su contenido y desplegaba una manta de colores llamativos.
—Le pedí a mi hermana que la cosiera para ti, para cuando llegara este día —reveló Arroyo Bailarín.
—¡Gracias! —le respondió el joven dedicándole una mirada cargada de cariño—. El sol se ha puesto, es hora de que me marche —anunció mientras se ponía de pie.
La madre volvió a doblar la manta y se la colocó en el antebrazo antes de que saliera.
Nada más salir, el muchacho echó un vistazo en dirección al tipi de Halcón Dorado, y averiguó que no había ninguna fila de pretendientes en el exterior.
Respiró aliviado y se dirigió, provisto, como era la tradición, de la manta de compromiso. Cruzó el campamento, que estaba casi desierto, y los pocos nativos que aún merodeaban por ahí ya estaba regresando a sus tiendas.
Al llegar ante el tipi de la amada joven, apartó el trozo de piel de la entrada y se encontró la mirada de Gran Águila, sentado en frente.
—¿Puedo entrar a sentarme al lado de Halcón Dorado? —preguntó con sumo respeto.
La expresión de alegría en el rostro de la joven no dejaba duda alguna sobre el éxito de la visita, que ella tanto había esperado.
—Pasa —contestó Gran Águila.
Viento que Sopla tomó asiento al lado de la muchacha y la envolvió en la manta junto a él. Se habían prometido oficialmente.
Capítulo 5
Gokstad, 915 d. C.
Era un caluroso día de junio. Ulfr y Thorald, quinceañeros, se preparaban para su entrada en el mundo de los adultos.
Todos se estaban tomando muchas molestias con los preparativos de la fiesta, a la cual también estaban invitados los familiares del clan de Thorald.
En el aire ya podía apreciarse el olor de la carne que se estaba asando: el rey Olaf había ordenado cazar dos enormes jabalíes para la ocasión.
Se estaban poniendo las cotas de malla cuando escucharon cómo Olaf saludaba calurosamente a alguien.
—¡Bienvenido, amigo mío!
—¡Olaf! —respondió la voz grave de un hombre.
Thorald reconoció aquella voz de inmediato y salió corriendo.
—¡Padre! ¡Has vuelto! —exclamó con gran alegría.
—¡Hijo