Otra punzada llegó de repente y la dobló del dolor: las dos mujeres corrieron para alcanzarla y, ofreciéndole un apoyo, la acompañaron al interior de la cabaña.
Su tía, Estrella Azul, se apresuró hacia el río para coger agua, mientras su madre le preparaba un mullido lecho, sobre el que la acomodó, a la espera del parto.
Prepararon una infusión con hojas de frambuesa.
—Bebe, te ayudará a acortar el parto —le explicó Rocío de la Mañana.
Sin embargo, las contracciones todavía estaban demasiado separadas la una de la otra. Aquella infusión siempre había funcionado a la parturientas de su tribu, pero parecía no surtir efecto alguno en ella.
—¿Te sientes bien para caminar? —le preguntó su madre.
—Sí… sí —respondió poco convencida.
—Debes caminar, así el parto será más rápido —le aclaró.
Mientras Rocío de la Mañana y Estrella Azul preparaban todo lo necesario, Flores del Bosque, entre punzada y punzada, caminaba en el exterior de la cabaña mientras el sol se alzaba por completo.
Gran Águila se despertó y, al darse cuenta de que su mujer no estaba, salió a toda prisa del tipi. La vio caminar despacio, para después detenerse de golpe con el torso inclinado hacia delante, gimiendo de dolor.
—¡Flores del Bosque! —la llamó mientras corría hacia ella.
Le rodeó la espalda con un abrazo para sostenerla y le ofreció el otro como apoyo.
—Debo caminar —dijo en cuanto recobró el aliento.
—Está bien, lo haremos juntos —ofreció un considerado Gran Águila.
Caminaron durante más de una hora. Las contracciones eran más y más frecuentes, cada vez que se sufría una, le habría gustado gritar, pero se contenía y solo emitía un gemido ahogado para no asustar a su marido. Sin embargo, él notaba cuánto sufría ella, pues su mano le apretaba el brazo con gran ímpetu. La fuerza que le hacía era igual al dolor que le provocaban las punzadas. Hasta que el agarre fue ininterrumpido.
—Ya está, acompáñame —dijo con dificultad para respirar.
Gran Águila la dejó en la manos expertas de la suegra y la tía. La acomodaron sobre el mullido lecho, mientras su madre le explicaba cómo respirar para aliviar un poco el dolor, pero este era cada vez más intenso y punzante, y su respiración, más entrecortada. Las dos mujeres la ayudaron a ponerse de rodillas, estaba empapada en sudor y, en el momento culminante, arqueó la espalda y emitió un grito que se oyó en todo el campamento. Después, todo pasó en un instante: había nacido.
Cuando vio a su bebé, el parto le pareció un recuerdo lejano, ya había olvidado todo el dolor. Tras cortar el cordón umbilical, le dieron otra infusión a base de raíces, llamada por los nativos «raíz del nacimiento» porque detenía la hemorragia causada por el parto. Mientras Flores del Bosque se la bebía a pequeños sorbos, las dos mujeres se ocuparon de la recién nacida.
Lavaron a la pequeña y le frotaron el cuerpecito con hierbas aromáticas y un unto con una mezcla de grasa y arcilla roja. La enrollaron en suaves pieles y la depositaron en la cuna. Confiaron el cordón umbilical a la abuela, quien lo envolvió en hojas de salvia, lo colocó con cuidado en una bolsita de piel decorada con pigmentos naturales que colgó en el exterior de la cuna. Este amuleto la acompañaría toda la vida y más allá...
En el momento de su nacimiento, el vuelo de un halcón que, besado por el sol parecía dorado, atravesó el campamento al mismo tiempo que al primer llanto del bebé se unía un largo y fuerte aullido procedente de la Rocas Sagradas que se erigían, no muy lejos, a sus espaldas. Gran Águila, así como el resto de la tribu, siguieron con la mirada su vuelo, directo hacia otra figura que estaba inmóvil y miraba en su dirección: era un lobo. Cuando el halcón lo alcanzó, ambos desaparecieron entre las rocas.
El chamán profetizó:
—El vuelo de este halcón ha llegado más allá de los confines de nuestras montañas, hacia aquel lobo, el pionero, el espíritu libre de la naturaleza intacta e indómita… —el hombre se interrumpió, Rocío de la Mañana salió para comunicar el nacimiento.
—¡Puedes entrar a conocer a tu hija! —anunció la mujer.
Gran Águila entró en la cabaña. Estaba emocionado, y la imagen de aquella pequeña criatura llenó su corazón de una alegría tan grande que también caía por sus ojos. Aguardó a que las mujeres salieran y después cogió a la pequeña entre sus brazos y le contó a su mujer el vuelo del halcón en el momento de su nacimiento.
—Creo que el Gran Espíritu te ha sugerido su nombre. Halcón Dorado es perfecto para la hija de un gran jefe —Flores del Bosque dio su consentimiento.
—¡Hágase la voluntad del Gran Espíritu! —afirmó satisfecho.
Se arrodilló al lado de su mujer y le tendió a la pequeña para que pudiera darle de mamar. Permaneció allí observando la primera comida de su hija, y pensó que no podría existir nada más maravilloso que la visión de una madre amamantando a un hijo.
Cuatro días después del nacimiento de Halcón Dorado celebraron la ceremonia de asignación del nombre, que ninguno de los nativos conocía todavía. Flores del Bosque le pintó el rostro con la harina de maíz sagrada. Después, la envolvió en una preciosa manta y, junto a Gran Águila, la sacaron por primera vez al exterior, para presentársela al sol naciente y a toda la tribu.
El nacimiento de un bebé era acogido con gran alegría, como el más preciado de los dones. Un bebé no pertenecía solo a su familia, sino a toda la tribu.
Aquella mañana al alba, Gran Águila habló:
—El Gran Espíritu ha enviado a su mensajero, que ha atravesado nuestro campamento con su vuelo. —Cogió a la pequeña entre sus manos y la elevó al cielo proclamando su nombre—: Halcón Dorado es su nombre. El Gran Espíritu confiere a esta hija las cualidades del halcón para que sea valiente y fuerte, generosa y altruista.
Los golpes de los tambores resonaban en el aire. El chamán entonó un canto sagrado al que se unieron las voces de toda la tribu, y la danza sagrada acompañó la letra.
Capítulo 3
Ocho inviernos después del nacimiento de Ulfr, al margen de su hermana de sangre Isgred, se añadía un nuevo miembro a la familia: Thorald, de su misma edad, hijo de Harald, conde de la aldea vecina de Oseberg.
Entre los dos clanes existía, desde hacía varias generaciones, un vínculo fortísimo.
Harald, tras la muerte de su mujer Sigrid, quien falleció junto a su segunda hija al dar a luz, era un hombre roto. Durante varios años, decidió encomendar la instrucción y educación de su único hijo a la familia de su gran amigo, el rey Olaf, y de su mujer, Herja.
Ambos miraban a su amigo con preocupación. Harald era un atractivo hombre de 30 años, pero el dolor por la grave pérdida podía vislumbrarse en su rostro, harto y exhausto, que le hacía parecer mucho mayor.
Olaf apoyó la mano en la espalda del hombre.
—¡Arriba ese ánimo, amigo amigo! No te preocupes por Thorald, aquí estará bien, nosotros nos encargaremos de todo —trató de animarlo.
—Estoy convencido —afirmó el hombre, usando un tono de voz que no conseguía disimular la desolación que, por el contrario, lo afligía.
Harald volvió la mirada hacia el hijo, sentado a su lado, con la cabeza gacha y los ojos fijos en sus pequeñas manos. El corazón le dio un vuelco y le acarició la cabeza. El niño levantó la cabeza para mirar al padre, apretando los jóvenes labios para no llorar.
Herja cogió dos recipientes, realizados con cuernos naturales de vaca y decorados con grabados y monedas de oro, los llenó de hidromiel y se los tendió a los