Estaba consagrada a la Virgen María desde el bautismo, así que tenía que participar en la procesión. El sacerdote caminaría bajo un palio llevado por cuatro hombres, sostendría la imagen dorada de un sol delante de su cara y las niñas arrojarían pétalos de rosa a su paso. ¡Qué maravilloso servicio sagrado tendría que realizar! Mi madre me hizo un vestido de organdí blanco con un cinturón azul claro. Me compró unos zapatos nuevos y una corona de rosas para la cabeza. ¡Estaba deseando que llegara ese día! Pero, de repente, todo se canceló porque comencé a toser. Nunca antes había estado enferma, ¿por qué tenía que enfermar gravemente de tos ferina? ¿Estaba Dios enfadado conmigo? ¡Mi madre le regaló a otra niña mi precioso vestido! ¡Me moría de celos! Tan solo tres días después, me encontraba lo suficientemente bien como para salir de nuevo. Eso me hizo sentir aún peor.
De vuelta a la escuela, Frida seguía sin aparecer por clase. El doctor había dicho que no podría asistir a clase hasta que le desapareciera la tos. Iba a llamarla todos los días a su casa, pero nunca me contestaban.
Un día, al pasar al lado de su pequeña casa vi unas macetas de preciosas flores blancas en el patio de atrás. Por fin, alguien se había interesado por Frida y había tenido un detalle con ella.
Mamá me envió a la tienda de Aline a comprar un poco de azúcar para las fresas. Subí los cuatro escalones de la entrada al ultramarinos y me puse a la cola detrás de una mujer con zapatos de piel de cocodrilo. Era alta y llevaba un abrigo de verano, una auténtica dama, muy diferente del resto de las mujeres de nuestra calle.
Cuando vi su mano izquierda con un guante de encaje, me di cuenta de quién era. Por fin, ¡allí estaba la maravillosa dama que tanto admiraba! Debí de quedarme boquiabierta. Menos mal que mi madre no podía verme.
Aline me susurró: “Simone, no te quedes con la boca abierta. La señora comió muchas cerezas y luego bebió agua”. ¡Qué decepción! ¿Acaso no sabía controlarse esa señora? No me había dado cuenta antes de la barriga tan grande que tenía. Solo había visto su preciosa blusa y su bonito collar. Pero ahora también podía ver su enorme barriga que parecía a punto de explotar. Me eché a un lado, y tan pronto como tuve la compra en mis manos, ¡salí corriendo lejos de aquella estúpida señora!
—Simone, ¿por qué no llevaste a Zita contigo a la tienda? —preguntó mamá.
—Zita está enferma y Claudine también. —Con el traje que mamá me había hecho jugaba a ser enfermera.
—Pero eso es solo un juego. Y Zita necesita salir —dijo mamá.
—¡Como está enferma, la vestiré y la llevaré en el carrito de Claudine!
Mamá se rió. Sabía cuánto me gustaba vestir a mi perrita y tumbarla de espaldas como a un bebé dentro del carrito y así sorprender a los que pasaban por el lado.
—Pero Zita necesita ahora ponerse de cuatro patas.
—Pero mamá, ¡está muy enferma! —yo lo sabía mejor que ella, era la enfermera.
—¿Cómo lo sabes?
—¿No te das cuenta de que cada día que pasa su cabeza empequeñece?
Mamá había echado el azúcar sobre las fresas.
—¿Ves?, todo el jugo de las fresas disolverá el azúcar. Cuando volvamos del jardín, las cocinaremos.
Teníamos una vista maravillosa desde nuestro jardín. En el horizonte, a un lado de la colina, se dibujaba la silueta azul de los Montes Vosgos. Al otro lado, estaban la Selva Negra y ¡un brillante sol!
—Vigila a Zita. Le encanta excavar agujeros en el suelo.
Evitarlo no era tarea fácil. Cuando Zita olía un ratón, era imposible detenerla y se ponía a cavar con todas sus fuerzas. Era difícil sacarla de los agujeros tirando de sus patas traseras.
De repente, nos sorprendió la oscuridad que apareció detrás de los árboles. Recogimos rápidamente las herramientas del jardín. Yo ya había puesto la correa a Zita para regresar a casa. Oímos un fuerte ruido, como el de una violenta ráfaga de viento y el cielo se tiñó de rojo. Una oscura nube pasó rápidamente sobre nuestras cabezas. Mamá me cogió de la mano y corrimos en busca de cobijo para protegernos de los “fuegos artificiales”. ¡Se había incendiado una granja!
♠♠♠
Aunque el tiempo había mejorado y la temperatura había subido, Frida seguía sin venir a clase. “Mademoiselle, ¿por qué no puede venir Frida a clase?” En vez de contestar a mi pregunta, me acarició la cabeza.
—¿Todavía tose?
—¡Oh, no! Ya no tose. Ahora está en el cielo.
—¡Ah! Ahora entiendo.
—¿Qué entiendes?
—Las macetas con flores blancas que vi.
Al pasar por enfrente de su humilde casa con las contraventanas cerradas, empecé a llorar. Las flores se habían marchitado. Ellas también habían muerto. No podía seguir mirando. Mi dolor por la partida de Frida hacia el cielo me hizo cruzar la calle. Aun así, sentí un gran alivio por ella. Ya no volvería a toser, sino que se sentaría en una nube y tocaría el arpa. ¿Me estaría viendo?
Tocaba clase de catecismo. ¿De qué nos hablaría el sacerdote hoy?
—Es necesario distinguir entre el infierno y el purgatorio. Cuando un pecador muere, puede evitar quemarse eternamente en el infierno si antes recibe la extremaunción. Cuando el pecador está moribundo, se llama a un sacerdote para que le confiese todos sus pecados sin excepción. Una vez hecho esto, el moribundo puede recibir la Comunión. Puede que no vaya al cielo directamente, pero al menos irá al purgatorio. Este es una antesala del infierno, donde se atormenta con fuego a los muertos, pero de la que se puede salir una vez se hayan expiado todos los pecados. La duración del tormento se puede acortar si los familiares del muerto le piden al sacerdote que celebre misas en su nombre. Además, la familia debe ofrecer sacrificios y rezar por el muerto.
Esa noche fue horrorosa. Vi a Frida y a la señora elegante con su barriga gimiendo entre llamas. Los bomberos tenían rabo como el Diablo, sus caras eran de color rojo intenso y las dos se ahogaban en un río de fuego. A causa del crepitar de las llamas, los santos no podían oír mis rezos. Me desperté gritando. Mamá se sentó al borde de la cama y me secó el sudor que me bañaba la frente debido al miedo. Mi cama era un lío de sábanas. Mamá las ordenó, me arropó y me dio un beso. Me volví a quedar dormida del agotamiento, pero una pesadilla igual de horrible volvió a aterrorizarme. A la noche siguiente, no me quería ir a dormir. Mi cama se había convertido en un infierno.
La cabeza de Zita recuperó su tamaño habitual. ¡Había tenido cachorros! Poco después, la señora elegante pasó por mi lado un día soleado empujando un carrito de bebé. Su barriga también había encogido. Corrí apresuradamente hacia mamá y le pregunté:
—¿Las madres llevan a sus bebés en la barriga como Zita?
Tras la respuesta de mamá, me quedó claro que la señora Huber y Aline ¡eran unas mentirosas!
—Pero, entonces, ¿por qué dice la gente que debo dejarle un azucarillo a la cigüeña si quiero tener una hermanita?
—Eso es un cuento para los niños pequeños.
¡De nuevo me consideraban una niña pequeña! Y yo ya no lo era.
—Mamá, ¿por qué mienten los adultos?
No obtuve respuesta.