Después de cuarenta años de pesquisas pude hallar en el capítulo “Tang Wen: preguntas de Tang”, parágrafo 3, la leyenda, porque el camarada Mao tuvo la precaución de no señalar la fuente. Por ello sé que las montañas Taixing y Wangwu ocupan una superficie de setecientos li y su altura alcanza los diez mil ren. Puedo decirles que es un li, pero lo de ren se los quedo debiendo. Esas montañas, sigue diciendo el Lie-Zi, se encontraban situadas al sur de Jizhou y al norte de Heyang. En la montaña del norte vivía Yu gong. Tenía cerca de noventa años y su morada tenía enfrente ambas montañas. Estas suponían para él un obstáculo enojoso, pues en sus desplazamientos debía dar un gran rodeo. El anciano Yu gong reunió a sus hijos y nietos, y les propuso remover esas montañas. La mujer, siempre la mujer, con los pies plantados sobre la dura realidad, le dijo que eso era una tontería. El anciano dijo que esas montañas no crecían y que cada piedra que se les sustrajese las reducía inexorablemente. Primero, dijo, comenzarán mis hijos, después los hijos de mis hijos y los hijos de estos… Al ver la terquedad del anciano, el espíritu portador de la serpiente temió que Yu gong consiguiera su propósito y fue con chismes al emperador de Jade. Pero este, conmovido, ordenó a los hijos de Kua E que transportaran sobre sus espaldas las dos montañas, una al este de Shuo y la otra al sur de Yong, y cada montaña es custodiada por una serpiente. Desde ese día no hay montes que obstaculicen el camino entre el sur de Ji y la ribera del río Han. Téngase en cuenta que el ideograma yu tolera la traducción al castellano de “tonto”.
Naturalmente, no era preciso saber estas cosas para entender el texto de Mao. La perseverancia era una de las virtudes del revolucionario. No había que desesperar: tarde o temprano, iluminados por la leyenda del anciano Yu gong, terminaríamos por desmontar al emperador, que cada cuatro años, para el caso colombiano, cambiaba de nombre sin perder su esencia. Porque había una esencia, una naturaleza permanente: los malos eran siempre malos, pues esa era su naturaleza, y los buenos, buenos. Como en los cuentos infantiles, ningún malo al principio podía devenir en bueno al final. Se alimentaba un pensamiento maniqueo, de simples antinomias inamovibles, a pesar de las constantes lecturas de las cuatro tesis filosóficas, después ampliadas a cinco. La primera y la segunda tesis ya se encuentran en el final del primer tomo de las obras escogidas de Mao: “Sobre la práctica” y “Sobre la contradicción”. Pero eso de la identidad de los contrarios, de que lo bueno tiene en sí algo de malo y al revés, nunca pudo aceptarse, porque esto podría comprometer el odio de clase y dar al traste con la lucha de clases misma, razón de ser de nuestro mezquino paso por este mundo. El odio de clase era el estado de ánimo ideal, motor de la lucha contra toda forma de explotación económica, opresión política y dominación ideológica. Porque, bien se ve, éramos explotados, oprimidos y dominados por una clase que compendiaba todo lo malo habido y por haber.
Ricos, magnates, grandes empresarios, inclusive grandes terratenientes o ganaderos, megacomerciantes, en el pueblo no los había. Pero cualquiera que tuviera unas cuantas hectáreas de tierra para ganadería que nunca fue extensiva o laborable, lista para ser arrendada, nos venía bien como “enemigo de clase”. Había sí, cómo no, godos y visigodos y ostrogodos, sin que a las derechas pudiéramos establecer los matices y los grados. Había reaccionarios, y reaccionario podía ser el indiferente o burlón que se encogía de hombros ante los argumentos de los cofrades. Solo había un comunista del viejo partido, pero alguna vez le tocó algo de la lotería y se olvidó no solo de hacer regaderas de latón, que era su oficio, sino de las ideas comunistas. Por ello, alguien, claramente ofendido, escribió con alquitrán en una blanca pared del barrio Loma del Viento: “Un pueblo con hambre no compra lotería, ¡se organiza y lucha!”. La revolución era la solución para todos los males; significaba, ni más ni menos, no una revolución, sino poner arriba lo que estaba abajo y abajo lo que estaba arriba: un giro de ciento ochenta grados. Se soñaba con que algún día la tortilla se volviera y que los de abajo comieran pan y los de arriba mierda. Había que limpiar el camino de abrojos; tumbar la maleza y hacer una gran pila y meterle fuego; después la ceniza cumpliría su labor de abonar y, sobre ese campo, se podía roturar y sembrar. Y así se hacía en los primeros días de mayo, cuando llegaban las lluvias: para esos días debían estar listas las plántulas de tabaco, que habían germinado sobre las eras abonadas con caca de hormiga. Y era bueno y bello trasplantar las plantitas al terreno donde habrían de crecer y dar hojas que desde siempre se clasificaron en tres categorías: jamiche, capote y capa. La capa se cotizaba tres o cuatro veces por encima del capote y este, tres o cuatro veces por encima del jamiche. Cuando el corredor de la hoja quería ganar más de lo convenido, porque había convenciones no invisibles o no escritas, sino menos inflexibles y de aplicación universal, clasificaba como capa inclusive hasta los mazos de jamiche. Nosotros en el barrio y en la casa fuimos siempre jamiche, sin ínfulas ni siquiera de capote. Las pesas romanas, llamadas simplemente romanas, estaban mal calibradas y siempre declaraban un peso por debajo del real, y de esta manera se estafaba por partida doble al agricultor.
De esos jóvenes que llegaron de Barranquilla, que ya no era la Arenosa limpia, conservo los rasgos, los ademanes, la seriedad y las palabras de Manuelito Estrada, hijo de don Manuel Estrada, quien, de niño —era su decir— había sido testigo de la matanza de trabajadores bananeros en la plaza de Ciénaga, donde ahora se yergue el monumento que esculpiera Arenas Betancourt. Muchas veces estuve en esa plaza, porque era estación del ferrocarril que recorría los pueblos de Zona Bananera. En esos vagones de ventanas herrumbrosas, olorosos a leche recién ordeñada, a pomarrosas maduras, a guineo paso, a marañón, mamey, níspero y horchata de ajonjolí, transcurrió parte de mi infancia y de mi adolescencia. Pero volvamos a Manuelito: el joven, siempre inquieto e inconforme, dio giros y giros, estudió Sociología en la Universidad del Atlántico, su trabajo de grado fue laureado, descolló como dirigente nacional estudiantil y finalmente se enroló en las filas de las Farc-EP. Desde siempre fue intransigente, como su padre, inflexible, de una sola pieza como suele decirse, pero no comulgaba con ruedas de molino, y quiso ser como era, y fue como fue, y terminó fusilado —“ajusticiado”, dijeron esos oscuros jueces de la “justicia revolucionaria”— y su cuerpo yace bajo las raíces de algún arrayán del Catatumbo.
El Partido, como el pueblo, siempre fue una realidad metafísica. Cuando estábamos a punto de alcanzarla, siquiera tocarla con la yema de los dedos, se esfumaba, se disolvía en la niebla. Realidad ficticia, si la hay, inasible, desconcertante. Había miembros del Partido y estos eran seres casi intangibles, en el orden de los ectoplasmas. Llegaban y se iban tal cual habían llegado, sin saber quiénes eran, qué pensaban, porque se limitaban a repetir las analectas de Mao, a anatematizar al enemigo de clase, a señalar algunos nombres de seres obtusos, traidores,