Leopo llegó al pueblo y desde su arribo, al tocar en el portón de zinc de su casa del barrio Pénjamo, fue una risotada continua.
—¿Quién anda? —Se escuchó la voz de su madre.
—Un verraco… —él contestó.
—Tírenle unas tusas o algo de lavaza —respondió la madre.
En el pueblo, “verraco” no era más que un cerdo, cochino o marrano, puerco por su afición a los excrementos o al fango. Leopoldo Herrera era un verraco: había sido amigo del doctor Tulio Bayer y estuvo enrolado en la aventura del Vichada y detenido unas semanas en la base militar de Apiay al lado de Bayer y Tanque, su compañera. Llegó a San Jacinto con una navaja suiza, cortesía del médico manizalita que, a esas mismas horas, estaría aterrizando en Bruselas, en calidad de asilado político. En el mismo macuto que perteneciera a Bayer, Leopoldo encaletó años después Carta abierta a un analfabeto político y San Bar: vestal y contratista, ambas de Ediciones Hombre Nuevo.
Blas Panza tocaba la guitarra y entonaba las canciones de Pedro Infante y Jorge Negrete, con su acento gutural calabrés. Tenía libros y los prestaba sin usura. Era amigo del maestro Romeo, empastador de libros y por ello sus libros estaban finamente empastados. En la sala de su casa había un retrato al carboncillo de Giuseppe Garibaldi y una fotografía de Antonio Gramsci. Leía un viejo tratado de Eliseo Reclus y un libro de pasta dorada de Erricco Malatesta. Después de terminar mis estudios en el Instituto Rodríguez e ingresar a la Escuela Vocacional Agrícola (eva), dejé Corazón, de De Amicis, y me convertí en aplicado lector de Malatesta. Don Blas Panza me regaló El extravío de la razón, de Charles Fourier, y a mi hermano le hizo entrega, en mi presencia, de Ibis y Flor de fango, de don José María Vargas Vila. Nuestro destino, sobre todo el mío, empezó a joderse sin remedio.
Mi padre sembraba tabaco. Mi familia cosechaba al final del año tabaco en rama que solo servía para pagarles las deudas a los corredores y a los tenderos. Mi hermano jornaleaba, pero sus sesos estaban día y noche en la revolución. Sus ojos permanecían catorce o más horas diarias sobre las líneas de los textos de Mao y uno que otro folleto de Marx o Lenin, de los cuales recuerdo El manifiesto comunista y A los pobres del campo, del renano y del joven de Simbirsk respectivamente. Un normalista, devenido en filósofo y estratega, y dos abogados, también devenidos en filósofos y teóricos, fueron nuestros maestros lejanos. Porque teníamos un maestro cercano, a la mano, de uso doméstico: el profesor Carlos Rafael Estrada Pacheco, llamado Rafa Pacheco, sin más, o el profe Rafa. Jocoso y dicharachero, fiestero, de baja estatura y largos alcances, fornido, nos inició en la lectura de El Capital, de Marx, en una bella edición de Editorial Progreso (Moscú) de pasta dura. Solo recuerdo el olor a pitahaya y a piñuelas maduras, el calor entre los trupillos, las zarzas y los aromos, y la voz pausada del profe Rafa explicándonos el primer capítulo del primer tomo, del cual no pudimos pasar en todo un año de lectura aplicada. Cuando terminaba Pacheco su explicación, comenzaba la suya Adalberto Chamorro Tovar, otro profesor, y esta vez se trataba de Pedagogía del oprimido, del nordestino Paulo Freire.
San Jacinto era, y lo es, un pueblo de artesanas y artesanos, de músicos, de gente creativa y creadora. Mi padre capaba marranos y retornaba los huesos luxados a su lugar cierto; cazaba zainos y morrocoyos y era bueno para la cocina. Mis hermanas menores aprendieron a doblar tabacos y tejer hamacas, y a mi casa solía ir un viejecito oloroso a pachulí, con sus dedos adornados de finos anillos y sortijas, en busca de los puros. Mi primo Arturo Vásquez Martínez compraba las hamacas. Mis hermanas fiaban el hilo en la tienda de Nayib, un árabe con ojos de árabe y manos de árabe, y las ropas se compraban a cuotas en el almacén de Genaro Lentino, después convertido en una escuela de banquetas. En mi infancia había escuelas de banquetas y yo hice mis primeros estudios formales en la escuela de la seño Cristia (Cristiana Nicolasa Pereira), y recuerdo siempre a sus hijas y a su esposo Homero, porque por ese tiempo descubrí, en una panadería de una dama de San Juan Nepomuceno, un ejemplar ilustrado de la Ilíada. Pero nunca quise ser Aquiles, sino Héctor: desde ese tiempo primordial mis afectos estuvieron del lado de los sitiados y vencidos. Aprendí a devanar el hilo para las hamacas al lado de mi abuela Dionisia. La abuela se dormía con el quejido del devanador y yo seguía la faena hasta bien tarde de la noche. Pero después me olvidé del devanador y comenzaron las llamadas tareas revolucionarias. Me gustaba detenerme al frente de una casa de tapia pisada, a la salida del pueblo, rumbo a la hacienda Cataluña, por ese tiempo invadida (“recuperada”) por medio centenar de campesinos. En la pared, una mano había escrito: “Por la memoria del padre Camilo, ¡No vote!”. Los militantes del nuevo partido eran antiimperialistas, antioligárquicos, antirrevisionistas, antielectoreros y, a veces, llegaban militantes que eran todo lo anterior y, además, anti…oqueños. Porque llegaban “intelectuales” de diversas universidades y colegios de Medellín, Manizales, Pereira, Bogotá, Barranquilla y Cartagena. Eran seres extraños, envueltos en una atmósfera de ausencias, de ojos miopes, de lentes culo de botella, que hablaban en susurros y apenas si comían o bebían. Eran eremitas de ciudad, en franco proceso de bolchevización. Iban al campo a comer como los campesinos, a vivir como los campesinos, a pensar como los campesinos, porque, en el pensar del joven Mao del Informe de una investigación del movimiento campesino de Junán, el ojo del campesino jamás se equivocaba. Iban a depurarse de las toxinas pequeñoburguesas, a echar callos en sus manos finas y a andar decenas de leguas por esos andurriales de Las Palmas y Bajo Grande, por los caminos que en el mito recorriera el coronel Aureliano Buendía, el derrotado de treinta y tres batallas.
Mi abuela paterna tuvo un pequeño negocio de bollos limpios y con ello levantó la parentela. Mi padre fue el mayor de los siete y mi tía Elena, la menor. Recuerdo, entre gallos y medianoche, a mi abuela Regina Venecia y a mis tías paternas Rosa, Lucila, Clotilde y Elena; a mis tíos Miguel y Manuel, los fugitivos, y Julio, el suicida. Tengo patente a mis primas por el lado paterno y casi no recuerdo nada de una finca al pie del cerro de Maco, en el occidente, por un lugar mítico llamado Matambal, y su trapiche en la niebla y el frío y los panelones incrustados de coco y anís que eran una delicia. Y sé que esa finca se la quedó el tío Pedro, el mismo que ostentaba una verruga en el mentón y que tenía una frente amplia y despejada como la del Mao convertido en el gran timonel de la Revolución china. Supe también por esos años del final de mi niñez que el tío Pedro había sido liberal gaitanista; en los días locos del 9 de abril de 1948, su casa había sido incendiada por las turbas que comandaba un tal Dimas Solano, una especie de Laureano Gómez, el Monstruo. Pero Dimas era solo un “lobito”, como suele decírseles a las lagartijas en el pueblo. Tuvo su época estelar durante la larga noche de la violencia de los conservadores en el poder contra los liberales sin el poder. Mi abuelo Nicolás fue baleado en una tómbola durante unos carnavales, y desde entonces mi padre se convirtió en el sostén de la familia. Con sus manos construyó la casa de bahareque y la techó de palmas amargas. Construyó una cocina amplia con una hornilla y un tanque de abastecimiento de agua siempre llena de gusarapos. Recuerdo el golpe del tarro de avena Quaker al zambullirse en el agua sonámbula y los pequeños bichos, como espermatozoides, en su marcha curvilínea hacia la boca sedienta. Me gustaba el olor del agua estancada y dormida, la caricia del tarro de avena en los labios y el sabor a taruya y bledo. Era una vida rústica, sobre una tierra rústica, entre gentes rústicas, de manos amplias y bocas frescas que no mezquinaban ni la risa ni el saludo.
Terminé