Es así que las virtudes serán vistas como los miembros, brazos, piernas, manos… del cuerpo espiritual del hombre. Los Padres del Desierto expresaron sus conceptos de las virtudes, sobre todo, a partir de ciertos axiomas:
- La virtud es el único bien, el vicio el único mal, el resto es indiferente.
- La virtud es el justo medio (Ecl 3, 1ss.; Mt 7, 13).
- La virtud se practica por sí misma, lo cual significa que se practica sin buscar ningún tipo de recompensa y esto procura la felicidad perfecta. Sin embargo, para el cristiano la “virtud” busca la unión con Dios. Dice San Gregorio Nacianzo: “Dios es llamado caridad, paz, y con estas denominaciones nos exhorta a transformarnos según estas virtudes que lo cualifican”.
- Las virtudes son la medida de nuestra deificación. Y la virtud por excelencia es Jesucristo, es la plenitud de la verdad, sabiduría, justicia, paciencia, esperanza, fortaleza… Entonces, quien practica estas virtudes participa de la esencia de Cristo.
Qué importante es, entonces, intentar hacer uso de “un estado de soledad” para ahondar ese espacio y sacar provecho para la virtud.
Si bien la “soledad”, como estado de desánimo e incertidumbre, es un camino seguro hacia la infelicidad, la “soledad como mónosis, enseña San Nilo de Ancira, es la “madre de la filosofía”, es decir, de la reflexión, de la revisión de vida, en función de un presente más liviano, de un pasado menos espeso y de un futuro esperanzador. Esto quiere decir que, si caemos en soledad, debemos tratar interiormente de hacer un esfuerzo y ver la posibilidad de profundizar nuestro mundo interior por encima de los vaivenes de la vida; pero solo será así cuando ésta es deseada, elegida y aceptada.
Por cierto, sabemos que, en la mayoría de las personas, no es así. Hay una soledad amarga que hemos de soportar a la fuerza por limitaciones de nuestro carácter o por frustraciones que irrumpen en nuestra existencia, o por las infiltraciones inadvertidas en las distintas dimensiones de nuestro ser.
Los monjes y monjas responden al llamado de Dios y se retiran a los Monasterios. En la Historia de la iglesia, se presentan muchas formas de vivir en soledad, las cuales se agrupan en ermitaños o en monacatos. Digamos que la soledad para estas personas, hermanos nuestros, se torna en sacramento: espacio sagrado. San Ammonas la considera como el origen de todas las virtudes cuando enumera: “En primer lugar, la soledad; la soledad engendra la ascesis y las lágrimas. Las lágrimas engendran el temor”. Los elogios de la soledad, del desierto, de la celda, han sido cantados en todos los tonos por los escritores del monacato antiguo. Son alabanzas sinceras y razonadas. San Arsenio, hallándose todavía en el palacio imperial, oró a Dios en estos términos: “Condúceme a un camino en que me salve”. Oyó una voz que le decía: “Arsenio, huye de los hombres y te salvarás…”.
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