Hoy Camus conserva, contra quienes lo combatieron en su tiempo y a favor de todos los que se le acercan, un lugar privilegiado por su sustancia ética y vital, su entrega a las mejores causas, su profunda intuición de la política alejada de todo extremismo, y contribuye con su pensamiento a soñarnos en una sociedad de auténtica democracia, que asuma sus carencias en la educación, la formación y la vida humana y humanizada de todos.
La reedición de este libro del que no reniego, sino en cuyos conceptos, frágilmente expuestos por mí a la luz de la búsqueda camusiana, aspiro a seguir viviendo, me permite volver a ver a Camus como testigo clave de la permanencia y fecundidad de unas ideas tan criticadas en su tiempo por los maoístas, Sartre entre ellos, y por tantos empecinados totalitaristas, que nunca sospecharon la caída del muro, las caídas de los infinitos muros que separaban Occidente de Oriente y que para hoy se han consumado, aunque ni de lejos se haya logrado, individual ni, menos aún, socialmente, que la vida ni la mente humanas cambien hacia el bien, aunque se ha probado de qué modo los totalitarismos de cualquier signo, incluso los atroces fundamentalismos religiosos, pueden devorar el bien y el valor, sin devolver a nadie, en el pan o la idea que intentaron justificarlos, una vida en dignidad.
Camus tenía razón, la tuvo frente a un Sartre, hoy casi olvidado para el común de las gentes en sus orgullosas complejidades intelectuales, a base de las cuales tan mal juzgó a Camus alguna vez.
A la muerte de Mao, en 1976, las tropas de Jean-Paul Sartre empapelan los monumentos de París con su retrato enlutado. El director del diario La Cause du Peuple no necesitó viajar a China para hacerse maoísta. Estos y otros intelectuales notables, ¿cómo pudieron no solidarizarse con las víctimas ni ver al pueblo chino? Aquí hay un gran misterio o un amoralismo pétreo. Dudamos que el vínculo entre ciertos intelectuales y tiranos como Stalin, Mao o Castro haya sido la búsqueda de la libertad, la justicia y la democracia. Esos valores sólo se proclamaban para uso de los tontos. Esos intelectuales adoraban por sobre todo la violencia revolucionaria, la estética de la violencia. ¿No era su deleite el espectáculo de la revolución? A nuestros maoístas les habría resultado imposible ignorarlo todo. En La Cause du Peuple, Sartre escribe: ‘Mao, a diferencia de Stalin, no ha cometido error alguno’. ¿Y la hambruna de 1962? Fue ‘una traición de Moscú’. ¿Sartre es un ignorante? Lo dudo. ¿Denunciará, al menos, los campos de trabajo y de muerte? En absoluto; guardará el mismo silencio plúmbeo que sobre el gulag soviético. Es obvio que nuestros maoístas ‘sabían’, pero no daban prioridad a los derechos humanos. Eran revolucionarios para gozar del espectáculo de la revolución. Sí, gozarlo. Barthes solo se interroga acerca de la sexualidad de las chinas. Nuestros peregrinos le deben poco a Karl Max y mucho al marqués de Sade. El maoísmo francés no es sinónimo de stalinismo. Es el stalinismo más China, un avatar en la larga historia de nuestra sinofilia o sinolatría. Los franceses bien intencionados siempre han tenido cierta idea de China. Todo comenzó en 1702, con las Cartas edificantes y curiosas sobre China, publicadas por unos misioneros jesuitas. Ellas introdujeron en el imaginario francés e italiano tres nociones inventadas por sus autores: China es gobernada por un emperador filósofo, los chinos practican una moral atea y la administración pública está en manos de mandarines honrados. La realidad era otra: el emperador era un tirano, la burocracia era corrupta y el pueblo practicaba el budismo y el taoísmo. Por razones diplomáticas, los jesuitas fingieron no haber visto nada. Pero, ¿qué importa esto a los intelectuales franceses? [https://www.lanacion.com.ar/838894-mao-una-pasion-francesa]
A esta fe sin fisuras en las revoluciones, Camus oponía su voluntad individual de felicidad, aun sabiendo que ‘uno puede avergonzarse de ser el único en ser feliz’; desde la dicha maciza y personal, anhela la dicha en solidaridad. Si todo trabajo humano está condenado a la esterilidad, vive en la obstinación de buscar, buscarse y crear.
Pasados tantos años, no solo nada ha cambiado respecto de su pensamiento, sino que me siento aún más segura de cuanto afirmé, al respecto, en este libro, salvo, quizá en mi actitud religiosa que poco a poco ha derivado hacia una apertura sana, por sincera. Me sigue admirando este pensamiento ateo, aunque ligado a la visión cristiana de la existencia tras las desilusiones de izquierdismos sucesivos y revoluciones –o pretextos de revoluciones– traicioneras, traicionadas e infecundas, a cuya existencia se impone la condición de una naturaleza humana incapacitada para sostener una lucha incesante contra la traición y el mal, pero que busca incesantemente alguna forma –aunque sea solo como esperanza– de perfección.
El agnosticismo no es feliz ni cómodo, no debe serlo. Como no debe serlo la fe. Pero todo ser humano sincero aspira a un mundo mejor y, quizá, a una esperanza que trascienda los muros de su universo y de su tiempo.
Susana Cordero de Espinosa
Cumbayá, octubre de 2017
Todos, aun aquellos que no conocen a fondo la obra de Albert Camus, saben de la trascendencia de su quehacer artístico, uno de los testimonios más penetrantes que la inquietud por el hombre, característica de la mejor literatura europea del siglo XIX, haya podido dejarnos.
La problemática camusiana, de hondo sabor humanista, vertida gracias a una suprema capacidad artística en lenguaje de extraña asequibilidad, lo ha consagrado como un maître a penser de las actuales generaciones.
Camus recibió el premio Nobel muy joven aún, en 1957. Este galardón le dio fama universal, pero no hubiera bastado para hacerle durar, si no hubiese consagrado el quehacer de un hombre auténtico, artista –pensador en la emoción y la solidaridad– que, penetrado por los problemas de su tiempo fue, ante todo, un hombre en búsqueda, un hombre de acción.
Durante mucho tiempo se catalogó a Camus como escritor existencialista. Equívocos como este se mantienen todavía en un medio como el nuestro, en el que los lugares comunes constituyen, tantas veces, todo conocimiento. La imagen superficial que de él nos hicimos a través de una de sus obras, generalmente de El extranjero, nos lo entregó como el novelista del absurdo o, lo que es aún menos verdadero, como el filósofo del absurdo.
Camus no fue filósofo, y no quiso adherirse a sistema alguno. Tampoco fue un pensador pequeño–burgués cuyas lecciones sirvieran solo para hombres cómodamente instalados ante una taza de café. Conoció la miseria de los barrios pobres argelinos e ingresó al partido comunista, del que se retiró pocos años más tarde; su itinerario es, pues, el de tantos de nuestros jóvenes en busca de una vida auténtica, y su particularidad, la coherencia intensa con su infancia, con su tiempo desolado, con lo que para él fue su deber.
Hay muchos y excelentes estudios sobre Camus, mas nos llegan apenas por sus referencias bibliográficas, sin sernos asequibles, pues en su mayoría están publicados en francés o inglés; en nuestra bibliografía ecuatoriana conocemos apenas un título: Humanismo de Albert Camus, por Juan Valdano1, que examine de manera detenida la singular obra de ese autor.
Impelidos por la urgencia, estudiamos a pensadores nuestros, pero en nuestra realidad no solo ellos están presentes. Escritores hay que serán siempre como hermanos mayores, universales y localizados, imprescindibles para todos. Entre ellos está, sin duda, Camus. Queremos interpretarlo en homenaje a aquellos que saben que todo lo humano nos pertenece y tanto más, cuanto mejor expresa nuestro hoy angustiado, las previsiones de un futuro que cada día se hace presente, anclado en parte fundamental en un pasado –el antiguo humanismo mediterráneo– cuya alegría, tragedia y voluptuosidad animan todavía las reconditeces de nuestro quehacer.
1. Juan Valdano, Humanismo de Albert Camus,