El sueño de Miranda. Fernando Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernando Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878706016
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de Posadas, volcó al impactar contra el cuerpo lánguido y prolongado de un curiyú que atravesaba el ancho de la ruta. Además, más de tres cuartas partes de ambas carillas que correspondían a la sección de muertos y nacidos, solo eran ocupadas por fallecidos y tan solo un puñado de nacimientos eran asentados allí. Es extraño, demasiadas muertes, y los hijos fallecidos acompañan el recordatorio. Pero, además, una nota periodística al final de la sección trataba el curioso caso de que, en todos los fallecimientos, muchas dedicatorias terminaban con la misma frase: “Ya no te volveremos a ver”. En ese instante de su reflexión volvió a oír la voz de Ana que salía del contestador:

      Hay más muertes que nacimientos, ¿no es así?

      Miranda respondió al mensaje y le pidió verla.

      —Otra vez en esa pocilga no, Miranda —le contestó—. Mejor será mañana a las 18.30 en la parroquia próxima a la plaza.

      Caminó esas cuadras con la ropa pegada al cuerpo. Había bajado la presión y la humedad le inflamaba los huesos. Se pronosticaron precipitaciones aisladas hacia la tarde que solo traerían algo de alivio, pero solo eran las mismas promesas errantes de las estadísticas. A pocos metros, ya divisaba la cruz y las rejas cubiertas por una enredadera espesa y mal cuidada y cuyas hojas ya dejaban de ser verdes para ir cayendo muertas y grises. La capilla estaba situada en una media cuadra bastante transitada, sin embargo, a esa hora, solo había gentes queriendo volver a sus casas. La claridad de la tarde confundía el tiempo. Se paró frente al ingreso y observó hacia el extenso pasillo de lajas blancas: la puerta de la capilla estaba entre dos cercos de piedra, y supuso que Ana estaría llegando. Se preguntaba si entrarían o si solo se quedarían allí sentadas bajo el cuidado de esa cruz extrañamente pequeña y con un paraguas encima, como si se juntaran la culpa y el poco criterio para las formas. Habrían pasado apenas dos minutos, y ya se colmaba de impaciencia, así que se apoyó sobre un tapial que sostenía una fuente con agua bendita y, al momento de cruzarse de brazos, el sacudón de sus reflejos le hizo pegar un salto por unas manos que le llamaron por la espalda.

      —¡¡¡Mil demonios Ana!!!

      Con sus ojos pícaros, le ordenó que pasara mansamente. Las rejas estaban abiertas, sin llave. Caminaron unos pasos y llegaron: una puerta de dos alas color celeste torneadas, llamadores de bronce, ranura para el correo y una inscripción en latín sobre el ala derecha. No había picaporte del lado de afuera así que miró a Ana, quien tan solo golpeó dos veces con los nudillos de la mano.

      —Somos nosotras, Padre —susurró.

      La puerta se abrió con ese chillido que produce la madera hinchada y sus bisagras roídas. Solo vieron oscuridad. Ingresaron hasta donde pudieron con las manos extendidas, y las luces se encendieron: las dos hileras de bancos hasta llegar al final, el pasillo del medio de fina alfombra bordó, candelabros tendidos de dos gruesas columnas centinelas del altar y el Cristo allí arriba mirándolas complacientes. Ana, muy resuelta, le tomó de la mano y la guio hasta la mitad del pasillo. Se sentaron en un banco en la hilera derecha. En ese momento apareció un sacerdote con un maletín bajo el brazo.

      —Hola, Miranda —le dijo.

      —Soy el padre Jorge. Simplemente me presento y las dejo a solas en la casa del Señor. Espero que se sientan cómodas y a gusto.

      Le entregó el maletín a Ana y se retiró. Tenía un caminar cansino y algo encorvado, delgado, no muy alto, el pelo entrecano un poco desprolijo y el atuendo típico, en este caso, todo de negro, solo sobresaltaba unos anillos que Miranda pudo observar en el momento que entregó el maletín. Lo observó de reojo hasta el final del altar en el que caminó hacia la izquierda y se perdió tras unas cortinas azules tan renacentista como los vitrales que rodeaban en lo alto la nave principal.

      —¿Que hay dentro del maletín?

      —Ya verás —le dijo Ana—. ¿Recuerdas lo que te conté acerca de la reunión en mi casa entre mi padre y un señor De los Santos que trabaja con él? Pude sacar copia de los documentos que había en el maletín que le dejó en mi casa. Al principio no entendía mucho. Había muchas tablas, cuadros estadísticos y explicaciones demasiado técnicas. Solo llegué a darme cuenta de qué se trataba leyendo el final de lo que parecía ser un informe y su conclusión. En la última carilla daba cuenta de algo extraño que ellos no podían explicar: la tasa de relación entre nacimientos y muertes se había invertido. Normalmente, en el mundo, la cantidad de nacimientos superaba a la de fallecimientos, sin embargo, desde hace unos meses esta relación se dio vuelta. Eso no es todo. La caída de nacimientos en relación con las muertes no fue declinando, sino que pareciera que se estancó. Después de leer la parte final del informe, pude darme cuenta de qué se trataba, así que retomé la lectura desde el principio para tratar de comprender las tablas y los cuadros. La población mundial aumenta desde mediados de siglo, y el crecimiento era cada vez mayor, pero nadie se explica cómo y en qué circunstancia se detuvo. Esto está sucediendo en todos los países del mundo, sobre todo en los países asiáticos. Te traje los informes para que los leas. Creo que te puede interesar. Pero hay más. El motivo real de por qué estamos aquí es otro: mi padre se dio cuenta de la copia que hice del informe. Fui tan tonta que usé la impresora que tiene en su escritorio en vez de hacerlo en otro lugar. Al parecer tiene un dispositivo que memoriza las operaciones que se realizan en él. Cuando regresó a la noche, simplemente quiso hablar conmigo. Pensé en el duro castigo que recibiría, pero no. Mi madre también estaba, por lo que me tranquilizó su presencia.

      “… Mira, hija, parece que el mundo ha cambiado. Científicos de todos los países de la Tierra, así como hombres de fe de todas las religiones y credos, se han reunido para deliberar sobre lo que parece ser nuestra extinción inevitable. Todavía no tienen en claro el origen del problema. Las personas siguen muriendo. Hoy tan solo nos morimos de hambre, de enfermedades, por las guerras que aún persisten en varios países; morimos por asesinatos, por decidía, por terrorismo, por suicidios, por odio. Y ya nadie está naciendo. No hay embarazos ni partos en los hospitales. Las personas han dejado de procrear, de reproducirse en gran parte del planeta. Ya no hay quién se quiera sin recelo, y no hay quién se ame sin firmar algún contrato. Las poblaciones han comenzado a decrecer de modo alarmante y comienzan a dejar sus trabajos, sus familias. Mucha gente se está yendo de las ciudades; la tasa de migración ha estado creciendo silenciosamente. Ya nada los motiva más que terminar sus días en paz. Nosotros también nos iremos. Ya hemos hablado con tus tíos. Ellos tienen una chacra en San Vicente. Nos reuniremos todos allí e intentaremos vivir lo que nos queda en armonía…”.

      —Pero aún queda algo que debo contarte y para ello necesito hacerte una pregunta. ¿Recuerdas tus sueños extraños? Me has contado que has sido perseguida o buscada mientras dormías...

      Miranda, después de haber escuchado el relato de Ana, había quedado absorta, enfrascada en esas palabras que le costaba poder digerir con naturalidad. Su rostro reflejaba una mezcla de incertidumbre y temor, de sorpresa y de angustia por recibir un secreto que la mayoría de la población ignora y de la cual ella comenzaba a ser protagonista.

      —Te he dicho que sí. Tú lo sabes desde el día en que estuvimos en la bodega. Te he mostrado también mis anotaciones acerca de mis sueños con mis ancestros, conmigo misma... Sueños tan reales como inverosímiles.

      Tras escuchar la respuesta, Ana continuó con el relato:

      —En la última cumbre de científicos, se ha comprobado que a las personas que están muriendo les sucede algo que no es normal. Al fallecer, sus cuerpos quedan como inertes, su corazón ya no funciona, su cerebro se queda sin actividad, ya no respiran, ya nada es de sus vidas. Pero hay un problema: los cuerpos mantienen su color, su densidad, su textura, la piel no se deteriora, las carnes no se echan a perder; es como si estuviesen dormidos, plácidamente dormidos. Así es como reunieron grupos de cadáveres de diferentes países y continentes y comenzaron a hacerles experimentos que estaban relacionados con una sospecha, algo que llegaron a comprobar junto con los principales líderes religiosos. Allí había líderes católicos, protestantes, musulmanes, judíos, budistas, hindúes... Los muertos no habían bajado de peso al fallecer. Normalmente, cuando uno muere, la pérdida de esa misteriosa energía se traduce en una baja del peso corporal.