El sueño de Miranda. Fernando Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernando Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878706016
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frente a ella extendiéndole el brazo y las manos, en posición de querer llevársela de allí. Cientos de muchachos pasaban con los mismos zapatos, los rosarios que colgaban de sus cuellos y la delgadez austera de los que aún creen en Dios. Miranda se percataba con la amplitud de su vista que ninguno se detenía a mirarla de frente, cientos de muchachos pasaban y ninguno la observaba. Se miró las manos, de reojo observó la fineza de sus hombros, apenas sus piernas rectas y su vestido blanco; sin levantar los ojos, hurgueteó en su roja cartera de hilo, sacó con sus dedos un espejo de mano y, al levantarlo para acomodar su cabello, no vio más que la nada. Comenzó, nerviosa, a tocarse la cara, sus manos palpaban su nariz, su boca, mentón y mejillas, y, al volver a tomar el espejo, el desierto del cristal la tendía por completo. Levantóse de repente sin saber dónde estaba, el espejo se convirtió en daga y, tomando por sorpresa a esos cientos de muchachos, rebano sus rosarios con la ira de un demonio, y en un momento certero, alzando el brazo, se encontró con José ahí tirado en el suelo. Con su atuendo y sin rostro, tomó el rosario con sus manos, lo abrazó con ternura y lo arrancó de su alma…”.

      Empapada en sudor, seguía sosteniendo con dureza sus esclavas de platino. Se sintió mojada, transpirada; se incorporó entre sueños creyendo haber pasado toda la noche con fiebre, estaba extenuada. Temía volver a pasar por ese viaje, ya no quería vivir situaciones tan reales y despertar en la locura. Aún vehemente el latir de su cuerpo, se sentó dolorida por el trauma y apoyó sus pies en el suelo. Su madre la había despertado con un grito después de golpear mil veces la puerta de su cuarto, y, del otro lado, ni la voz le salía de tan aturdida que quedaba por esas travesuras de su ser, que iban y venían.

      Una tarde, debajo del parral en la casa de Paula, el sol se filtraba entre las hojas y los racimos verdes de uva. Clara cambiaba repentinamente de humor, se sentía sin sentido, menos motivada y cayendo de siesta sobre esa mesa improvisada donde definían algunas estrategias. Las propuestas de liberar al mundo y ajusticiar a los culpables comenzaba a sonar creíble, sin embrago, no les era muy claro por dónde comenzar. Miranda se encontraba con las piernas levantadas y apoyadas por sus pies sobre un reciclado balde de pintura anaranjada, sus manos, entrelazadas sobre su estómago y una mirada tan perdida como las horas que pasaban ahí dentro. Paula, abstraída del entorno con su pequeño walkman, imbuida en coordinar sus rodillas con el movimiento certero y eclíptico de sus manos. Todas estaban sin estar en esa covacha rebelde de guarida de mosquitas muertas. Cuando ya estaban embrujadas por la siesta, escucharon en un tris la repentina sirena agobiante del cuartel de las golondrinas aguateras: esa estación de bomberos donde así llamaban a los autos cisterna con sus escaleras pintadas de un blanco espumoso a sus costados. El sonido les llegaba hasta rozarles la piel y luego se alejaba hasta perderse por detrás de aquellos edificios en bloque con sus calles de miserias; era el barrio pobre donde había decenas de depósitos de cartón y basura. Y, demostrando la parsimonia de los que ya cumplieron su trabajo, Miranda preparó su mochila con lo necesario por si surgía algún imprevisto; Paula imita hasta sus movimientos corporales, mientras Ana y Clara se miraban incrédulas ante esas decisiones tácitas. Prepondera el silencio, cada una comienza una serie de rutinas antes practicada, pero sin tener la noción grave de que esta sería su prueba de fuego. La gente ya se encontraba en las calles, en las puertas de sus casas y, en los balcones con la ropa colgada, se oían las voces en la radio y la música del pueblo. Los hombres reunidos en las esquinas miraban la columna de humo en esa tarde ya caída con los infinitos reflejos escondiéndose al oeste. Al frente, caminaban balanceando sus hombros y con sus cabezas casi bajas, en tono introspectivo y preocupado, ya sentían el calor de las llamas, el olor del siniestro, y las demás la seguían detrás observando esa negrura ascendente sin poder hablar por vencer el tan poco coraje.

       Se armó un perímetro de doscientos metros, todo estaba vallado y custodiado por voluntarios de la defensa civil. Hasta allí llegaron. La gente del barrio, apenas detrás de las vallas con sus gestos adustos y risas nerviosas, los voluntarios que evitaban que pasaran la zona de precaución y los agentes del orden que custodiaban a los testigos. La gente enloquecía por los gritos de sirenas tan absurdas que solo violentaban aún más el drama: el miedo al fuego y al derrumbe y a alguna explosión: todo inmerso entre las serpenteantes mangueras, los bomberos valientes que domaban esas cabezas de tanta presión en los chorros de agua, las jirafas con peldaños se acercaban al fuego poniendo en peligro agallas ajenas. Se oyeron de lejos gritos del orden: que nadie se acercara hasta que todo termine, aunque los curiosos se juntaban para ver el espectáculo, cerveza y vino en las manos de holgazanes, y todo pasaba en lo funesto del hombre.

      Miranda cruzó la frontera, entre las últimas luces se las ingenió para pasar entre bolsones de basura y unos autos aparcados sobre la vereda. Paula, detrás; Clara caminaba de espaldas previendo el grito de alguna custodia y buscando el amparo con sus manos, rozaba las paredes de las casuchas lindantes. Ana pudo franquearse encima de un tapial de cemento y desde allí observar con pequeños binóculos la posición tomada por las demás. A tan solo doscientos metros del foco en ruinas, se podía distinguir a los pequeños voluntarios con cascos de gallareta, y muchos más, que corrían como reclutas en medio de la confusión y el desconcierto. Se percató también, de que lo que fue un gran depósito con techos de chapa y paredes de bloques de ladrillos, se había desmoronado como un castillo de polvo.

      —¡Miranda! ¡Por aquí! —le gritó Clara adelantándose en el recorrido.

      Los efectivos a cargo del siniestro no advirtieron a las huidizas mocosas. A sus espaldas, corrían agazapadas, inconscientes de osadía, pero allí estaban, no había lugar para el regreso. Paula, Miranda y Clara se ocultaron detrás de un contenedor de basura; el olor nauseabundo y el aire viciado de químicos pestilentes las obligaba a tener un pañuelo para cubrir sus rostros. Ocultas de todo, se preguntaron si continuar o esperar a que necesitaran de ellas. Sus ojos decididos a todo enceguecían la ingenuidad de sus ínfulas. Miranda las convencía de que debían esperar, habían llegado muy lejos ignorando el riesgo de que las atraparan; Paula asentía; pero Clara estaba decidida a ir más allá.

      Súbita fue la sorpresa al advertir que unos efectivos de la defensa civil corrían hacia ellas. Se miraron aturdidas, no había otro lugar donde escapar sin que las vieran y las sacaran de allí. La aventura parecía terminada. Paula temblaba, y Clara se tomaba el pecho de pavura, Miranda los oía llegar de todos lados. No había escapatoria.

      —¡¡¡Allí están, Sargento!!! —gritó un subalterno.

      Una veintena de efectivos coparon la vereda. Con sus vistas alzadas, intentando revelar el origen de esos gritos, divisaron las cabecitas de terror. Tres escaleras apoyadas en esas paredes de negrura y fuego las sostenían, capaces de salvar tanta miseria o muriendo en la ceguera y al auxilio se esos niños. La chusma se hallaba curiosa, desesperada por ver esos pequeños torsos a punto del arrojo y a esos impávidos rescatistas colmados de bravura que abordaban al infierno con imperturbable designio.

      —No aguanto, estoy a punto de vomitar —susurraba Paula.

      Mientras oía el final de la queja, Clara se tomaba la frente con la palma de la mano dando rienda suelta a un vómito inconveniente. La siguió Paula con igual inoportuno, dando espalda a la poca vista repulsiva y olor nauseabundo; y, entre tanto, Miranda lograba levantar a tientas la tapa del contenedor. Una mezcla de líquidos fermentados y húmedos deshechos de cartón, plástico y vidrio, sin contar con restos de comida en pésimo estado, fue el cobijo urgente y único escaparate de una mala idea. La madriguera en que se encontraban las amparaba de un fracaso. Ahí, tumbadas entre tanta podredumbre, asediadas por sus propios vómitos y sobrantes de alimentos, toleraban el aire fétido e intoxicado con algunos centímetros de abertura de la tapa que Miranda podía levantar. Arrimaban las picantes narices mientras, se tomaban el estómago, ni siquiera podían gritar del asco rabioso por haberse metido en semejante marrano, ya todo les daba vuelta. Paula expelía por segunda vez, y Miranda exploraba con sus ojos a través de la rendija si pudiesen salir sin ser vistas o caer presas de una humillada controversia.

      Arribaron efectivos con una especie de sostén, algo así como un elástico, un artilugio salvador. Lo traían entre seis cruzando la calle en una noche ya presente, los bravos allí arriba entre el fuego, y la desesperación de esos niños a punto de saltar. Abordó, silenciosa y urgente, la ambulancia precavida del cuartel de las golondrinas