Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Carlos Barros
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417731991
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muy arriesgado, pero la perspectiva de pasar al raso una noche de diciembre era aún más descorazonadora.

      —Disculpe —dijo dirigiéndose al que parecía un poco más sobrio—. ¿Podría indicarme la casa del marqués de Llançol?

      El tipo se le quedó mirando con cara de pocos amigos, era grande y robusto y su mirada no invitaba precisamente a iniciar una conversación con él, pero al fijarse bien en quién le preguntaba cambió ese gesto por una sonrisa tonta medio burlona. El otro despertó también de su letargo y el que en un principio le había parecido más beodo resultó ser el más sobrio.

      —Que dónde está la casa del marqués dice…

      Los dos se reían y él no entendía nada. Uno de los dos se le acercó y alargó el brazo en una dirección.

      —¿Ves esa casa de ahí?

      Sebastián puso toda su atención en el punto que le señalaban tratando de distinguir el edificio en cuestión, y fue entonces cuando el otro aprovechó para abordarle por la espalda. De un solo manotazo en la sien le tumbó, notó el golpe seco impactando en su oído derecho y se desvaneció.

      El par de borrachines se lanzó a desvalijar a su víctima sin piedad. Le arrebataron el pequeño zurrón que portaba y fulminaron sus reservas de comida en un santiamén.

      —¿De dónde habrá salido este piltrafa? —preguntó el que le había distraído mientras le sacudían el manotazo.

      —¿Y a ti qué más te da? ¡Regístrale! —le apremió el otro—. Seguro que lleva dinero.

      Le retiró la capa que le cubría todo el cuerpo y empezó a indagar en las aberturas del extraño hábito que llevaba. Efectivamente encontró allí una pequeña bolsita con algunas monedas, pero no fue ese su único descubrimiento. Agitó en el aire la pequeña medalla de plata que llevaba colgada.

      —¡Es un monje, imbécil! —exclamó su compañero.

      El brutote le miró con cara de no entender nada, su limitada capacidad de raciocinio no concebía que eso pudiera representar un problema. Se encogió de hombros mientras hacía recuento del botín.

      —¿Y si lo has matado? —le preguntó el otro con enfado.

      —Pues mejor, porque así no le podrá contar a nadie que dos tipos como nosotros le han robado —contestó sin más.

      Su lógica era tan aplastante como brutal, pero cualquiera sabía que matar a alguien acababa acarreando problemas, y si era un monje que iba a casa del marqués de Llançol, más.

      — No seas animal, te dije que le dieras un golpecito no que le rompieras el cráneo.

      —¡Bah! Seguro que se despierta como nuevo.

      —Dijo que iba a casa del marqués, ¿no? Pues tenemos que llevarle hasta allí. Diremos que nos lo hemos encontrado tirado en la calle y nos largamos, con suerte mañana no se acordará de nada y nos libraremos del problema.

      El otro seguía sin estar convencido, le parecía muchísimo mejor plan su idea de rematarlo, si es que no estaba muerto ya. Pero la cabeza pensante era su amigo y no él, y hacerle caso solía ser lo más sensato, de modo que accedió.

       IV

      Enriqueta se despertó aquella mañana con las primeras luces del alba. Había sido una de esas noches frías de invierno con el cielo preñado de estrellas. En su casa era la única que se despertaba tan temprano, de modo que lo primero que hizo fue avivar las brasas de la chimenea para empezar a calentar la casa. Al asomarse por la ventana, la potente luz del amanecer le cegó por completo. Aun así permaneció con la vista puesta en el horizonte entornando los ojos acostumbrándolos a esa luminosidad, le gustaba disfrutar del paisaje con la quietud matinal.

      Pero tampoco podía entretenerse demasiado con aquellas banalidades, para ella no dejaba de ser un día más de trabajo y tenía muchas cosas que hacer. Al menos el bendito sol del Mediterráneo prometía lucir pronto con toda su fuerza, eso era siempre reconfortante. Terminó de organizar algunas cosas y no tardó en emprender el camino de la casa de los marqueses como hacía cada mañana. Al llegar a la puerta de servicio se encontró con un revuelo poco habitual. El alboroto se debía, al parecer, a que durante la noche había aparecido en la puerta un misterioso muchacho con hábito monacal. Pero la cosa no acababa ahí. Le contaron que acababa de despertar hacía unos minutos y que de las primeras cosas que había hecho era preguntar por ella.

      —¿Estás segura? —le preguntó a su compañera Consuelo sin dar crédito a nada de lo que contaba.

      —Sí, sí, insiste mucho en que quiere verte —le dijo mientras le agarraba del brazo para conducirle hasta él.

      Efectivamente, un chico con el hábito de los monjes de Sant Esperit yacía en el pequeño dormitorio del servicio. Estaba bastante esmirriado y tenía pintado en la cara el cansancio y el abatimiento. “Pobre criatura, que Dios le proteja.” Dijo para sus adentros. Al acercarse a él se quedó mirándolo y curiosamente su rostro le resultó extrañamente familiar. Esos ojos, eran tan... pero no, no podía ser. Cuando ya estaba a su altura se decidió a hablar con él.

      —Disculpa joven, ¿me buscabas?

      —¿Eres tú Enriqueta? —le preguntó.

      —Yo me llamo así, pero no sé si seré a la que te refieres, no te conozco de nada.

      —¿Erais amiga de mi madre Teresa?

      A ella le dio un vuelco el corazón, un sinfín de emociones y recuerdos se atropellaban en su mente, la desgarradora imagen de su amiga Teresa consumida por el esfuerzo de dar a luz y el frágil cuerpecito de su bebé entre sus brazos. No podía creerse que precisamente ese niño estuviera ahora mismo allí en esa misma habitación preguntando por ella.

      —No puede ser. ¡Tú eres Sebastián! –exclamó soltando un grito.

      El muchacho asintió y la emoción sacudió el cuerpo de Enriqueta.

      —¡Dios mío! Cómo ha pasado el tiempo, mira cuánto has crecido —le dijo emocionada.

      Sebastián se sintió aliviado al ver su reacción, después de haber pasado una noche infernal era la última esperanza que le quedaba. Por lo que su tío le había contado, Enriqueta era lo más parecido a una familia que su madre Teresa había tenido cerca en sus días como sirvienta en casa del marqués. Era la única que se había preocupado por ella en su duro y penoso embarazo y en el momento de dar a luz. Ahora que la tenía frente a frente, mirándole con esos ojos tan grandes y ese rostro tan expresivo, curiosamente sintió que algún tipo de vínculo le unía a ella.

      —Dime, ¿qué te trae por aquí?

      Sebastián no sabía qué decir, frases inconexas se le aturullaban en el cerebro pero no sabía cómo enlazar unas con otras. Decidió empezar por algo sencillo.

      —He decidido irme del monasterio.

      —¿Por qué hijo mío? ¿No te trataban bien acaso? —preguntó ella con preocupación.

      —No, no es eso. Es solo que... comprendí que debía irme —dijo tras pensárselo unos segundos.

      —¿Lo sabe tu tío?

      —Sí —confirmó Sebastián.

      —¿Y se puede saber qué te ha pasado entonces para acabar así? —terminó preguntándole ella.

      Sebastián prefirió omitir los detalles más penosos y humillantes de su pequeña travesía hasta allí, al fin y al cabo también tenía su orgullo.

      —Llegué caminando por la noche desde el monasterio —se limitó a decir.

      —Pobrecillo —le dijo Enriqueta mientras le acariciaba todavía incrédula—. Imagino que tendrás hambre.

      Más que hambre lo que tenía era un terrible dolor de cabeza, pero efectivamente así era, de modo que asintió a la par que el rubor