Sobre las ruinas de la ciudad rebelde. Carlos Barros. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Carlos Barros
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417731991
Скачать книгу
la cabeza deprisa y se agitaba nervioso, pero no le había visto ni detectado su presencia, de modo que se quedó inmóvil esperando que la criatura se mostrara por completo. Justo entonces se oyeron unos pasos tras él haciendo un estrepitoso ruido sobre la pinocha seca y el conejo se volvió a meter en su guarida a la velocidad del rayo. Maldijo para sí al incauto monje que le había privado de poder ver al precioso animal dando saltos en libertad. Se giró y descubrió entonces que detrás de él no había ningún monje. Allí estaba ella, clavándole aquella hechizante mirada mitad dulce mitad traviesa que le hizo olvidarse por completo de cualquier intrascendente suceso anterior.

      Era una chica, de eso no había duda, una muchacha muy joven, aunque intuyó por su silueta que era algo mayor que él. Estaba también recogiendo garroferas en una gran cesta y permanecía inmóvil, plantada delante de él. La diferencia era que, al contrario que Sebastián, ella parecía más divertida que asustada o asombrada.

      —Hola —le dijo.

      Aquello sí que sacó definitivamente a Sebastián de su ensimismamiento, no imaginaba siquiera que se fuera a atrever a hablarle.

      —Hola —balbuceó.

      —Me llamo Isabel.

      —Yo Sebastián.

      Aquella abrupta presentación pareció darle pie a acercarse un poco más a él. Lo miró de arriba abajo como si observara a un animalillo pequeño con ojos curiosos.

      —¡Caray! Eres un monje muy joven, ¿no? —le dijo con todo el descaro del mundo.

      —No soy monje, todavía —respondió Sebastián manteniendo la compostura.

      —Pero imagino que vives en el monasterio.

      —Sí.

      La chica pareció conformarse con sus escuetas respuestas y se animó a seguir con la conversación.

      —Yo vivo en aquella casa de allí —le dijo mientras señalaba en dirección a una loma tas la cual se entreveía la columna de humo de una chimenea.

      —Mi padre y yo cuidamos de un pequeño rebaño durante el invierno —prosiguió.

      Sebastián, acostumbrado a las rígidas normas del monasterio, seguía completamente asombrado con su desparpajo. Algo en su interior le imploraba que aquel momento no terminara, quería seguir sabiendo más cosas sobre ella, pero simple y llanamente no sabía qué decir.

      —Yo… tengo que…

      —Oh sí, claro, tienes que irte. No quería entretenerte —le dijo tan abierta y cortante como la primera vez que le saludó—. Adiós Sebastián, que tengas un buen día.

      Iba a decir algo, cualquier cosa que impidiera romper el hechizo tan pronto, pero le cortó la voz de Alejandro que apareció de pronto acercándose hacia él.

      —¡Ah! Estabas aquí. Vamos Sebastián, recoge el capazo y ve a descargarlo en el mulo, nos vamos.

      No tuvo más remedio que ponerse a ello, pero mientras lo hacía no le quitaba ojo a Isabel, no podía evitarlo. Así vio como ella también volvía a lo suyo, desapareciendo con rapidez de su campo de visión por el mismo sitio de donde había venido.

      A pesar de tratarse de una experiencia tan intensa, al principio Sebastián no dio demasiada importancia a aquel fugaz encuentro. Sin embargo, con el paso de los días iría dándose cuenta de que aquella muchacha había dejado en él una huella mucho más profunda de lo que imaginaba. Por alguna razón que escapaba a su entendimiento, pasaba largas horas recordando su mirada y su sonrisa. Entre lección y lección, repetitivos rezos y trabajo en el huerto, su mente volaba y se escapaba de allí libremente, bebía sedienta de aquellos recuerdos. Jamás había percibido de aquella manera la belleza que podía encerrar el simple rostro de una mujer.

      Durante las siguientes semanas trató de ofrecerse siempre voluntario en la recolección de garroferas, de leña o cualquier otra tarea que implicase salir del monasterio, buscando con ansia que se produjera un nuevo encuentro con la chica. Pasaron varios días con algunas contadas salidas en los que no hubo ni rastro de ella y Sebastián empezó a desesperarse. Encaramado a los muros, mirando en la dirección que le había señalado Isabel, solía ver el rastro de la chimenea humeante, de modo que supuso que allí seguiría ella. No sabía por qué, pero sentía la necesidad acuciante de volver a verla, y esta vez no iba a pillarle desprevenido. Se recordaba a sí mismo como a un simple pardillo plantado delante de ella sin saber siquiera qué decir. Tenía claro que la próxima vez que la viera no volvería a quedarse bloqueado, es más, debía ser él quien diera el primer paso. Eligió con cuidado esa primera frase, estudió con esmero cada palabra, la entonación, la colocación de cada una de ellas.

      Tan planeado lo tenía todo, que ante la falta de otra oportunidad fruto del azar, estaba decidido a acercarse deliberadamente a su casa para provocar el encuentro. Así lo hizo en una mañana brumosa de aquel incipiente invierno. Todo se complicó un poco porque el bueno de su tío Alejandro ya se olía algo y no le quitaba ojo de encima. Pero haciéndose el distraído como acostumbraba, consiguió separarse un poco del resto del grupo y logró internarse por una vaguada fuera de su campo de visión. Tuvo suerte, porque la referencia del humillo de la chimenea era muy clara y no tuvo más que seguirla. Cuando ascendía por el pequeño sendero que conducía a aquella casa, empezó a sentir que el corazón le latía cada vez con más fuerza.

      Porque efectivamente allí estaba ella, su caprichoso cabello negro rizado y revuelto era distinguible con total claridad. A pesar de la rigurosa mañana de diciembre, estaba entregada con tesón a diversas tareas de limpieza a las puertas de la casa. Se trataba de una sencilla cabaña de pastoreo anexa a un pequeño establo de cabras, un habitáculo pequeño y de lo más humilde. Le había dicho que vivía allí con su padre e ignoraba si andaría por allí cerca en ese momento, pero tras un rápido vistazo no percibió rastro alguno de él, circunstancia sin duda de lo más favorable para sus intereses.

      Isabel no se dio cuenta de que alguien llegaba y seguía a lo suyo, poniendo a secar la ropa que había estado lavando con esmero. Estaba abrigada con un grueso jubón de lana del que asomaban graciosamente por debajo los volantes de su camisa. Después de varios días muy fríos y húmedos, tenía la esperanza de que el sol al fin brillara cuando levantaran las nubes bajas. Al agacharse de nuevo al balde sintió una presencia tras ella y se asustó un poco, pero al girarse vio que era aquel muchacho tímido del monasterio que le miraba como un bobo.

      —Hola, vaya susto me has dado. ¿Qué haces aquí? —le preguntó.

      —Hola —respondió Sebastián—. Solo quería venir a verte.

      —Ah, pues ya me estás viendo —dijo ella riéndose.

      Sebastián enrojeció sintiéndose apabullado por ella otra vez. Mientras que Isabel, lejos de arredrarse, parecía enormemente divertida al verlo así.

      —¿Estás seguro de que no querías nada más?

      Sebastián tomó aire, se armó de valor, y sus labios finalmente se atrevieron a expresar lo que sentía.

      —Isabel, eres lo más bonito que he visto nunca.

      —¡Decir un monje esas cosas! ¿No te da vergüenza? —le dijo ella haciendo un divertido aspaviento.

      —No soy un monje, ya te lo he dicho

      —¿Entonces qué eres?

      Sebastián se limitó a encogerse de hombros.

      —A ver, ¿pero tú de dónde has salido?

      Parecía que ella se estaba divirtiendo de lo lindo con todo ese asunto, se lo tomaba todo a broma. Pero para Sebastián no lo era, sus palabras no habían causado el resultado que esperaba y su turbación iba en aumento, sintiéndose completamente avergonzado. Ella captó esa incomodidad y cambió rápidamente la risa por un gesto más tierno.

      —Anda ven, te daré una cosa —le dijo.

      Se dejó guiar por ella hasta el umbral de la casa, la sencilla puerta