Pero hoy, sin embargo, todo parece venir de un universo de palabras que nacen de los ojos y que nos resistimos a llevar al suelo. Son palabras que nos sirven para los mundos inventados y los mundos representados, esos que salen de máquinas y superficies rectangulares y rutinarias, pero “como mágicas”, con luz propia, que apenas acumulan materia, salvo las capas de polvo y piel muerta que reposan en las 5, 11 o más pulgadas. Estas palabras surgen de los ojos porque se elevan, como flotando. E incluso cuando vienen de las pantallas se nos ubican enlanzando la mirada, desde pequeños aparatos móviles en nuestras manos, ordenadores y dispositivos electrónicos en las mesas, a proyecciones en edificios, transportes y paredes. Cada vez más estas palabras salen, viven y conforman el mundo cotidiano y limpio de las imágenes sin carne; un mundo penetrado por microtecnologías que nos hacen ver (de otras muchas maneras) sin dejarnos verlas, ni a ellas ni al poder que las sustenta.
El mundo del que quiero hablarles se describe especialmente con palabras que rodean a los ojos y las máquinas, pero quiere conversar (sin considerarlas opuestas) con palabras que reptan por la tierra, hilando los ojos a los dedos, a las zapatillas de andar por casa, al dinero para vivir y al sobrante, a la habitación donde escribo, similar a la que ustedes habitan quizá ahora, alternando esta lectura con la demanda de sus dispositivos móviles. El mundo de ojos y capital del que quiero hablarles se pregunta si hoy habrá formas de recuperar la conciencia sobre lo que vemos y lo que implica, allí donde las cosas se nos aparecen ahora abiertas en infinitas capas y resoluciones, desde tan cerca que casi nos respiran y desde tan lejos que cruzan de nube a satélite; multiplicando de manera inabarcable en posibilidades lo que los ojos con la máquina pueden y el valor que confieren; fascinados en ocasiones, o solo entretenidos; colaborando en aplazar la precariedad de nuestros días, las desigualdades que antes no conocíamos o no queríamos ver, las imágenes de mundos cuantificados estadísticamente en la red (excluidos de lo que importa si no son vistos y ordenados según visitas y ojos recopilados). Mundos que ensayan diariamente su disipación y borrado posible, su carácter no definitivo que les reclama inventarse “cada día”.
Estos escenarios quieren aquí ser atravesados también con esas otras palabras dotadas de poder para reptar por el suelo, que interpelan sobre la cultura material y, muy especialmente, sobre las nuevas formas de valor y desigualdad. Pero, ojo, su dialéctica no aspira aquí a descubrir un enésimo movimiento revolucionario. Si acaso, pretende identificar desarrollos contradictorios de la transformación capitalista de un mundo conectado (cultura-red), excedentario en lo visual y trucado en la preeminencia de lo económico frente a auténticas formas de política y ética (ausentes o neutralizadas hoy y, en algunos casos, transformándose en “lo social”), recordando que en lo que vemos y en lo que damos en la cultura-red también “nosotros” vamos adjuntos…
MIRAR (COMER/CAMBIAR/RENTABILIZAR/CERRAR/TAPAR) LOS OJOS
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No se puede mirar a los ojos de aquel al que te piensas comer ni de aquel que te piensa comer. Tal vez por ello sea razonable sospechar que un niño1 tape los ojos de su muñeco para “que no vea” algo que inquieta, pensando quizá que la conciencia en el cuerpo son los ojos y que no ver una realidad (como ignorarla) evita un sufrimiento incompatible con la vida. Quiero decir, con la vida de antes del ver lo que punza.Pero puede que ese tapar los ojos no implique la protección de la mirada frente al mundo, sino la protección de los ojos frente a la máquina-ojo que nos mira “a nosotros”, un posicionamiento, un “no querer ser visto” por alguna razón que incomoda, un “no me mires”, “no los mires”. Como ese gesto espontáneo de taparnos la cara (y en ella los ojos) cuando inesperadamente alguien nos sorprende buscando una foto.
Hoy, sin embargo, la gente de esta parte del mundo ya apenas se mira directamente a la cara, media casi siempre una pantalla. Y la pantalla comienza a habituarnos a todo, y suaviza la realidad visualizada, y deja atrás (como recuerdo pasado de cuando frente a los otros llevábamos puesto el cuerpo) el olor, el tacto y la certeza de realidad de las cosas que arrastran la vulnerabilidad del mundo material. Ahora aquí casi todo es imagen sin carne2.
La pantalla como profiláctico de la mirada evita el malestar antiguo de fagocitar a la cara la intimidad de la gente. Los ojos son aprehensivos si son vistos con sus brillos y estrellas porque llevan el sujeto detrás, a cuestas, incluso cuando el rostro se reduce a su mínima expresión de presencia o al simbolismo de dos puntos negros, “sistema pared blanca-agujero negro. Ancho rostro de mejillas blancas, rostro de tiza perforado por unos ojos como agujero negro. Cabeza de clown, (…) Pierrot lunar”3. Pero si se dan escondidos en la pantalla parecieran más autónomos y liberados de responsabilidad en el otro, relajados en su búsqueda insaciable de “ver” y en la tranquilidad de desaparecer (pero seguir viendo) sin consecuencias.
Antes, si lo que estabas tentado a engullir con la mirada te dolía, siempre estaban las manos para proteger los ojos. Ahora, las manos son otro tipo de apéndice del ojo. Los dedos a golpe de ratón o acariciando la pantalla son el párpado que abre o cierra para lamer o no (casi siempre sí) la imagen.
Y en el excedente de imágenes, que son excedente y son contingencia, derivan los ojos hoy, fascinados por la adicción del ver(lo todo) y poder ser vistos (siempre) mientras el cuerpo descansa al otro lado, generando un exceso de cosas que entretienen, interesan o seducen. Y son cosas en apariencia sobrantes y prescindibles pero que el ojo aprende a sentir necesarias. Sobre todo si la vida al otro lado, desde la materialidad del sujeto a cuestas, es soportable pero también precaria y duele, especialmente cuando el mundo se percibe desigual y angustioso, y nosotros como perdidos.
Me refiero a ese equilibrio sutil de las personas maltratadas por el sistema, despojadas hoy de tantos derechos pero aún con unos mínimos que evitan su rebeldía, la posibilidad de levantarse y valerse de la red siendo multitud sobrecogedora, casi lo que en otro tiempo llamábamos “pueblo”. Neutralizados ellos (nosotros) bajo imágenes y lazos de ojos que, frente a antiguos vínculos políticos y morales que hablaban de identidades de pertenencia, ahora cohesionan ligera, mínimamente, hablando de identidades de comparecencia; multitudes de personas solas y unidas por ojos que nos hacen sentir conectados y entretenidos en pantallas que tejen una nueva idea de lo real.
La hipótesis que sugiero en este ensayo apunta a cómo en la contemporánea primacía del ver a través de las pantallas, la experiencia se sostiene cada vez más en lógicas que disuelven viejas formas de colectividad y que condicionan cuantitativamente los nuevos regímenes de valor y reconocimiento del otro, a través del control de la visualidad y la exigencia de velocidad. Lo que considero es que, entregados al exceso del habitar en red, hoy el sistema se pervierte po-niendo en juego dos ganancias sustanciales: el poder sobre la gestión tecnológica de la visibilidad como garantía de existencia y valor, y la auto-implicación en lo que entregamos en las redes de manera más o menos consciente para nuestra propia dominación.
Puede que sea demasiado tarde, que todo sea irreversible. Pero no se trataría de volver atrás, sino de que la transformación del mundo a través de la preeminencia del exceso en la imagen y mediante la tecnología no afiance las desigualdades de ahora. Se trataría de conocer las condiciones del cambio, de advertir que delegar las decisiones en filtros de posicionamiento –porque sucumbimos ante la velocidad y la imposibilidad derivada del exceso– nos significa a favor del