Lo gracioso del encargo, los espejitos de colores adaptados para formar la imagen de la familia real, es que venía con un chiste muy burdo. Estos espejitos forman parte del folclore infantil en Argentina; siempre se ha dicho a los niños que los indios en la época de la Conquista entregaban el oro y la tierra a los españoles a cambio de espejitos coloreados. (Y aunque la corona de Carlos I dominaba las industrias del vidrio en sus posesiones de los Países Bajos, el trámite de la Conquista fue bastante más duro que ese intercambio inocente, por desigual que fuera.) Pero por debajo hay algo que hace del encargo una anécdota meritoria y es que los artistas no explicaron el chiste a los reyes y sus enviados. No dijeron, como el lanzador de carpetazos, “nuestro trabajo aborda el intercambio desigual del comercio atlántico durante la Conquista, etc.”. Dijeron otra cosa a sus clientes: que los espejitos eran para que el pueblo pudiera verse en el rostro de los reyes48. Los tres artistas se mostraron capaces de justificar su trabajo con distancia, ironía y cierta crueldad, diciendo una cosa en el tren de promocionar una obra que dijera otra, como contrabandistas del significado. Se mantenían así a saludable distancia del discurso emocional y ambiguamente sincero de Fernanda, enemigo de las carpetas y la autopromoción, pero también de la reducción del sentido de una obra a lo que puede decirse en una gacetilla de prensa o al presentar el propio trabajo frente a una crítica grupal. Digamos que los Mondongo exploraban una tercera vía que no era la del carpetazo puro y simple ni la de su sustitución por el discurso (tantas veces caracterizado como infantil) del artista que rehúsa hablar profesionalmente de su trabajo y que afecta, genialmente, una incapacidad oratoria como excusa de la brillantez literaria. La redacción escrita de lo que una obra “dice” en un texto o discurso promocional estaba adquiriendo en ese momento una importancia que los Mondongo lograron usar a su favor y que iba a ser decisiva para las luchas artísticas por venir, según veremos en los capítulos 4, 5 y 6. La siguiente exposición del grupo fue en la galería Maman en 2004 y se tituló Esa boca tan grande49. Presentaron allí la Serie negra inspirada en escenas pornográficas extraídas de internet y la Serie roja, una versión sexploitation de Caperucita Roja. Las referencias a mucho arte contemporáneo comercialmente en boga eran francas: mucho Vik Muniz, Thomas Ruff y pictorialismo posmoderno estilo Jeff Wall, con algún dejo de pintores argentinos más raros como Vito Campanella. Las obras del grupo siguieron su derrotero de los estudios de los programas de televisión argentina del horario central a situaciones y ambientes bizarros, como una cena de magnates petroleros en Houston o la residencia fastuosa de una princesa de Abu Dhabi para la que realizaron un retablo inspirado en una villa miseria50. Y no querría dejar atrás el año 2000 sin la anécdota de este grupo de artistas que primero fue un trío y finalmente quedó conformado como un dúo de Mendanha y Lafitte, quienes además son pareja, cuando Agustina Picasso los abandonó para casarse con Matt Groening, el creador de Los Simpson, y radicarse en Los Ángeles. Pero incluso los dos integrantes del trío original que no se casaron con una celebridad global megamillonaria, y que en cambio se casaron entre ellos y se mantuvieron fieles a la franja de ingresos de la clase media profesional argentina, de algún modo aspiraban también a la celebridad y de ella hicieron su materia, más todavía que de la plastilina, el material con el que Mendanha y Lafitte se hicieron famosos. Allá por los comienzos de los 2000, la fábula de un éxito artístico repentino comenzaba a ser viable y los Mondongo fueron los primeros, entre los artistas argentinos del momento, en participar de ella. Y su simultaneidad con instancias como Venus y Bola de Nieve es característica de una época zanjada por una asimetría de intereses y horizontes. Porque los colectivos y proyectos como Venus trataban de fortalecer la autonomía de los artistas justo cuando el sistema del arte se encontraba en plena transición al desarrollo institucional. Y la agenda del desarrollo institucional (al margen de los venusinos y los colectivos, que reivindicaban la creación de sus propias instituciones) encontró un cierto obstáculo en la idiosincrasia de la mayoría de los artistas argentinos, que no actuaban de forma estratégica en el dominio de la retórica y la autopresentación profesional y estaban acostumbrados en cambio a un ambiente poco institucionalizado y para nada profesional, en el que no era raro que un artista de mediana carrera mostrara sus trabajos en un bar o una discoteca. (Y quizás hasta era un artista el que llevaba la discoteca, bien lejos de los museos y sus horarios diurnos, como pasaba en la Age of Communication y el Café París, de Juan Calcarami y Sergio De Loof respectivamente, según veremos en el capítulo 4). La agenda del desarrollo incentivaba a los artistas a convertirse en pioneros del arte contemporáneo y sostener el esfuerzo de la profesionalización y la institucionalización creciente mientras simultáneamente se explayaba en la escena otra cultura artística, heredada de la década de 1990, mucho más cercana a los tics del amateurismo y el flirt quizás morboso con el naif (según veremos también en el capítulo 4). Lo diré entonces como si fuera una fábula: lo que empezó a cuajar fue una rivalidad entre los pioneros y los salvajes en la disputa por la definición del concepto de arte. Y la foto grupal del año 2000 termina con ellos.
A comienzos del siglo, el espacio más prestigioso para el arte emergente en Buenos Aires era todavía la galería del Centro Cultural Rojas, dirigida desde 1997 por Alfredo Londaibere. El Rojas había sido un espacio estelar bajo la dirección de Gumier Maier (entre 1989 y 1996) y ya había generado suficiente polémica cuando Londaibere ocupó el sillón de director dispuesto a continuar la política de su antecesor pero bajarle el perfil. Entre su entrada en funciones y la crisis de 2001, el Rojas de Londaibere fue una especie de oasis entre dos generaciones. Y allí el arte salvaje proliferó, en esa pequeña sala parecida a un pasillo, con muestras de artistas como Florencia Böhtlingk, Santiago García Sáenz, Alberto Passolini y Déborah Pruden: en general muestras de objetos y pinturas desprovistas del discurso rector de los proyectos y las justificaciones. Remontémonos otra vez al 2000, a una muestra que tenía como protagonistas a María Fernanda Aldana (una cantante, integrante del grupo de rock alternativo El Otro Yo), Marcelo Alzetta (un historietista del grupo El Tripero), Marta Cali, Luis “Búlgaro” Freisztav y Andrés Sobrino. Convivían un escultor nacido en 1954 y con poca trayectoria comercial, Freisztav, con artistas jóvenes y abocados principalmente a otras disciplinas. La muestra, que prescindía de toda explicación o guion, tenía un tono más bien evasivo de las cuestiones de la esfera pública, bien en la tradición doméstica del arte ingenuo y sin carpeta, al gusto de Gumier Maier y Fernanda. Ese ya era el tono histórico del Rojas, que había hecho discurso de la ausencia del discurso, y es un tono que en la época de Londaibere ciertamente no se reforzó, incluso se apaciguó un poco; lo que se reforzó fue la demanda social de repensar el lugar de la cultura en la esfera pública. Pero todo se entiende mejor con un ejemplo propicio.
Al año siguiente, primeros días de diciembre, Londaibere presentó la muestra Pinturas de Déborah Pruden. La entonces jovencísima pintora realizaba cuadros llenos de referencias a tanta pintura internacional que sería agotador inventariarlas. Mejor prestarle atención al contenido: se trataba de cuadros semifigurativos basados en anécdotas de un viaje de la pintora a Marruecos (con su novio, Ruy Krygier) en los que dos gotas de agua aparecen alegres andando de la mano en los mercados populares, en medio de un festín cromático desaturado un poco al estilo de David Hockney o Ronald Kitaj. Pero no me siento autorizado a hablar de ellos: no podría haber cuadros más cándidos y yo tendría que ser Diderot para comentarlos como se merecen. No podría haber tampoco mayor contraste entre esos cuadros y la realidad circundante de la muestra. A días de la inauguración, el ministro de economía, Domingo Cavallo, congeló los depósitos bancarios de toda la población del país en una medida dirigida a evitar una crisis bancaria que produjo algo peor. La convertibilidad (la ley que dejaba fija la relación uno a uno entre el peso y el dólar, sancionada en 1991) estaba herida de muerte. El país estaba en recesión y ya no tenía fondos para pagar los servicios de la deuda externa. Con las provincias de la Patagonia sumidas en violento alboroto (sus rutas cortadas por los piqueteros en continuo choque con la guardia de gendarmería), los jubilados y las amas de casa de todo el país no podían extraer dinero de los bancos y la periferia de Buenos Aires, devastada por el estancamiento económico y el desempleo, se mantenía en un clima de alarma extenuante que terminó en la ola de saqueos y ataques a comercios