Ana Martínez Quijano escribió en 2004:
El proyecto Venus es una sociedad experimental […] que hoy integran centenares de artistas, intelectuales, [etc.]. Los participantes ingresan libremente a través de internet y disfrutan de posibilidades de intercambio muy amplias: servicios profesionales, colaboraciones, producciones, acciones, amistades y hasta la compra y venta de bienes y servicios en moneda Venus. Los miembros del grupo se autodenominan “hacedores del placer”41.
También Alán Pauls recensó el proyecto para radar, en términos más paranoides:
¿Qué es Venus, además de un planeta, una señal de cable porno y el nombre latino de una diosa lasciva? [...] Al parecer, hay tantas respuestas como usuarios. Según la home page del sitio que Venus tiene en internet (proyectovenus.org), “Venus es una red de artistas [...]”. Pero en el viejo departamento del Congreso que sirve de sede al proyecto todo es mucho más blando, relajado, maleable y metafórico, y los modelos para pensar el experimento van del falansterio de Fourier a las sociedades primitivas que abismaron a Pierre Clastres, pasando por variantes intermedias como la orgía, la secta, el mercado paralelo o las sociedades secretas. […] Polimorfismo, maleabilidad y una dinámica interna impredecible, alimentada por el azar de deseos cruzados, parecen ser los principios más activos y eficaces con que Venus respondió al estado de cosas que inspiró su invención: la catástrofe argentina. “Ante la situación general”, dice el fundador, “podés deprimirte y no saber qué mierda hacer, [o podés] ponerte a pensar qué necesidades afectivas, existenciales, culturales o materiales tenés.” [...] En otras palabras: responder a la crisis42.
El lugar físico, la sede de Venus que era Fundación START y la sede paralela y más fiestera de Tatlín, con su moneda de fantasía y su economía de ficción, terminó por convertirse en el escenario permanente de un carnaval, una fábrica de ritos postizos que durante un tiempo reunió a la gente interesante de Buenos Aires. Porque todo dentro de Venus se convertía en narrativa, espectáculo, pose. Una vez me tocó asistir a un “casamiento” en START que no era más que una fábula complicada entre dos de los animadores de Venus, Violeta Kesselman y Gastón Camaratta. En otro momento una efímera clique reunida en torno a Sergio De Loof proyectó Las Guachas (1993), un hito perdido del cine camp argentino. Había también quien tiraba el tarot y quien ofrecía brownies psicoactivos. Todos en Venus obraron con libertad. Y esa era otra de las particularidades del espacio social al que Jacoby insufló vida y financiamiento. Allí todo se mezclaba y había lugar para todos: era, entre tantas otras cosas, un espacio ficcional de autopresentación.
En estos proyectos de autoorganización artística, como Venus, había una puja visible por la autonomía. Y en el agenciamiento de tareas institucionales de parte de los artistas, las relaciones entre los mismos artistas adquirían un rol fundamental. Jacoby junto a Venus desarrolló otro proyecto, Bola de Nieve, que lanzó en el año 2000 y cuyo texto de justificación empieza así:
El objetivo del proyecto Bola de Nieve es fortalecer la autonomía de campo de los artistas visuales que actúan en Argentina. En vez de que la pertenencia al campo venga establecida exclusivamente por el mercado, los galeristas, críticos, curadores, funcionarios, etc., buscamos que sean los propios artistas quienes la definan. Al mismo tiempo, Bola de Nieve aspira a vivificar el entramado de relaciones entre artistas, erosionado por las nuevas condiciones sociales, urbanas, económicas, etc. Prácticamente han desaparecido los lugares de encuentro (cafés, librerías, galerías, talleres grupales, tertulias, centros) donde los artistas establecían relaciones de todo tipo43.
“Proyecto Bola de Nieve” suena a operativo guerrillero o a campaña de comunicación. El título del texto publicado en ramona (“Proyecto Bola de Nieve o cómo crecer barranca abajo en épocas heladas”) lo sitúa en tiempo y lugar (el espacio mental de la crisis) y lo provee de un objetivo: “fortalecer la autonomía de campo de los artistas”. Una de las formas de esa “autonomía de campo” llevaba del espacio del individuo aislado al trabajo grupal y a las iniciativas colectivas y de interrelación, a la manera de Venus. Sintéticamente, Bola de Nieve era un espacio virtual, que podía tomar cuerpo en ramona o en internet, donde los mismos artistas afirmaban sus afinidades y relaciones. Un primer grupo de artistas participantes nombraba a otros artistas (a razón de cinco cada uno) que a su vez debían nombrar a otros cinco, etc. Con el tiempo Bola de Nieve incluyó un espacio en internet para cada uno de ellos, donde podían subir fotos y textos sobre su trabajo, comentarios sobre otros artistas que les interesaran y razonamientos diversos en la forma de una simple encuesta de cinco preguntas, además de mencionarse unos a otros y habilitar a los nuevos mencionados a participar, completar la encuesta y a mencionar a su vez a otros artistas entre sus referencias.
Recordemos el año 2000 como un momento de auge de la “estética relacional”, teorizada por Nicolas Bourriaud y, en español y con otro nombre, por Reinaldo Laddaga, que incluso dedicó un capítulo de su libro Estética de la emergencia al proyecto Venus44. Venus y Bola de Nieve tenían un impulso parecido, un empeño por recrear esa autonomía de los artistas que formulan sus propios espacios de injerencia, pero en un tono intrínsecamente múltiple, coral. Tienen lo que la teoría clásica de los géneros atribuye a la novela: multilingüismo, pluralidad de voces y procesualidad. Y quizás sean eso estas obras en definitiva: grandes novelas de un artista sociólogo en un pico de actividad. Circulaba por entonces la sospecha, que el tiempo iba a defraudar, de que el futuro del arte argentino iba a corresponderle al colectivo de artistas y la obra múltiple como formato de trabajo. “Muchas de las cosas que veo válidas en el ambiente”, decía Pablo Siquier en aquel momento,
son trabajos en equipo. Operaciones mucho más complejas en las que no hay un nombre detrás. […] Digamos que esa imagen de artista héroe, que luchaba contra todo el mundo y contra las ideas retrógradas, tiende a desaparecer a favor de una forma más anónima, más compleja, más interactiva45.
También en 2000 los jóvenes artistas Manuel Mendanha, Juliana Lafitte y Agustina Picasso presentaron en sociedad al grupo Mondongo con una exhibición bastante colosal para la época, titulada La primera cena, en el Centro Cultural Recoleta46. La muestra constaba de ciento veinte máscaras mortuorias de personajes vivos (amigos y figuras del mundo del arte) acompañadas de unas fotografías, y generó polémica por su tono luctuario a la vez que irónico, por presentar a los vivos como muertos y por hacer burlas sobre el mundo del arte. Las máscaras pintadas e intervenidas con pintura tenían el objetivo explícito de llamar la atención. Pero también ponían en práctica una modalidad de trabajo y una escala de la que el arte argentino había prescindido últimamente, por idiosincrasia y por inconvenientes varios. Para hacer una comparación a vuelo de pájaro: ciento veinte obras era lo que podía abastecer toda la producción del Centro Cultural Rojas en un año y medio o dos años, y los Mondongo habían concentrado aquella cantidad de trabajos para una muestra individual en una única sala. Se podría decir que atinaron a subir la vara y ver qué pasaba. Y lo hicieron justo a tiempo porque el mercado del arte (en Buenos Aires y en el mundo) estaba por subirse a una larga ola de auge. Dos años después en la flamante galería Braga Menéndez (y ya es una noticia que abriera sus puertas una galería de arte contemporáneo en Buenos Aires), los Mondongo volvieron a presentar grandes retratos de figuras del mundo del arte, esta vez realizados en materiales varios. Los artistas utilizaron caramelos, cereales, comida de perros, fósforos, sacarina, jabón, cuero, etc. Cada material comentaba como un chiste una peculiaridad de la persona retratada. Las piezas eran, en definitiva, caricaturas.