La casa de la calle Siete. Dieciocho dólares al mes. Baño en el pasillo compartido con un marinero portorriqueño que se pasaba casi todo el tiempo borracho, cuya mujer se estaba volviendo loca y no le dejaba entrar en el piso de día. Él leía el periódico y bebía cerveza y fumaba en el baño. La vez que tuve diarrea crónica tenía que dar puñetazos en la puerta y suplicarle que me dejara pasar. Compartía el teléfono con el tío de arriba, que tenía cocina y yo no. No necesitábamos privacidad. Los pasillos olían a desagüe y a mis padres no les gustaba venir de visita. (Es casi como que necesito reafirmarme, convencerme de que era o de que soy independiente, relativamente libre como para elegir por mí misma. La primera vez que le vi necesitarme más que yo a él me sentí atrapada.)
Cuatro pequeñas habitaciones en la calle Trece. Un poco mejor. Nos sentábamos en el fregadero y nos duchábamos con una manguera de goma. Cuando me fui a vivir con él, el armario bajo el lavabo rebosaba con cientos de calcetines guarros. Una vez alguien entró a robar y solo se llevó una radio, una lata de cerveza y un par de gafas de sol. (Había apreciado y admirado a Oliver durante un año, pero no había atracción física en particular. Cuando me di cuenta de que íbamos a tener una aventura, sin embargo, me poseían olas de deseo abrumador en los momentos más raros, como al estar sentada a su lado en un taxi después de una buena comida o al encontrármelo por la calle. Eran más fuertes que cualquier otra cosa que sintiese nunca en la cama con él.)
Avenida C. Siempre me ha gustado fardar de lo bien que puedo arreglar estos cuchitriles solo con una capa de pintura y sin gastar dinero, usando muebles de la calle. Los yonkis entraban al menos una vez a la semana, pero no teníamos nada que mereciera la pena llevarse. Yo escondía la máquina de escribir en la pila de la cocina, bajo un montón de platos sucios. Tiraron mis perlas de plástico por toda la casa en un ataque de rabia. Una amiga poeta se tiró por la ventana del apartamento que le habíamos encontrado en el piso de arriba. Yo la vi caer. (La peculiar sabiduría de Oliver resulta especialmente sugestiva en alguien que claramente no sabe usarla en provecho propio. Responde a todo eso que hay en mí que D rechaza o desaprueba. Oliver me da pena por sus debilidades, pero admiro el modo en el que las asume. Requiere cierto tipo de coraje. Es el único hombre negro con el que me he acostado.)
Calle 25 Oeste. Una estancia corta. El Hotel Excelsior, “Se aceptan huéspedes de paso”. Cocina grasienta y neverita. Ventana a un patio de luces. D se dejó mi máquina de escribir en el taxi. La ducha estaba en el quinto pino, al final de un pasillo verde pálido, flanqueado por habitaciones de comerciales y manchas extrañas. (D tiene miedo de parecer tonto. Es triste cómo Oliver se desprecia a sí mismo, pero impresiona su firme dignidad natural porque le hace sobrellevar las situaciones más ridículas.)
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