Cuando llega a algún sitio desconocido, primero inspecciona el lugar con su mirada de avechucho, siempre acompañado por su amante, una joven mujer que últimamente ha merecido sus afectos, y por sus dos guardaespaldas, hombres de confianza que nunca le faltan, porque en estas lides de la guerra vale cuidarse hasta de los mejores amigos; compinches son para ser más precisos. Olfatea los espacios, no vaya a ser que los olores lo fatiguen en las noches, y los escudriña palmo a palmo; camina enterrando sus botas en cada ángulo y luego hace lo mismo descalzo, como si quisiera entrar en armonía con el barro y la humedad del piso, cosa admirable en medio de sus flaquezas, lo que le da un tinte mundano; mira hacia arriba buscando una gota de luz en medio de la arboleda, lo que no le gusta ya que no quiere que lo miren desde arriba, luego recorre con sus ojos a lado y lado del paisaje, escarba detrás de los árboles; remueve troncos haciendo huir lagartijas y arañas ponzoñosas, hace probar de su compañera el agua del caño, no vaya a ser que a él le sobrevenga alguna enfermedad, bien sabe que a ella la puede cuidar o enviar a cualquier hospital, lo que no es fácil tratándose de él; ubica los resquicios donde calienta el sol y percibe las corrientes de aire, y finalmente reúne a sus súbditos de alto rango, para explicarles cómo se hará la distribución de las áreas ocupadas, según rango y responsabilidad. A fin de cuentas son muchas personas presentes, contando hombres y mujeres, guerrilleros y secuestrados. Entre todos unos sesenta, así que nada es fácil en semejante labor.
En su recorrido va con Alma Nubia, la chica aquella que lo acompaña, de apenas dieciocho años, quien está en la guerrilla desde los once y por eso experiencia es lo que le sobra. Allí aprendió a hablar de corrido, tuvo su primera menstruación y consiguió su primer hombre. “Yo no conozco mucho la historia de la muchacha –les dice Jónatan a sus amigos Morris y Elián cuando los observan desde lejos con mirada cómplice–, es reservada y como yo le caigo mal al jefe, ella se porta como enemiga”.
Los amantes están sentados en el piso con el morral a un lado y el fusil entre las piernas. Parecen descansar; conversan. “Dicen en los corrillos –anota Morris hablando por entre los dientes– que la han obligado a abortar varias veces y en las últimas oportunidades la han sacado a San José para evitarle complicaciones. Hace algunos meses ocurrió un grave trastorno con otra niña guerrillera, de nombre Astrid”. Y no quieren repetir esa historia que los puso al borde de ser descubiertos, y afectó en este caso uno de los anillos de seguridad del alto mando. Los tres amigos se miran en estado de interrogación y no pueden hablar más, ven que se acercan Garrapacho y La Sombra, los guardaespaldas de Jerónimo. A Alma Nubia el poder otorgado por ser la mujer del comandante se le ha subido a la cabeza. “Nos mira como si fuéramos gusanos a punto de ser aplastados”. Da órdenes como si tuviera un rango mayor que cualquiera de nosotros, solo porque se acuesta con el jefe –dicen casi en secreto–. “Pero buena sí está, para qué decir mentiras”.
“Yo una vez llegué a ser hombre de confianza de Jerónimo –cuenta Jónatan–. Sin embargo, en una oportunidad, hace meses, le quité el lazo del cuello a uno de los retenidos bajo mi cuidado, ese que era subintendente de la policía; la maldita soga y las caídas del uno y del otro, que jalaban y arrastraban al pobre, le habían hecho una herida en el cuello y a través de ella se le veía la carne. Son secuestrados, y la orden es que les digamos retenidos si son civiles y prisioneros de guerra si son soldados o policías. Y yo, de imbécil, pensando en una infección, sentí algo en mi corazón, me compadecí y lo dejé libre, sin amarras, caminando a mi lado, tambaleándose, porque estaba desalentado y a punto de desfallecer; además, sin correr riesgo, lo tenía vigilado. Al llegar al sitio de descanso, el jefe se percató del asunto y me recriminó con gritos y amenazas. Yo traté de explicarle la situación y él no atendió razones, hablaba más duro que yo y ni me miraba. Eso me hizo protestar de manera airada”.
—Uno aquí no tiene derecho a nada –le dijo Jónatan. Jerónimo lo miró desde su poder y se le acercó amenazante. Si no le hubiera dado un poco de temor en el último instante, le habría pegado una cachetada.
—El único derecho –le replicó el jefe– es obedecer, así que queda relevado de responsabilidades con los retenidos y los prisioneros. Y esta noche hace dos turnos de vigilancia. –Dio media vuelta y se alejó del lugar refunfuñando y repitiendo órdenes a sus subalternos.
Dicen los que lo vieron pasar que Jerónimo salió echando chispas y les dio instrucciones a los comandantes de hacerles la vida imposible a esos tres mal nacidos (se refería a Jónatan y a sus amigos Morris y Elián), para que aprendieran de una vez por todas a comportarse como revolucionarios. Que esas mañas de niños ricos, igualados, burgueses de mente aunque hubieran nacido pobres, se tenían que acabar de una vez. “Ese es el problema del campesinado”, repetía –recordando alguna lección, histérico, echando babaza–, “son pequeño burgueses e ignorantes. Pónganlos a comer mierda”. Garrapacho asentía, a despecho de su corazón humillado por el propio Jerónimo. Resulta que Alma Nubia había dormido con él hasta hacía unos pocos meses y por no se sabe qué razones se la quitaron de una vez, sin darle explicaciones. Al fin se resignó. Viéndolo bien tampoco le importaba mucho, eran cosas de conveniencia; además, de tiempo atrás se venía dando cuenta de que ninguna de las mujeres, por lo menos las conocidas, le interesaban tanto. No le advirtieron la noticia acerca de que el jefe le hubiera echado el ojo a la muchacha, lo cogió por sorpresa y ella, “la gran puta”, decía, consintió sus afectos sin espabilar.
Jónatan, respondón al fin y al cabo y sin medir consecuencias, no entendía por qué habían quedado castigados Elián y Morris, sus amigos, si ellos no habían hecho nada, ni siquiera estaban con él cuando ocurrió el incidente. Lo que no conocía Jónatan era que los jefes sabían de la solidaridad entre ellos y presagiaban una amistad por encima de la obediencia. Cosa reprochable en la milicia, inaceptable y por tanto peligrosa para el funcionamiento en medio de la guerra; por lo que era necesario relegar a un plano secundario esos vicios burgueses como la amistad, la simpatía y el amor, en aras del supremo deber de la revolución. “Como lo había profetizado el camarada Stalin”. Y lo decía como si lo hubiera leído.
—Yo hago lo que sea, pero, ¿por qué ellos? –le replicó Jónatan.
—Son órdenes, hermano, mejor bájele al tono. –Garrapacho buscaba ser condescendiente y lo tomaba por el hombro.
—Ellos no hicieron nada. ¿Por qué no entienden la situación? Eran cinco tipos amarrados del cuello y uno de ellos estaba enfermo. No dejaba caminar a los demás. Es injusto.
—Las órdenes no son justas o injustas; no se discuten. Además, ¿de cuál justicia hablamos?, ¿de la justicia burguesa? Son enemigos de clase y así será siempre.
Si algo tenía Garrapacho era ser buen guerrillero. Forjado a punta de sacrificios. Uno de los más preparados; un hombre de oportunidades. Había estado en dos congresos del movimiento bolivariano, uno en Caracas y otro en Quito, y en una capacitación para cuadros con posibilidad de mando; algo reservado a quienes tienen poder. En una ocasión lo llevaron a Bogotá. Allí departieron con conferencistas internacionales, uno de México, joven y ardoroso, vinculado con los zapatistas, y otro del País Vasco, miembro de la ETA, experto en explosivos y minas quiebrapatas. “De eso ni hablar –les recuerda–, son secretos de la revolución”. Y eso sin contar que estuvo en la frontera con el Ecuador en una reunión con miembros del Secretariado, discutiendo de logística. En el sur, Garrapacho cruza la frontera con tranquilidad. Tiene tres pasaportes en regla y nacionalidad ecuatoriana. El hombre se da sus lujos, refinados, se diría.
—Desde ese día y punto –explica Jónatan–, a mí no se me tiene en cuenta para cosas de