El sol que nunca vimos. Jaime Restrepo Cuartas. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jaime Restrepo Cuartas
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789587205312
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falta le hará recordarla en el insomnio de las noches frías y en el silencio de las horas de vigilia. Desde la primera vez que la vio comenzó a fraguar la forma de acercarse a ella y soñó muchas veces con la conquista y con llevársela a la selva para buscar compañía. “Será mi mujer”, piensa y eso le da valor a la hora de pronunciar alguna palabra, de esas que parecen fáciles en la soledad de su hamaca y se vuelven un taco en la garganta en el momento de pronunciarlas.

      —Venga conmigo, estamos luchando por los pobres y podemos hacerlo mejor juntos. –Es la misma frase trillada usada por sus compañeros con los hermanos de la muchacha y que ellos sí saben decir con firmeza; para ellos las cosas no son del corazón sino del poder, y no ha aprendido otras mejores.

      Sulay no sabe por qué le dice que podrá hacerlo mejor con ella, si ni siquiera sabe de armas, ni tiene la fuerza ni el arrojo de sus hermanos. Si apenas ha salido al caserío, aferradas las manos al borde de la panga; si acaso conoce a otros hombres es porque los ha visto de lejos y su madre le habla de ellos cuando le trata con hierbas y pócimas los dolores del mes. “Ellos luchan por nosotros; podemos ayudarles”, han dicho varias veces sus hermanos cuando están comiendo fariña y casabe, en familia, todos metiendo la mano en la olla. Pero el padre, el viejo Tayel, al escuchar el asunto, se enoja con los hijos y los reprende y les va tomando encono a los hombres del monte que incitan a sus muchachos a la guerra. “No es nuestra lucha, es la de ellos, nadie hace nada por uno. Cada cual tiene que ganarse el sustento”, repite enfrascado en un vano intento de racionalidad. Guarda para lo último la orden impartida con severidad. Y Uma, al presentir la ausencia, llora en silencio; siempre llora y no dice nada, se acostumbró a quejarse para adentro.

      —Quiero que lo piense, no me tiene que contestar ya, luego vuelvo por usted. –Ahora Sulay sí lo mira como escudriñando en sus ojos y casi sin querer se le escapa una sonrisa.

      Basta esa sonrisa, piensa la india, basta su mirada, piensa Jónatan. Por eso, después de encontrarse en los ojos se alimentan de cercanía y se contentan con tocar las mismas aguas con los dedos ansiosos y contemplan cómo se escurren otra vez hacia el río, gota a gota, y aceptan el mismo aire que los envuelve con cada respiración y el olor a sudor de sus cuerpos y el viento que baja del bosque y los atrapa con su aire fresco. Ella apenas si recuerda que está lavando ropa y el tiempo ha dejado de correr; él quisiera decirle muchas cosas, mas las palabras le fracasan en el intento. No basta haberlo meditado cientos de veces, no es suficiente repetirlo en la memoria; la realidad es que las oportunidades, pocas, se esfuman en el silencio que ellos mismos escogen sin querer.

      Tayel no llegó temprano. Quizá se entretuvo con una buena pesca. “Eso sucede a veces –dice Uma–, cuando es pródiga se le olvidan las horas y llega de noche, o quizás se encontró con un jabalí y está intentando cazarlo –a veces pasa–”. Por eso, a falta del padre, los guerrilleros conversan con los hijos hombres, Koya y Necul. Se trata de concretar cuándo se unirán al grupo y ellos se comprometen. Habrían preferido, los hijos, que el viejo supiera de una vez las condiciones del asunto; no querían hacerle daño, ni que fuera a buscarlos o que pusiera denuncios o hiciera alharaca. La cuota es uno de los hijos o la hija, eso les dijo Jerónimo, pero los dos quieren irse y son muchachos decididos. Los guerrilleros, cansados de esperar y temerosos de que los coja la noche, regresan a la orilla del río, sonrientes, con la convicción de llevar buenas nuevas. “Misión cumplida”, dicen a lo largo del camino.

      —Vamos –hablan duro–, no podemos esperar al viejo. Ya tenemos lo que queremos. La mujer de él que le dé la razón o los muchachos, están crecidos.

      Regresan por el mismo sendero y alcanzan a ver a Jónatan cerca de la india. Murmuran; nadie dejaría pasar la oportunidad de hacer comentarios en voz baja y luego prodigar chanzas y después lograr que el campamento se entere del asunto que presuponen una verdad de a puño. Llegan en el momento en que él trata de decirle algo más. “Está muy polla”, dice uno; “mejor”, contesta otro. “Una mujer así no sabe a nada y más las indias, son demasiado quisquillosas”, dice el que manda la patrulla. La lancha se ha enterrado en el barro y deben empujarla con fuerza. Es una voladora, con un motor de cuarenta caballos y cupo para diez personas. La demora ha hecho que el casco de la embarcación se aprisione entre el barro. En ella solo van ocho y todos deberían empujar para salir del atasco. Se esfuerzan, aunque basta que dos o tres empujen; es liviana, de fibra traída de lejos, quizá de las bocas del Orinoco.

      —Adiós –le dice Jónatan a la muchacha y ella vuelve a sonreír. Los otros se burlan. Los hacen sonrojar, tanto a él como a ella. Él no dice nada, solo niega con gestos. Está pensativo y así lo sienten los demás.

      Se alejan con rapidez; la lancha deja una estela que se va disolviendo en olas a la vista de Sulay. Los círculos se replican y le llegan al cuerpo, le suben por las rodillas, le sacuden la piel, le salpican el faldón y poco a poco se van aquietando bajo su mirada. Claro, ellos se despiden, alzan los brazos, sonríen, dicen adiós; y ella no tiene ojos sino para él y ya no la está mirando. Tiene miedo de que lo descubran y se lo digan a Jerónimo. Es capaz de mandar por ella y tomarla a la fuerza, como tantas otras veces. La atención de Jónatan se concentra en el motor, en los raudos, en la hélice, en evitar los golpes de los troncos, en contrarrestar la corriente. A lo lejos la lancha se va achicando hasta volverse apenas un punto en el horizonte y pronto cualquier vestigio desaparece en las curvas del río. Aún permanece el ruido del motor que se va apagando y se convierte para ella en un recuerdo.

      —¡Sulay! –vuelve a gritar su madre. Ella está de regreso y su voz suena cerca.

      —Ya voy –responde en voz baja, sin interés por contestar.

      La madre está llorando. Los sollozos no la dejan hablar. Koya y Necul están en las hamacas. Se bambolean lentamente. No le hablan, no le dan más explicaciones. “La vieja no entiende”, comentan entre ellos. No se irán sin decirle al padre lo que piensan hacer, al fin es el padre y le guardan respeto. Sulay llega del río con la ropa húmeda y sin decir palabra la extiende al viento en el patio de atrás, cerca del bohío, allí donde una manguera baja el agua más limpia. Observa la ropa deshilachada y trata de ocultar el lado más malo, ha exagerado los golpes. No habla y se le acerca a la madre y la acaricia. Ella la mira con los ojos encharcados y Sulay, al presentir el suceso, quisiera ser su cómplice, mas también tiene ganas de irse. Mejor no decir nada, huir sin hablar; dejar que simplemente un día no la vuelva a ver. Se acabó, es todo. En el fondo lo sabe, no será capaz de dejarla sola, por lo menos por ahora.

      Sulay sale de nuevo al río, quiere saber si regresarán. Quizás se les olvidó algo o decidan volver para esperar al padre o quieran llevarse a los hermanos de una vez por todas. Claro, no lo harán y ella quisiera que volvieran. “Mejor un solo dolor”, piensa. “Se irá con sus hermanos”, divaga. ¿Y si no la reciben?, ¿si la hacen volver sola? Mejor esperar, él dijo que volvería, ¿quién?; no sabe su nombre pero lo reconocerá cuando lo vea. “Es bonito”, piensa, le gusta. Lo imagina de nuevo ahí, con su pantalón camuflado, con su gorra de soldado y su voz temblorosa. Sulay se vuelve a meter al río, toca las aguas, le parece verlo con sus botas en el pantano, el fusil al hombro, la correa llena de balas. “Venga conmigo”, parece volverlo a escuchar, ve de nuevo su sonrisa. Piensa en sus ojos. “Sí, sí, me iré”, le grita. El eco de las palabras se devuelve con la corriente.

      2.

      Jerónimo tiene nombre de santo, mas de santo no tiene un pelo y menos de ser escritor y traductor de la Biblia, como aquel padre de la iglesia latina. Tampoco de ser un penitente dedicado a la juventud y al cuidado de los pobres, como san Jerónimo Emiliano; aunque eso es historia antigua y no viene al caso, aunque quizás lo delate su actuar como jefe militar y en eso los genes no olvidan. Tampoco parece gozar de ancestros indígenas ni poseer lo que ellos tienen por costumbres; ni siquiera carga una paruma, por no decir ni una pluma, aunque algunos combatientes que lo acompañan en sus calendas selváticas hablan de un guerrero apache llamado Jerónimo, dedicado a labores parecidas en ese cuento de hacer la guerra de guerrillas, estrategia que no es tan reciente como algunos consideran al ensalzar al Che Guevara; pero de indio ni pizca, más bien exhibe ciertas facciones de mulato, si se trata de acercarnos a la realidad de nuestras mezclas latinas: la nariz un poco amplia y la piel demasiado gruesa.

      Él