El paquete. Sebastián Velásquez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sebastián Velásquez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789587205008
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aunque las de mi edad nunca me pararon bolas. Todo se dio con las veteranas, con las experimentadas que sí sabían a lo que iban.

      Lo que sí hice, siempre, fue dedicar canciones. O es decir, de niño solo le dediqué una canción a Paula, una compañera de la escuela que me traía bobo. Recuerdo que tenía el pelo oscuro, liso y una capul como de muñeca, y una naricita redondeadita y unos ojos negros y vivos. Cuando más me gustaba era cuando armaba pataletas y berrinches porque le decíamos fea, y era un deleite verla llorar y salir corriendo dando portazos, que todo el salón retumbaba. Y le coreábamos fea, La fea, pero la verdad ella era la más bonita. Por eso un día me animé y le entregué una nota con una canción que sonaba mucho en la radio. Te miro pasar y me pongo nervioso, no encuentro qué decir y siento el corazón pum pum pum pum. Pero la verrionda la leyó y se rio, la tiró al piso y me dijo que me fuera a molestar a la grandísima puta mierda, con esas palabras.

      No había duda, Paula tenía su carácter, y cuando era a llorar y a gritar era la mejor, y cuando era a saltar o a reírse no la paraba nadie, como a mi mamá. Y como decían, pues, me mandó a la porra como luego haría mi mamá, aunque mi mamá sí me quería mucho. Y es que ella era independiente, trabajaba, tenía su vida. No era ese tipo de mujer que parecía copia de una telenovela, pendiente de qué estaba haciendo su hijo para luego cargarlo de prohibiciones. No, ella no decía mucho pero yo entendía que lo suyo era inculcarme la libertad. Por eso yo salí así, despierto, sin miedo a la vida.

      Sí, mi mamá me quería como ninguna y cada que hacía oficio, o se arreglaba, empezaba a cantar, pues sabía que me fascinaba. Y tenía una para despertarme, o regañarme, cuando yo todavía era un niñito. Toc, toc, toc, quién es, tocando mi ventana, yo tengo mucho sueño, quién viene a molestar. Y ella misma cambiaba la voz y respondía como si fuera la cosa más lógica: el pato, el pato, y la señora pata, y todos los paticos que salen a nadar. Arriba perezoso, vamos a nadar.

      A mí es que esas cervezas me pusieron nostálgico, como antes, y no encontré más espacio que para el sentimiento. Y en ese momento, ahí en la tienda, también sentí unas cosas muy bonitas por esa niña, que hasta le dediqué un vallenato. Pero en esas llegó el Flaco Rovira, envidioso, y empezó a afanarme para que nos fuéramos, que estaba tarde.

      Pero era tarde, claro que sí, y yo ya estaba montado en esa corriente. Y cuando me tomaba unos tragos que me entraban en reversa y las lágrimas se querían escurrir, me acordaba de mi mamá, de la serpiente de tierra caliente y de la iguana que tomaba café. Y también me acordaba de otra, una distinta, esa que decía: le juro mi mamá vieja que yo de usted no me olvido, y le canto desde aquí, esta zamba, que una vez le prometí, aunque esa sí nunca la canté.

      HUBO PROBLEMAS. LO SABÍA. LO ANTICIPÉ. Aquello no podía salir bien. Desde el principio fue un lío. Que me tomara una. Decía. Una cerveza Flaquito. Una para augurar buen viaje. Y añadió. Mirá el angelito que nos mandó Dios. Y repitió. Un angelito caído. Lo decía con gracia. Lo repetía con humor. Finalmente accedí. Estaba temprano. Subía el calor. Una cerveza bastaría. Pero no para él. El día se anunciaba. Lo sabía. Fui incapaz de anticiparme.

      Casi no lo monté al taxi. El conductor no quería. No le gustó. Los borrachos son una plasta, hermano, siempre traen problemas. Dijo. ¿Y la policía, broder, vos sabés lo que son esas blenorragias encima de uno? Añadió. No tenía seguro obligatorio. Continuó. No quería que se la metieran doble. Pero el Pitirri seguía. Que unas cervezas. Que encaletadas. Que nos relajáramos. El taxista condescendió. Estaba cansado. Nos cobró más.

      Así arrancamos la marcha. El equipaje en el baúl. Él atrás. Yo me senté adelante. Junto al conductor. El paquete en mis brazos. Lo apretaba. Miraba el paisaje. Carros. Motos. Gente. Pura mediocridad. Soñaba con un ascenso. Dudaba. También con el retiro. Pero me mentía. Todo era preocupación. La cara del Jefe. Ese trabajo malagradecido. El Pitirri respirando en mi nuca. Y mi mujer. Eran tiempos de cambio. Sí. Lo dijo el horóscopo. Quizá eso necesitaba.

      Subimos vía al aeropuerto. Dejamos la ciudad atrás. Y ese insistía. Bebía. Silbaba. No daba espacio. Hablaba de Medellín. Se veía bonita. Repetía. Desde arriba en la montaña. Parecía una mancha. Borrosa. Anaranjados mezclados con grises. Un cielo curtido de hollín. Montañas que fueron verdes. Un verde comido por tanta gente. Hasta poeta resultó. No paraba. Luego habló de la mamá. Quería demostrarle que era un hombre. Decía. Uno de verdad. Y seguía la escoria. Y silbaba. Y volvía a Medellín. Y lo grande que se veía. Lo bonita. Lo pálida. Lo curtida. Mareaba.

      Yo me reafirmaba. Con esfuerzo. Frente al retrovisor. Mis ojos negros. Un poco gastados. Mi pelo bien peinado. Muy canoso. ¿Yo? Cada día más flaco. Más aprehensivo. ¿Más temeroso? No. Me decía. Pero era esto. En silencio. Yo ya era esto. Tras cada curva. Ya no era el Cabo Rovira. Ni el Flaco Rovira. Suspiro. Ya era el Viejo Rovira.

      El Pitirri pasó a los chistes. Verdes. Blancos. Negros. Luego sugirió parar. Que fumáramos. Que solo un cigarrillo. Yo negué. No había tiempo. Él insistió. No tenía fondo. Acaparaba todo el espacio. Miré al taxista. Última autoridad. Este habló. Si quiere fumar, hágale llave, pero cuidado con la ceniza. Todo quedó en silencio. Por fin descansaría. Malanticipé. Volvería a mis asuntos. Pero no. Siguió cantando. Y siguieron los chistes.

      Tenía su gracia. No cantaba mal. Algo le celebré. Y el taxista también. Hasta que la emprendió con él. Bola Ocho le decía. El hombre era moreno. El Pelado le decía. El hombre era calvo. Y añadía. ¿Para dónde vas con esa pelada? ¿Para el billar? Entonces comenzó la mala cara. El taxista torció los ojos. Crecía la tensión. Intervine. No ponga atención. Es joven. Dije. Está borracho. Pero el hombre se calentaba. Quería hacerle tragar los chistes. Se leía en su rostro. Yo también se los quería hacer tragar.

      Así eran los graciosillos. Las burlas. Todo humorista. Detestables. No duraban en el ejército. No podían. Lo mío era lo otro. ¿La tragedia? ¿Era eso la vida? Finalmente esa era mi vida. Pero la música no. Un bolero tenía lo suyo. Quizá. Un despecho. Un tango. Una cumbia gaitera. Hasta un cañonazo navideño. Pero no. Yo prefería el silencio.

      Entonces fue peor. Primero las arcadas. Ruidosas. Luego el ahogo. Empezó a vomitar. Desde la ventanilla. Ensució la puerta. El vidrio. Un poco la cojinería. El taxista orilló en seco. Echó al Pitirri. Lavé el taxi esta mañana, malparido. Gritaba. No quería llamar la atención. Repetía. No quería que se la metieran doble. Pero él seguía. Maluco. Ahora agresivo. Empezó a tirar puños. Al aire. Descoordinado. Como matando moscas. Intentó pegarme. Lo esquivé. Quiso pegarle al taxista. Y este aprovechó. No le gustó el Bola Ocho. Era negro. Era calvo. No le gustó el vómito. Normal. No le gustó el Pitirri.

      Primero un derechazo al estómago. Lo dobló. Luego otro al mentón. Lo mandó a volar. Al suelo. Allí le pateó la espalda. Algo crujió. Entonces intervine. El taxista se pasaba. Era suficiente. Yo mismo quería meterle la mano. Era una piltrafa. Asfixiante. Inoportuno. Yo mismo quería pegarle. Pero no podía. Era mi compañero. Teníamos un trabajo. Teníamos que coger un avión.

      El problema fue la distancia. El aeropuerto quedaba lejos. Al otro lado de la montaña. No se podía improvisar. Arreglé con el taxista. Le pagué más. Nos iba a dejar tirados. Solos. En medio de la carretera. Pero no fue simple. El Pitirri estaba ofendido. Rencoroso. No se quería subir. Me tocó pararlo. Primera vez que le hablé así. O se monta callado. Contuve los puños. O lo dejo acá. Rematé. El gusano racionalizó. Refunfuñó. Maldijo. Y se sentó. La vomitada lo calmó. Los golpes enfatizaron. Ahora respiraba agitado. Forzado. Llamativo. Era lidiar con un niño.

      El futuro era incierto. Obvio. La ciudad a lo lejos. Mi mujer. No supo del paquete. No me dijo adiós. No me dio la bendición. ¿Y Orlando? La calle le enseñaría. Pensé. O lo acabaría. Yo ya había hecho lo mío. Me dije. Como mi papá. Así me enseñó. O por las buenas. O por las malas. Su voz era ley. Sus golpes el punto final.

      DESDE CHIQUITO MI MAMÁ ME PROHIBÍA LLORAR cuando él llegaba borracho y amenazaba con pegarnos. Yo era muy niño pero me acordaba bien. Aguante, resista, nunca se muestre débil, decía ella. Yo sacaba fuerzas de dónde no sabía y me hacía el desentendido, aunque la verdad mi papá era un tipo grande