Hubiera preferido quedarme. Esperar a mi señora. Calmarla. Pero ¿cómo oponerme? El Jefe llamó temprano. Interrumpió mi afeitada. Mi café. Mi lectura del periódico. Mi cigarrillo. Me ordenó salir rápido. Prepararme para la costa. Imposible protestar. ¿Con el Pitirri? Me repetí. Incrédulo. Ese era un pusilánime. El consentido del Jefe. Decían que su hijo irreconocido. Por eso seguía. Decían. Era una deuda. Yo no sabía nada. No era de habladurías. Pero había algo claro. La misión era importante. Algo de reserva. Él era la familia. La confianza. La sangre. Yo era el vigilante. El ojo. La garantía del éxito.
Dejé el sillón. Caminé al armario. Saqué la valija. Vieja. Rasgada. Llevaba años sin utilizarla. Mucho tiempo sin viajar. Eché tres mudas. Planchadas. Un pantalón de lino sentaría bien. Herencia de mi padre. Igual la guayabera caqui.
Mi señora se fue. No se despidió. No me deseó suerte. Primera vez que algo así ocurría. Nada supo de mi viaje. Pensé. Un poco angustiado. Aquello traía un sentido oculto. Un símbolo. Anunciaba un no sé qué. ¿Una premonición?
Entonces lo leí clarito. Mientras fumaba. Aterrado. Se acercan tiempos de integración y de cambio, querido Aries. Puede resultar un viaje inesperado de negocios, como también puede ser inesperada la muerte de un ser querido. Podrías ser tú. Velas amarillas.
NUNCA ME DIJERON QUE EL VIAJE ERA EN AVIÓN y no voy a negar que la cosa me sacudió. Fue en el Consultorio cuando me enteré, ya cuando no me figuraba protestar. Y yo la verdad nunca fui miedoso, pero es que los aviones me producían desconfianza.
Siempre la sensación de borrachera acostado en mi cama con todo girando alrededor me llevaba al recuerdo de mi único viaje en avión. Eso pasó hace años, un trabajo que tuvimos que hacer en Cali, justo antecitos de la Feria. Mi Padrino me había enviado con el pesado de La Gata, que en paz descanse, o en el infierno se esté pudriendo. Cuando empezamos a despegar me entró la desconfianza, unas ganas enormes de salir corriendo, pero estaba atrapado. Era mi primera vez en un avión y nadie me había hablado de la turbulencia y el vacío. Y yo que creía que me las sabía todas. Mi primera reacción fue pararme pero una azafata me regañó y La Gata a mi lado comenzó a bravearme y a decirme que me quedara quieto, que no fuera montañero. Al final, fue tanto mi desespero que me amarraron a una silla y me dieron un calmante que me tumbó en el acto.
Concluido el trabajo mi Padrino decidió mandarnos de regreso por separado, cada uno con parte del encargo. Pasé catorce horas de tranquilidad en un bus que era una cochinada, pero a dos metros del suelo. Ni siquiera el derrumbe que nos interrumpió cuatro horas, ni la varada de aquel cacharro lograron dañarme el genio. Yo estaba bien equipado, llevaba el radio, una media de ron y toda la buena voluntad. Para la parada del bus a almorzar una morena deliciosa se montó y se sentó a mi lado. Iba disque a visitar amigos a Medellín pero yo eso no me lo creí. La segunda media de ron nos la bebimos entre los dos y pronto la tuve suave, abrazadita, a punta de risas y besitos. Entrada la noche y en casi total oscuridad traté por todos los medios de que aflojara, pero se puso quisquillosa. Ni dándole más ron pude y al final solo logré que me manoseara. Cuando nos despedimos me di cuenta de que me había robado el encargo. Ese fue el primer problema serio que tuve que enfrentar con mi Padrino.
Cuando me bajé del bus y caminé esas tres cuadras hasta el Consultorio traía los nervios advertidos. Los errores pasados me asaltaban, tanto como el malestar. Me preocupaba dar la cara en el estado que traía, me azaraba tener que trabajar con ese otro. Así que al llegar y ver todo apagado, casi desierto, ni me pregunté por el mal ambiente. Yo estaba nervioso, anticipando, más pendiente en caminar derecho y masticar chicle que en analizar la oscuridad del terreno. Y lo hice bien, eso creí, y él ni se enteró que andaba enguayabado y que a duras penas me sostenía mientras me hablaba.
Las instrucciones eran las mismas de antes, con el mismo énfasis en la urgencia y en la necesidad, insistiendo en que estuviera alerta y no me le separara a Rovira. Aquello me alegró, como antes, pero también me asustó, y me recordó la corazonada que antes tuve: mi Padrino confiaba en mí y quería echarle garra. Y en esas pensaba, en no separármele, en los riesgos que eso me podría traer, cuando me soltó el golpe mortal.
Se van en avión, dijo, y alégrese que el día está bonito. No me dejó tiempo ni de abrirle los ojos, pues enseguida me pidió que le comprara un tinto y unos buñuelos, que no había podido desayunar.
Yendo hacia la tienda el guayabo desapareció, y hasta se me olvidó que el trabajo era con Rovira. Ahora lo que tenía era un calambre que me subía por la espalda y se regaba. Y yo caminaba, concentrado y tenso, sin despegarme la turbulencia y el vacío del estómago, pensando que no me importaba que el día estuviera feo o bonito o que confiaran en mí. Lamentaba no haberme quedado durmiendo en mi casa.
Pero me encontré a Lina, la niña de doña Margarita, atendiendo ella misma detrás de la reja mientras su mamá no estaba. La sonrisa me salió inesperada, y unas fuerzas de no sé dónde me olvidaron de todo. Así me animé a pedir una cerveza para nivelarme los malestares y conversar. Y es que la condenada ya perfilaba, tenía madera, y aunque no debía de pasar de los doce o trece, la mirada la delataba. No era sino echarle una frase cualquiera, que esos luceros de dientes y las perlas de sus ojos, que se están cayendo los ángeles, y la demonia aprovechaba para desfilar.
Conversando y riéndonos, piropeando para no dejar enfriar la maquinaria, el cuerpo se fue distendiendo. Y al son de esa cerveza mañanera, justo a esa hora en que el cielo empieza a abrirse y el sol a quemar con esa luz tan bonita, regresó la noche anterior. Quisiera tener dos corazones, uno bueno, pa buenos, y otro malo, pa malos, para entregarlos a cada quien, y sin derecho a equivocarme, porque duele mucho al perder.
LLEGUÉ TEMPRANO. Estaba oscuro. Desolado. No había nadie. Todo parecía muerto. De otro tiempo. Olvidado. Caminé un poco. Me senté. Me esperaba un día difícil. Podía sentirlo.
Una puerta se abrió. Ruidosa. Sus bisagras necesitaban aceite. El Jefe apareció. Parado bajo el marco. Vi su silueta. Me acerqué. Lo saludé. Apenas respondió. Se sentía ido. Extraño. Parecía asustado. Entramos a su oficina. Sin hablar. Estaba inquieto. Nunca lo vi así. Disimulé.
Me entregó unos tiquetes aéreos. Solo de ida. Rumbo a Cartagena. Tenía escala. Dos horas en Bogotá. No entendía. Pensé que había prisa. Urgencia. La estrechez del Jefe resaltaba. Pensé. Como siempre. Su cara seguía inexpresiva. Sudaba. No había dormido. Lo noté. Luego me entregó un paquete. Era mediano. Poco pesado. Como una caja de zapatos.
¿Y esto? Pregunté. No levantó la vista. No respondió. Me entregó un sobre. Tenía dinero. No mucho, como para un par de días. Dijo. Su voz sonaba atrapada. Débil. Si se necesita envío más. Continuó. Miré el paquete. Sin curiosidad. Otro más. No lo pierda de vista que es para alguien especial. Dijo. Me avisaría cuándo. Avisaría cómo. Y añadió. No se preocupe por lo que lleva que no pasa nada, va limpio, mijo. Si le preguntan, diga que son panelitas de Urrao.
¿Dulces? ¿Para la costa? Me repetí en silencio. Sonaba estúpido. No serían de coco. Pensé con ironía. Llevar leña para el monte. Era un plan torpe. Imprevisto. Y con ese desmañado.
¿Y el Pitirri? Pregunté. Por ahí anda, no debe de tardar. Respondió. No levantó la vista. Apenas alzó la cabeza. Le dolía hablar. Parecía. No se dijo más.
No entendía nada. Todo olía raro. Todo. La misión. Lo repentino. Las estrecheces. Su tardanza. Era un problema trabajar con gente. ¿Por qué con él? Yo era de confianza. De los buenos. Ese era un desaliñado.
Esperé una hora. No aparecía. Zángano. No llegaba. Luego me enteré. Estaba en la esquina. En la tienda. Tomando cerveza. ¿Cerveza? ¿A las diez de la mañana? ¿Un martes? Mequetrefe. La historia se repetía. Sería inflexible. Por eso eché a Orlando. Era una acumulación de años. Era un borracho. Irresponsable. Un consentido de su mamá. Mejor