Comen un bocado de galleta con chicharrones, un poco de queso y toman unos mates más. Juan aguarda los signos que indiquen que el viejo está pronto para escuchar. Lo atiende con un respeto que raya en veneración, espera que el pan esté tibio para darle más, espanta las mosquillas que revolotean alrededor de los ojos y las comisuras de los labios. Después, va a salir a juntar leña, llenar con agua los bidones y echar una ojeada a los chivos.
Elías Panquehua junta las manos sobre el abdomen indicando que ya tuvo suficiente. Luego apoya la espalda contra el muro de adobe, cierra los ojos y comienza a inspirar y a exhalar reteniendo el aire por ratos cada vez más prolongados.
—Machi –dice Juan (pero no escucha su propia voz), sigue la matanza, siguen con la conquista. Siguen matándonos, de a diez o de a uno, no les importa; ahora fueron Cristian Ferreira y Mariano y otros. Hace poco a sesenta hermanos del Amazonas en Perú, en la ruta a Bagua: arcos y flechas contra ametralladoras.
—No sé qué hacer, Machi, no sé qué decir. Cómo hablar con nuestra gente para que no se deje pisotear, cómo decirles que no abandonen las tierras. Hace un tiempo, no más de un mes, nos reunimos con caciques de varias comunidades para ponernos de acuerdo, para tratar de hacerles frente. Pero siempre sale alguno que dice que hay que esperar, que juntemos firmas y esas cosas.
Ellos quieren que hagamos eso. Que pidamos, que roguemos, que les presentemos demandas. Ese es su juego. Compran la voluntad de nuestros delegados, les dan un sueldo y una oficina y pronto los ves de traje y corbata…
Elías Panquehua escucha con una sonrisa. Mantiene los ojos entornados como si dormitara. Juan habla o piensa, ya no distingue entre una cosa y otra. Cuenta (o piensa) en aquella vez que fue a un programa de radio para protestar por el destierro de los huarpes, cuando se delimitó el Parque Nacional de Las Quijadas. Los arrinconaron con el desalojo y cuando fue a hablar, el periodista lo atendió muy amable y lo dejó decir lo que quería y le hizo preguntas, pero después, cuando él ya se había ido, redondeó la entrevista en cinco minutos torciendo lo que él había dicho. Arguyó que había que escuchar la otra campana, llamó a un funcionario de turismo y entre los dos machacaron sus palabras hasta que no quedó nada; o peor que nada: quedó flotando la idea de que los huarpes ya no existen, que sus reclamos de tierras son el capricho de unos pocos.
Y dice Juan (o cree que dice): ahora quieren que el parque se agrande. Quieren declararlo patrimonio de la humanidad, como si los de aquí no fuéramos capaces de cuidarlo para las generaciones venideras. Los que vendrán ya sabemos quiénes son. Los conocemos. Ya están aquí. Volcando cianuro en el agua y en nuestros cuerpos. Y vendrán a colocar las cruces en las cimas de los cerros loando a su dios de sangre y veneno. Vendrán las topadoras, las chimeneas y los hoteles cinco estrellas. Vendrán las cuatro por cuatro con españoles y japoneses y norteamericanos a bautizarnos de nuevo, a que abracemos una nueva fe: el turismo. Para nosotros quedará hacer tallas sobre piedras, mantas, vasijas y otras baratijas.
Calla por un rato mientras prepara otra cebadura. Se acerca el mediodía; nada se mueve. Silencio. Un chisporroteo restalla en el fuego cuando lo remueve y coloca la pava. Su furia también echa chispas mientras recuerda la impresión que le causó descubrir los ángeles arcabuceros en un folleto de turismo de Humahuaca: conquistadores armados hasta los dientes. Soldados con alas blancas que disparaban armas de fuego. Ángeles dorados, enviados de dios.
Juan recuerda las lecciones en la escuela: los jesuitas, las misiones, la enseñanza de oficios a los indios ignorantes. Recuerda los datos que ahora tiene: sesenta millones de muertes desde la conquista hasta nuestros días. Sólo en Potosí, ocho millones en los primeros tres siglos. Ángeles arcabuceros, cristos con rostro moreno.
Machi –dice Juan–, cuando hicieron el censo ni pasaron por aquí. Dicen que aquí no vive nadie, Machi. Todavía somos miles los huarpes, aunque digan lo contrario. Estamos aquí, en las Lagunas de Huanacache, aunque nuestros nombres se hayan perdido bajo el ácido del agua bendita.
Juan recoge leña. Mira si alcanza el tasajo hasta que vuelva el mes próximo. Riega la quinta, tres tablones de unos pocos metros de largo, porque no hay ni agua ni fuerza para más que eso: unos zapallos y algo de verde. Así viven todos; así viene la muerte.
Lava unas lonchas de chivo que corta en tiras pequeñas y prepara un guiso con lo que encuentra, dejando que se cocine despacio para que se ablande la carne. Horas después comen en silencio. Elías Panquehua traga unos bocados y deja el plato. El resto servirá para la noche y el día siguiente.
Ahora el hombre lo mira y dice: Guanizuil. Ese era el nombre de mi abuelo. Guanizuil… Era el más rápido para correr detrás de los guanacos, el que más aguantaba sin comer ni beber hasta que los animales caían rendidos y los podían apresar. Te lo doy. Te nombro como se nombraba él: Guanizuil Maulicao, ese es tu nombre.
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